Pajas asesinas
«El sol me calienta las piernas y decido subirme la falda para sentirlo más. Cada rayo me arrulla, seduce e invita a acariciarme la cara interna de los muslos»
Me imagino entre montañas de paja dorada. Retozo sobre ellas; me tiro; me dejo caer de espaldas desde arriba, una especie de altillo de este granero ideal en el que ni las moscas ni la prisa por otros quehaceres me alejan del momento. Salto y vuelvo a saltar sobre los montones apilados de esta casa recién salida de una película del oeste. Montañas de hierba seca que me engalana el pelo como confeti; una nube en la tierra que amortigua mi desmayo consciente. Me abandono a ese olor a campo, a sentir cómo me pincha en los costados, a los rayos de sol que se cuela desde la puerta y templan el olor a humedad que viste la madera del techo y las paredes.
Yo tardé en entender cómo era eso de hacerse una paja. Me había tocado con asiduidad y sin propuesta años antes de que el término llegara a mis oídos y cuando llegó, ese cómo, vaginal y penetrante, no definía para nada mis costumbres. Me reía de las gayolas y manolas mucho tiempo antes de saber qué eran; no me atrevía a preguntar pero se me daba bien fingir esta sabiduría ante los chicos en el patio del colegio, asintiendo a cada broma en los tiempos justos y precisos. Recuerdo mi curiosidad descomunal por saber, por tener respuestas a preguntas que no sabía formular hasta que supe, y las obtuve. Y fue entonces cuando salí corriendo a esparcir este desvelo a las otras niñas con las que compartía juegos y más tarde, confidencias. Y fue entonces cuando sus cabezas se agacharon y una sombra de culpa se les dibujó en el rostro.
En uno de mis saltos, he caído sobre una de estas pilas de paja como una estrella de mar. El sol me calienta las piernas y decido subirme la falda para sentirlo más. Cada rayo me arrulla, seduce e invita a acariciarme la cara interna de los muslos. Los tengo suaves; mucho. Una sonrisa incontenible se me esboza en la cara y pienso que, de existir la felicidad completa, yo debo haberla alcanzado. Subo las piernas entibiadas y tanteo las corvas de mis rodillas, las pantorrillas, los tobillos y la planta de los pies. Vuelvo a extenderlas y caen pesadas y exhaustas, como si acabaran de ganar una maratón. Suspiro el silencio. El brillo de cada línea de luz, que se filtra por las grietas de las paredes, se cuela por mi nariz. Inflo los pulmones y exhalo el gusto de las caricias que han vuelto a rodarme por los muslos. Cojo un puñado de paja que acompañe este camino.
Esos rostros culpables, dignos de procesión de Semana Santa, acallaron su secreto. En silencio, formularon miradas evasivas y juzgantes que arrinconaron mi decir. Desterré el diálogo al cajón de lo profundamente íntimo y el curso de las exploraciones que siguieron a este despertar no tuvieron registro ni en el diario personal.
La culpa fue tomando otros rostros y escenarios; los de correrse demasiado rápido, los de irse demasiado lento, los de la frecuencia, los de la forma y acción, los de las erecciones semirrígidas, los de la falta de experiencias, los de la ausencia del éxtasis, los de la falta de ganas ó los de la falta de amor. Vi cómo nos atravesaban culpas como dagas, cómo nos sellaba la frente como una res que carga el peso común de un miedo compartido y perpetuado, una agonía silenciosa que se entierra bajo las almohadas y el colchón.
Paseo puñados de paja amarilla por todo mi cuerpo. Cada tallo seco se va haciendo trizas mientras me araña y acaricia a partes iguales. Se estremece mi respiración mientras me aumentan los latidos. Yo, hecha de carne; mi cuerpo, hecho de mí. De manera brusca, una alerta toma el control de la escena: «Me meo». Las manos no cesan este vals sensual y pronto se aleja ese miedo torpe que me ha frenado unos segundos. Me acaricio los pezones; se me ha subido más la falda y la carne desnuda de las nalgas se raspan al frotarse contra esta montaña de heno deshonesto. Nada ha tocado mis genitales ni por un instante, sin embargo, lo siento ahí, tensando la vulva, erectándome el clítoris; una presión que de estallar, me podría ensordecer. Van creciendo las ganas, me truenan y entrégome entera a la paja dorada que me acuna. Me meo; relajo los músculos pélvicos y dejo emanar un agua tan dorada como el sol que me sigue dibujando; tan dorada como el color del calor que me empapa las piernas y el culo; y tan dorada como esta paja que acaba de comenzar en el pajar.
Y así, me he venido muriendo en cada paja en este viaje de comprensión largo y tosco, lleno de pajas mentales, de contrastes entre lo leído, lo oído y lo vivido. Y mientras siguen las preguntas y las respuestas, las discordias entre los cómos, dóndes, cuántos y por qués, yo me mato a pajas; nosotras nos matamos a pajas; retozo con las fantasías pajilleras que le dan vida a Saúl. Benditas todas nuestras pajas, benditas pajas asesinas.