Y los sueños, sueños son
«La mochila que yo llevaba a los hombros, muy pesada y vacía, se había transformado en una maleta de viaje de asas y cremallera»
En mi sueño aparecías tú. Te me aparecías mientras respiraba azorada después de haber recorrido calles y calles, todas empedradas, de una ciudad que ya conocía pero de la que no conseguía acertar el motivo de por qué me encontraba allí otra vez. Había entrado y salido de iglesias rodeada de un puñado de niñas de pelo enmarañado y me acompañaba un párroco con sotana larga y peinado de posguerra. Iba asignando sobre paredes manchas circulares con un spray de pintura azul o amarilla, siguiendo no sé qué reglas que decían que lo estaba haciendo extremadamente bien. Después de empujar un mueble antiguo muy pesado, el mar y el cielo, al otro lado de un largo muro de piedra, mostraban un azul único. Y tras ese cansancio de ires y venires que me dejó sin aliento, abrí un armario de madera abandonado en el rincón oscuro de una calle a plena luz del día. Dentro del armario estabas tú y te me aparecías como siempre, con ese aire despistado tan tuyo y con cierto desaliño. El pelo te ha crecido más allá del orden y en la barba, en su largura, se entrevé una posibilidad de rizo. Parece que hace tiempo que no nos vemos, que no nos buscamos. Lo sé porque al saludarte tu olor me resulta un viejo conocido y te lo digo como siempre he hecho «qué bien hueles, Saúl». Rellenamos el aire que nos separa con preguntas triviales y respuestas bien ajustadas que surgen automáticas como si salieran disparadas de un botón. Detrás del armario, un río casi seco que arrastra un caudal espeso y triste sonaba como el de uno lleno de fuerza, exuberante.
De repente, una fuerza magnética nos une por la espalda. No podemos mirarnos y esa angustia tiñe de pesadilla lo que comenzó como un sueño cualquiera. Intentamos voltearnos pero nuestras camisas se han pegado; están cosidas con hilos de esparto y nos anuda desde el cuello hasta la cintura. Como serpientes que danzan un baile de brujas alrededor, los hilos continúan su camino y nos aprietan la entrepierna, los muslos y las pantorrillas. Parecemos un saco de condenados a la hoguera.
Encontramos nuestras manos. Al hacerlo una bomba de imágenes estalla en nuestras cabezas a la vez, como si cada huella dactilar, tuya y mía encontradas, nos hubiera sintonizado en una misma frecuencia. Nos vemos en un sofá; tú debajo mía extiendes los brazos hacia atrás y yo, al acercarme a besarte, estiro los míos hacia los tuyos hasta tropezar con tus manos. Nos las evitamos, nos las buscamos, nos las agarramos y soltamos en plena consciencia de cuántas veces ha pasado. No podemos mirarnos, algo nos impide abrir los ojos en ese sofá y al pestañear fuerte, a ver si surtiera algún efecto, nos encontramos con los párpados tan pesados que no podemos abrirlos. Te oigo pronunciar mi nombre repetidamente y yo comienzo a hacer lo mismo con el tuyo. Estamos atados espalda con espalda y el pecho nos pide juntarnos para respirar al unísono; para juntar las frentes; para juntar las lenguas, los sexos, los brincos. Te digo que ya no puedo más y me pides que mire a la derecha. La mochila que yo llevaba a los hombros, muy pesada y vacía, se había transformado en una maleta de viaje de asas y cremallera. Me pides que la llene para nosotros y yo solo acierto a meter un cojín, uno grande y muy flexible, con la certeza de que ese será el objeto más necesario. Vuelves a pronunciar mi nombre completo y me dices que a la de tres saltemos a la vez dentro de la maleta, que allí desharemos los nudos y nos volveremos a mirar. Todo era asumido con la naturalidad de los acontecimientos que acaecen en la vida de cada uno y sé como una verdad absoluta que al saltar eso es lo que va a pasar. También al saltar el río aumentó su caudal con un agua transparente y silenciosa.
Aparezco dentro de un coche abandonado lleno de un centenar de zapatos usados y discuto en voz alta sobre cuál de todos es el que quiero calzar; los de tacón fuera, los de flamenco tampoco, unas zapatillas de deporte y unas sandalias de playa me tuvieron dubitativa hasta el final «me quedo con estos, con estos sí que podré andar». Al vestirlos aparezco en la ladera de una montaña, donde una maleta contiene dos amantes que se miran embelesados. Me acerco a mirarlos de cerca, como el que observa el hacer de una hormiga. Me miran y pronuncian mi nombre completo. Soy yo contigo, somos nosotros descalzos y me decís que no venís conmigo, que nos quedamos allí porque ahora que nos vemos no queremos parar. Con la respiración entrecortada por la pendiente subida, me siento agarrada a mis rodillas y miro al horizonte; «cuántos pisos, cuántas calles, cuánta gente; cómo es que te he encontrado».
Pero no, los sueños no tienen validez científica. Que la vida es una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.*
*La vida es sueño (1635) de Pedro Calderón de la Barca.