THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

'Terciopelo azul'

«La imaginé desnuda sin quererlo. Su cuerpo se desvelaba ante mis ganas sin contar con mi voluntad»

‘Terciopelo azul’

Protagonista de la película 'Terciopelo azul' cantando. | Wikimedia Commons

Cuando el camarero tropezó vertiendo con torpeza parte del Dry Martini sobre mi camisa nueva, un destello de luz había enmarcado su silueta sobre el escenario. «Amanda», anunciaba el cartel de la entrada con letras tan despampanantes que rozaba lo vulgar. Las voces de las mesas vecinas acallaban las primeras notas que surgieron de la garganta de Amanda. Una retahíla de risas discordantes se entremezclaban con los brindis, las últimas acomodaciones y los saludos exagerados de los que se acababan de encontrar. La luz continuaba perfilando el contorno de Amanda, que a pesar del murmullo, seguía tensando su cuello blanquecino hacia nosotros. La cadencia del piano impuso su presencia. El revuelo de la noche y el alcohol de más que imperaba entre los asistentes fue perdiendo su consistencia ahumada y ahí fue cuando la voz nostálgica de Amanda alcanzó mis oídos con todo su esplendor. Nunca antes en el historial de mis sensaciones una mujer había llegado a ésas que alimentan mi excitación. Me incomodé. Me incomodó. Tragué de un sorbo la mitad del segundo intento de Martini que me acababan de servir y Saúl me apretó el muslo que le caía más cerca. «¿Estás bien?». Asentí. 

Un vestido del color de la noche reflectaba las luces del escenario como farolas en una noche de lluvia intensa. La imaginé desnuda sin quererlo. Su cuerpo se desvelaba ante mis ganas sin contar con mi voluntad. Nunca antes había percibido la belleza de mis propias curvas sino ahora, desde ella, una bella yo. Tampoco antes me percaté de la de otras muchas mujeres con las que había compartido desnudez entre risas y acicales varios; nunca antes así, de ese modo. Proyecté el recuerdo de esas pieles por debajo de su traje; con cada movimiento, el nuevo encaje de una de las piezas del puzzle con las que no sabía que contaba. Acaricié su espalda con la yema de mis dedos, reparando en cada una de las líneas de expresión que la musculatura fina le marcaba. La agarré de la cintura con fuerza, como Saúl solía hacerme al entrar en un ascensor, bajo la excitante amenaza de subirme la falda y follarme en lo que tarda el cero en llegar al seis. Yo no sé cómo follarme a Amanda. Si sé que la agarraría del cuello tensado por cada vocal y prolongaría el aliento de su a sobre mi boca. Una A sostenida; «vierte Amanda sobre mi boca un La mayor». 

Saúl vuelve a presionarme el muslo. Esta vez para calmar el ímpetu con el que mi pierna sacude el suelo de puntillas. Le sonrío y la cruzo sobre la otra para deshacerme de su mano. También para calmar esta sed. Doy un nuevo trago. El vestido es pesado; el tejido se desploma sobre ella y a veces le marca discretamente la línea de las ingles. Quise tumbarla a mi lado. Las dos desnudas sobre un colchón una tarde de domingo de primavera; una de esas en las que parece que el tiempo no está y el silencio timbra el espacio con los colores del atardecer. La excitación, aunque presente, no nos gobierna; no nos empuja hacia ese desenfreno que extingue el ingenio. Quiero tomarme mi tiempo; curiosear por sus valles y colinas; paladearla hasta que se deshaga con mi saliva y entonces tragar. Bebo otra vez de mi copa y muerdo la aceituna esta vez. La paladeo antes, también. Imagino cómo Amanda se estremecería con cada uno de mis gestos al tocarla, cómo la vena de su garganta se inflamaría como ahora lo hace al cantar, cómo la quietud de su cuerpo anima más y más mis ganas de hacerle, de hacérmela; de igual modo que ahora tan solo su presencia me alerta ante la idea de la suavidad de su piel. Terciopelo azul, le digo a Saúl que me mira tocar los bordes del mantel que cubre la mesa donde escondo el apretar de mis piernas sobre la vulva; «¿tan suave como su piel?», me contestó. 

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