THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Mi café, nuestro café

«Amanda tenía propensión a los deleites carnales y en cada café, el de cada día, traía un extra de goce: su juego con Saúl»

Mi café, nuestro café

Café. | Freepik

«La ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia. Edgar Allan Poe», rezaba el reverso del azucarillo. Lo agitó. No tenía intención de verterlo en el café y aún así seguía agitándolo como si fuera a hacerlo. Le gustaba el sonido de los granos de azúcar como semillas que se revuelven dentro de unas maracas. «La locura…», murmuró Amanda como iniciando una canción olvidada.

Acostumbraba a tomar el segundo café del día a media mañana. Como excusa se decía que así estiraba las piernas y se obligaba a andar un poco aunque para sí sabía que eran otros motivos los que la llevaban a ese bar. No estaba tan cerca como para poder escaparse a gusto del trabajo ni tan lejos como para dejar de escabullirse cada día. «La locura, cosa bella…» , no acertaba al tono ni a la letra; ni siquiera sabía si de veras era una canción.

Le gustaba sentarse en la mesa junto a la ventana y con esa petición al universo mágico de los deseos concedidos se ilusionaba y daba los últimos pasos. Buscaba su sitio desde la entrada y corría a él una vez cruzaba la puerta. Las diversas camareras que atendían el turno la tenían por poco amigable y no se arriesgaban a formular un «¿lo de siempre?»  por si no convenía esa familiaridad. Una formal comanda de café con leche era cada día tomada en una libreta digital.

«La locura lo más sublime de la inteligencia. ¿Sería eso posible?». El café le fue servido como siempre: desde una bandeja, en taza blanca y ancha con el logotipo del local junto a una cucharilla y un azucarillo con la frase motivacional del día. Cada café, el de cada día, traía un extra de mimo y con él, un juego; cada taza repleta de café era el lienzo donde alguien mostraba su talento dibujando con la espuma de la leche. Cada café, el de cada día, traía una imagen perecedera; unas líneas de espesa crema blanca que adivinar; un test de Rorschach desde el que ser diagnosticada una y otra vez con el mismo veredicto: lasciva.

Amanda en su vestimenta, en sus andares, en su mirares, en su forma de esquivar la conversación con cualquiera no muy conocido, se presentaba de una manera lejana a ser pensada como disfrutona, deseante, lujuriosa, libidinosa u obscena. Cualquiera de esas palabras bien podrían haber sido dichas de sus amigas más cercanas pero sobre ella la mirada solía pasar desapercibida ante cualquier idea de su corporalidad. Sin embargo, Amanda tenía propensión a los deleites carnales y en cada café, el de cada día, traía un extra de goce: su juego con Saúl.

Cada día, en cada mañana, le mandaba una foto de la leche espumada sobre el café y de cada café sacaban juntos una historia. Saúl era avispado con las formas y era capaz de entrever varios escenarios que argumentaba con riqueza y empapaba las bragas de Amanda. Ella era impulsiva en sus respuestas, más rápidas y menos reflexionadas pero no se le escapaba ni una gota espumada de detalle. La de hoy eran dos pollas semierectas que eyaculaban con orgullo una nube de leche sinuosa sobre la cara de cinco espectadores que aplaudían la función. Saúl, sin embargo, optaba por justo lo contrario: medio torso, uno que comenzaba en el coño y que mostraba también dos piernas abiertas, muy abiertas, que invitaban a una flor de cinco puntas iniciar el camino de la inseminación. Él defendía su trama con un montón de palabras que humedecían las bocas de Amanda. Ella se reía y soltaba a bocajarro más imágenes obscenas para contradecirle hasta la extenuación. El café, por cierto, no estaba nada mal. «Hasta mañana, cerdo» , solía escribir Amanda antes de dar el último trago y salir corriendo.

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