Próxima estación… (Parte II)
Le clavó las pupilas como las astas de un toro bravo en la entrepierna, las axilas, la curva de la mandíbula y la cintura
« ¿Perdona, me has dicho…? » Durante un segundo, Amanda no estuvo segura de si la petición había sido real o si era otra de las charlas que se inventaba cuando el ánimo juguetón le insuflaba las venas. Esto podía dársele desde la emoción más excitante a la más aburrida; mientras esperaba en una fila, caminaba por la calle o simplemente se encontraba en un lugar concurrido, las palabras no dichas cobraban vida en su cabeza con una claridad que la podía confundir; una peliculera de tomo y lomo para la que los encuentros casuales podían transformarse en conversaciones intrigantes. Así, ir a comprar el pan, esperar el turno en una sala o la odiosa tarea de echar gasolina al coche adquirían un matiz emocionante. Por esto, cuando el chico de la barra le habló, Amanda titubeó durante un largo segundo; tan largo, que le dio tiempo a verse sus propios rizos en el reflejo de los ojos de él, tan oscuros como largo se le hizo el momento.
«Que si ahora cuando vuelva, puedes pedirle un café para mí, por favor. Llevo aquí sentado un buen rato y no logro que me vea… », le repitió Saúl. Desplegó una sonrisa tan blanca como oscura era su piel y el contraste le dio cosquillas a Amanda por la espalda. La sensación de ser el centro de un puñado de miradas empuja a Amanda a desplegar su encanto con más picardía y se ríe por dentro cuando desenrolla la funda en la que guarda su arsenal de gestos calculados, cuando busca el contacto visual e invita a las miradas a sostenerse por más tiempo; pero cuando el anonimato se rompe, cuando la muchedumbre se despieza y de ella emerge el individuo con rostro, con unos ojos como esos, una sonrisa como esa y con ese tono de voz que le habla, la tontería performática se le baja a la suela de los talones y le resulta más propio esconderse con vergüenza que hacerse la que no es. Ella, la desenvuelta en la mirada grupal, no fuerza ningún papel en las distancias cortas, no exagera una seguridad que no tiene, no desafía con la palabra ni pretende dominar ninguna situación. Lo impostado de su vedetismo se despluma y ella no trata de impedirlo con ningún otro disfraz. Pluma a pluma su encanto florece sin armaduras ni contradicciones. Amanda es vergonzosa y se ruborizó al descubrir que no se estaba inventando las palabras de esa conversación.
«Ah, claro, perdona no sabía si me hablabas a mí… o a … ¡Da igual! Sí claro, ¿qué te pido? El truco es ponerte de pie en el reposapiés del banco. Mira, te enseño, así, verás. Bueno, pero no es que lo tengas que pedir tú, que ya lo hago yo, pero así lo hago yo para que me vean. Mira verás. Pero, ¿qué te pido? ¿Cómo tomas el café? », espiró Amanda en una sola bocanada de aire. A Saúl no le había dado tiempo a contestar cuando Amanda se elevó sobre el asiento y el camarero apareció tras el humo de un té hirviendo para el que le pidió un hielo silabeado en silencio y soltando a la vez algo imaginario con los dedos. « Estate ya quietecita Amanda, cállate, cállate cállate», se dijo para sí entrenandose el silencio y la quietud . La vergüenza era el pedal acelerador de los labios de Amanda. También de sus gestos. Cuando el rubor se adueña de su pensamiento, Amanda tiende a llenar el silencio con palabras para ensombrecer su incomodidad; su conversación se vuelve acelerada, cargada de detalles innecesarios y hasta un poco caótica, como si la fluidez de su discurso distrajera de la timidez que realmente la domina.
Al incorporarse sobre la barra de apoyo que la banqueta le ofrece a los pies, sus piernas volvieron a hacerse tan presentes como la altura que alcanzaba sobre el banco. Eso fue lo primero que Saúl vio cuando entró con desparpajo por la puerta y el camarero la nombró clienta prioritaria: un par de piernas nerviosas que luchaban contra la tela de un pantalón demasiado ajustado. Ahora, mientras Amanda parecía sostener la antorcha de la libertad, Saúl tuvo tiempo de recorrerle el cuerpo con sus ojos oscuros. Le clavó las pupilas como las astas de un toro bravo en la entrepierna, las axilas, la curva de la mandíbula y la cintura. Se imaginó dándole una palmada en el culo como si fuera un saludo de ellos, de años. Recordó cómo se le colorearon las mejillas cuando le habló. Le apeteció que se volviera a sentar para oírla hablar rápido y sin pestañear, con una gracia a la que sus años de exilio se había desacostumbrado. « ¿Quién es esta mujer? », se preguntaba cuando ella le irrumpió alegremente « ¡Pero que cómo quieres el café! » .
Continuará.