THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

En tránsito

«Había una chispa en la forma en que él la miraba, una concentración que apenas incluía sus palabras como si esperara el momento en que pudieran estar a solas»

En tránsito

Una mujer pulsando el botón de un ascensor. | Freepik

Amanda entró al ascensor con la rutina de quien lo ha hecho mil veces. Las puertas de cristal temblaron al cerrarlas; había que tirar un poco más de una de ellas y solo así el ascensor podría arrancar con el ligero tirón de siempre. Presionó el botón del último piso y se acomodó contra la pared. Este gesto tenía el sabor de las cosas cotidianas que se pasan por alto y solo las notas cuando faltan y entonces todo se siente fuera de lugar. Era un modelo viejo, de esos que dejan ver cada planta al pasar, algo que siempre le había parecido curioso, aunque no le prestaba mucha atención.

A medida que subía, las plantas iban pasando. Amanda miraba sin mucho interés a través de los cristales. Al pasar por el primer piso, una pareja joven llamó su atención. Estaban abrazados y compartían un beso torpe, lleno de ganas de más. Apretaban sus bocas con una urgencia desmedida, como si mañana no existiera y todo pudiera acabarse en cualquier momento. Observó cómo se miraban, como si el mundo fuera solo de ellos. Él sonreía mientras la imagen se desvanecía desde el cristal ascendente. Entró en el ascensor un aroma a nostalgia que quedó flotando en el aire. Le supo a Amanda cercano, familiar

En la siguiente planta una de las puertas estaba entreabierta. Una pareja la cruzaba cargando con bolsas que parecían pesarles. Las portaban con la misma naturalidad con la que se cedían el paso, sin apuros, como si hubieran repetido la acción un montón de veces. Ella, con la mano libre, le rozaba la espalda, invitándole a avanzar. Se reían en voz baja de algo pequeño; un murmullo que los hacía parecer cómplices de un tiempo compartido y tranquilo. Antes de que el ascensor siguiera subiendo, Amanda alcanzó a distinguir manzanas, naranjas y plátanos asomando de una de las bolsas. 

Al llegar al tercer piso, a la vista apareció una escena distinta. Él, apoyado en la barandilla de la escalera, sostenía un llavero que giraba lentamente entre sus dedos. Parecía escucharla, pero su atención estaba en otra parte. Ella, con una carpeta en el brazo y un abrigo colgando del otro, hablaba animada, gesticulando con entusiasmo mientras buscaba algo en el bolso lleno de objetos inútiles. Había una chispa en la forma en que él la miraba, una concentración que apenas incluía sus palabras como si esperara el momento en que pudieran estar a solas; como si quisiera subirle la falda y apartarle las bragas para embestirla en brazos contra la pared del pasillo de esa casa en la que estaban a punto de entrar. Parecían enredados en la rutina de un largo día y esperanzados porque estuviera a punto de tomar otra forma.  El leve balanceo de las llaves en su mano no era un gesto casual; era un preludio, un anuncio silencioso de lo que pasaría en unos segundos, detrás del umbral. La mirada de él la envolvía, fija, intensa. Ella se percató de que la paciencia era mutua y sostenida, a la espera del momento perfecto. En tan solo un momento, su espacio íntimo les daría paso a un momento más voraz. La escena se desdibujó al continuar el ascenso, pero la tensión suspendida se le metió a Amanda en el cuerpo antes de avanzar un poco más. 

En el siguiente piso, la luz era tenue, apenas filtrada por la claraboya que iluminaba el pasillo. La bombilla estropeada colgaba, parpadeaba de vez en cuando, insuficiente para ver con claridad. Al pasar el ascensor, Amanda vio a una pareja salir de una casa. Él, de cabello canoso y con una camisa de cuadros arrugada, sostenía un destornillador en la mano. Ella, con un vestido de flores, le tendía una linterna encendida sin decir nada. También le ofreció la mano para subir a una escalera de pintor, pero no desde una fragilidad asistida; más bien desde la costumbre que da compartir los ciclos de la vida, como una invitación muda a seguir adelante. A Amanda les resultó eternos. 

Al llegar a la última planta, cerró la puerta del ascensor tras de sí. Buscó las llaves en el bolsillo de su abrigo y las introdujo en la cerradura. El olor familiar del hogar la envolvió al abrirse la puerta. Desde el salón, una voz ronca le dijo « ¡cariño, ya estás aquí! » 

«Tal vez el amor no esté en los momentos grandes », pensó, mientras escuchaba el ascensor descender al cero con un leve zumbido. 

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