Efecto nocebo: qué es y cómo te sugestionas para mal cuando sigues un tratamiento médico
Lo opuesto de un placebo puede, en determinados casos, acabar afectándote más de la cuenta sin saber por qué

Un médico con un paciente. | ©Freepik.
Estamos más que familiarizados con el término «efecto placebo», ese fenómeno por el cual un paciente mejora al recibir un tratamiento que en realidad no tiene principios activos, simplemente porque cree que va a funcionar. La expectativa positiva activa mecanismos en el organismo que generan una respuesta real, aunque el medicamento en sí no actúe.
Es tan conocido que incluso se utiliza como control en los ensayos clínicos para medir si un fármaco tiene eficacia más allá del poder de la sugestión. Sin embargo, lo que no siempre se tiene en cuenta es que este fenómeno no va en una sola dirección. Existe también su reverso, menos conocido, pero igual de poderoso: el efecto nocebo. Y conviene conocerlo porque puede tener un impacto muy real cuando seguimos un tratamiento médico.
El efecto nocebo ocurre cuando una persona desarrolla síntomas negativos o efectos adversos simplemente por creer que un tratamiento le va a sentar mal. Es decir, las expectativas negativas pueden influir en el cuerpo igual que las positivas, pero en este caso para mal. Lo paradójico es que el malestar aparece incluso aunque el fármaco no tenga ningún efecto químico adverso o, en algunos casos, aunque se trate de un simple placebo.
Las creencias, los temores y la forma en que recibimos la información pueden desencadenar síntomas físicos reales. Esto puede hacer que se abandone un tratamiento útil, que se desconfíe de un medicamento eficaz o que se sufra innecesariamente. Entender este mecanismo es fundamental para mejorar tanto la experiencia del paciente como el éxito del tratamiento.
Qué es el efecto nocebo
La palabra nocebo viene del latín y significa dañaré, justo lo contrario que placebo, que se traduce como agradaré. En medicina, se utiliza para describir aquellos síntomas negativos que aparecen no por la acción química de un tratamiento, sino por la expectativa de que algo va a ir mal. El cuerpo, condicionado por el pensamiento, responde con dolor, molestias digestivas, fatiga o insomnio, entre otros síntomas. Y lo hace incluso cuando el medicamento administrado es un placebo o cuando el fármaco real no presenta esos efectos adversos en condiciones normales.
Estos efectos se dan con más frecuencia en tratamientos crónicos o en aquellos que ya tienen fama de provocar efectos secundarios. También es común en ensayos clínicos, donde algunos participantes asignados al grupo placebo reportan síntomas similares a los del grupo que toma el medicamento activo. En algunos casos, los síntomas coinciden con efectos adversos posibles, pero en otros aparecen reacciones no previstas. Es decir, hay personas que experimentan molestias que ni siquiera están recogidas en la ficha técnica del fármaco. Este hecho desconcierta tanto a pacientes como a médicos, y puede provocar decisiones clínicas equivocadas. La sospecha de que el tratamiento está causando daño, aunque no sea así, puede ser suficiente para interrumpirlo.
Cuál es su origen
¿Por qué ocurre esto? La respuesta no es sencilla. Se sabe que influyen factores como la ansiedad, las experiencias negativas previas, el contexto social y, sobre todo, la forma en que se comunica el tratamiento. También la predisposición personal y el entorno cultural pueden hacer que el paciente esté más o menos sugestionable. No hablamos de algo psicológico en el sentido de imaginario o falso.
De hecho, el efecto nocebo activa regiones específicas del cerebro, como el córtex prefrontal y el sistema límbico, implicadas en el procesamiento del dolor y las emociones. Además, puede elevar el nivel de cortisol, la hormona del estrés, y aumentar la sensibilidad al dolor. Es una reacción real, medible y con base fisiológica.
¿Es evitable?

Evitar completamente el efecto nocebo es difícil, pero sí se puede reducir su impacto. Uno de los grandes retos está en cómo se comunica la información médica. El profesional tiene el deber ético y legal de informar sobre los riesgos de un tratamiento, pero esa información, si no se transmite con cuidado, puede generar temor. Decirle a un paciente que un medicamento puede producir dolor de cabeza o insomnio puede acabar provocando justamente eso. Por eso, cada vez más expertos coinciden en que no basta con informar, hay que saber cómo hacerlo. Algo que hemos tratado en ocasiones en THE OBJECTIVE.
Una posible solución es replantear el diseño de los consentimientos informados. No se trata de ocultar riesgos, sino de presentarlos con equilibrio, sin caer en una enumeración alarmista. En lugar de detallar cada posible efecto, muchos de ellos improbables, puede ser más eficaz centrarse en los más relevantes y frecuentes. Además, acompañar esa información con mensajes positivos —por ejemplo, insistir en la alta tasa de eficacia del tratamiento o en que la mayoría de pacientes no presentan efectos adversos— ayuda a contrarrestar la sugestión negativa. Otra vía de trabajo es fomentar la confianza del paciente en el equipo médico, ya que sentirse seguro reduce la ansiedad. El objetivo no es engañar, sino proteger sin desinformar.