Estrés al volante, peligro constante: conducir en tensión perjudica más de lo que puede parecer
Lo que debía ser una simple cuestión de transporte puede, si no se gestiona, convertirse en un problema de salud mental

Un hombre enfadado al volante. | ©Freepik.
Despiertas. Te incorporas en la cama, miras el despertador y compruebas que ya va siendo hora de salir. Te vistes con prisa, bajes al garaje y te metes al coche. Lo que en teoría debería ser una transición apacible, casi un refugio entre casa y trabajo, se convierte en un pequeño martirio. El crujido del cinturón, el motor al arrancar, y ya estás en una maraña de claxon, semáforos y tensión acumulada.
Mueves la caja de cambios con la rigidez de quien lleva demasiado rato soñando, y empiezan a surgir esos microepisodios de estrés: un frenazo, un coche que no cede el paso, un bocinazo inesperado, el del carril de al lado que se incorpora sin marcar el intermitente. Y de repente, algo que no debería restarte energía acapara tus neuronas, convirtiendo la primera parte del día en una dosis evitable de malestar.
Lo sientes: el pulso se acelera sin motivo visible; sube un nivel más cada vez que el tráfico aprieta, aunque el trayecto sea corto. Esa respiración entrecortada que se activa sin pestañear, los hombros tensos, como si nada tuviera derecho a moverse en ese coche salvo tú. Son momentos pequeños, pero acumulativos: al volante, la tensión que te traías de casa se amplifica. Y ahora, los minutos gastados en resistir esa presión se han convertido en la banda sonora de tu mañana —o de tu regreso a casa—, con un guion que nadie pidió y que deja poso de irritabilidad.
Y sin embargo, sigues conduciendo. Porque hay que desplazarse, porque no hay alternativa clara. Y esa obligación de coger el coche, que podría ser neutra, se va transformando en un escenario que propicia que ese iniciar el día (o rematarlo) empiece y acabe con una ración innecesaria de estrés, del que hemos hablado a menudo en THE OBJECTIVE.
Del placer a la necesidad y a la tensión: la evolución del estrés al volante
Para muchos, conducir supone una experiencia placentera: sentir el volante, escuchar música, disfrutar del espacio. Pero para otros, no hay disfrute posible: el coche es una herramienta, una necesidad para desplazarse. En esos casos, la imposición de tener que conducir en el día a día aumenta notablemente la probabilidad de que emerja el estrés. Y ese estrés nace de la exigencia de desplazarse, más que de lo que ocurre mientras conduces.
A medida que el tráfico se complica, ese disfrute desaparece y cede paso a una tensión que crece con cada semáforo, atasco o maniobra. Incluso en condiciones ideales los desplazamientos generan una activación cardiovascular notable: el ritmo cardíaco aumenta más, especialmente en personas predispuestas a la ansiedad, y se intensifica conforme sube la velocidad. Ese pulso elevado, repetido cada día en trayectos de media hora o más, puede tener implicaciones a largo plazo sobre este círculo vicioso donde una ansiedad se retroalimenta con la otra.
El estrés al volante puede afectarte no solo durante la conducción, sino también a medio y largo plazo. El estrés atraviesa tres fases: reacción de alarma, resistencia y agotamiento, y todas tienen consecuencias peligrosas para tu forma de conducir. Durante la reacción de alarma, tu cuerpo se prepara para un desafío que no existe: el pulso acelera, aumenta la tensión arterial, el tono muscular y se reduce la capacidad de procesar información periférica. Bajo ese efecto, actúas con impaciencia, hostilidad, impulsividad y menor respeto por las normas. De hecho, una conducción agresiva suele estar vinculada a mayores episodios de estrés.
Los efectos del estrés al conducir y cómo ponerles freno
El estrés al volante puede afectarte no solo durante la conducción, sino también a medio y largo plazo. El estrés atraviesa tres fases: reacción de alarma, resistencia y agotamiento, y todas tienen consecuencias peligrosas para tu forma de conducir. Durante la reacción de alarma, tu cuerpo se prepara para un desafío que no existe: el pulso acelera, aumenta la tensión arterial, el tono muscular y se reduce la capacidad de procesar información periférica. Bajo ese efecto, actúas con impaciencia, hostilidad, impulsividad y menor respeto por las normas. De hecho, una conducción agresiva suele estar vinculada a mayores episodios de estrés.
Si el estrés persiste, entras en fase de resistencia, que desgasta tu cuerpo y mente. Aparecen dolores de cabeza, síntomas digestivos, menor tolerancia a la frustración y un deterioro en la capacidad de concentración. Y si aún no remites, llegas al agotamiento: fatiga profunda, alteraciones del sistema inmunitario, trastornos del sueño, migrañas, irritabilidad, olvidos frecuentes… Todo ello redunda en una conducción lenta, errática, con mayor riesgo de distracciones y errores graves. Al punto, incluso, de que los profesionales del volante, como los taxistas, pueden tener índices de depresión mayores que otros colectivos.

Pese a ello, como explica la DGT, existen técnicas que puedes aplicar, antes, durante o después de conducir, para combatir este peligroso estrés. Adoptar una postura relajada, dormir bien y escuchar música tranquila ayuda a reducir la tensión. También conviene salir con tiempo suficiente, llevar una vida saludable y evitar alcohol, tabaco y estimulantes como café o té.
Otra estrategia útil es planificar la ruta con antelación, eligiendo alternativas menos conflictivas. También puedes practicar respiración profunda o visualización positiva antes y durante la conducción. Y si te sientes saturado, detente, respira y estira las piernas. Fundamentalmente, cuida el sueño: descansar bien mejora tu capacidad de reacción y reduce tu agresividad al volante.