The Objective
Mi yo salvaje

De cara a la pared (IV) 

«El foco nos sigue iluminando, aunque dudo que quede alguien mirando desde allá»

De cara a la pared (IV) 

Un hombre acaricia por detrás a su pareja. | Freepik

Saúl me aprieta la zona lumbar con la inmensidad que me resultan las dos palmas de sus manos juntas sobre mí. En la escuela me apretaban el lomo del mismo modo cuando me tocaba doblarme así para que me saltaran gritando «¡burro!». Saúl no me grita nada, solo empuja las manos sobre mi espalda baja para calmar mis espasmos y poder insertarme su polla desde atrás. «¡Burro!» –intento gritarle pero me tropiezo con las erres y parezco el ronco rugido del arranque de un motor–. El pene de Saúl, descontrolado, me golpea la vulva. Cuanto más me empuja la espalda más fuerte me azota con su látigo encarnado. Como un barco a la deriva, su polla navega dando saltos con la proa. Como el intento de un hilo que no se llega a enhebrar. Como un caballo alzado sobre sus patas traseras que no logra la monta.  

Oigo pasos. Los observantes andan de revuelo. Parecen una estampida de palomas asustadizas. ¿Vienen hacia mí? Sí, vienen. Las manos de Saúl siguen pilotándome desde la espalda pero su polla hinchada es sostenida por alguna otra mano; me pasean su glande por toda la vulva como una vara de zahorí. No van por mal camino; agua ya hay y pueden localizar más si siguen apuntándome con la herramienta. Un vendaval de tacto sin orden me envuelve todo el cuerpo. Hay manos que me atusan el pelo; se me posan sobre los hombros; me acarician el pecho colgante azotando con inocencia las tetas hacia los lados. Hay manos que me soban los muslos con hambre mientras un dedo me aprieta el coxis pretendiendo activar un botón. Se abren mis nalgas. Desde bambalinas han tirado de nuevo de la cuerda del telón. Son menos de cuatro pares de manos las que toquetean mis productos de oferta, pero más de dos. Con el ano expuesto y elevado al grado de paisaje contemplable, el mamporrero guía la polla de Saúl hacia su destino. Se queda merodeando los alrededores para asegurarse de la función mientras siento que Saúl se abre camino por cada centímetro de mi vagina en ascenso. El vendaval ahora se ocupa de estirar y masajear mis labios internos, pellizcarme el monte de venus, creo incluso sentir el tacto de dos lenguas en mis ingles y una presión sostenida que no llega a calarme el culo hacia dentro. 

El foco nos sigue iluminando, aunque dudo que quede alguien mirando desde allá. El vendaval me confunde, no sé a qué tacto atender y se me acumulan las sensaciones como una lista de canciones que esperan ser oídas. Entonces Saúl destaca su presencia pellizcándome la cintura y me atrae fuerte hacia sí. Le distingo sobre el resto de mordidas, lametones, caricias y respiraciones. Saúl me penetra con un ritmo reconocible, suave y constante, ese que en otras ocasiones acompaña de miradas y palabras de amor. Sin duda, es Saúl quien me bate, quien quiere colarse entero en mi interior. Me clava su glande en el sacro, como si quisiera enchufar su manguera en la fuente vital; clavárseme en la columna para quedarse enganchado allí hasta conquistar toda mi red neuronal. 

El vendaval ha perdido las sensaciones de envoltura. Ahora quiero sacudirme de encima los insectos, esos que habitaban en mis axilas y acudieron a las sobras como cucarachas carroñeras. Sacudirme de encima los hocicos de topo que me olisquean el coño con gafas de bibliotecario blanquecino, ávidos de una nueva historia. Podría metérmelos enteros en el coño para volverlos a gestar y parirlos más horneados, con un nuevo color; o en el culo y que se disuelvan allí en silencio para poder quedarnos solos en la sala los tres: su polla, Saúl y yo. Que el público se vaya para quedarme aquí contigo, empezando todo desde el principio de nuevo, una y otra vez.

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