¿De qué hablamos cuando hablamos de Saint-Denis?
«Saint-Denis es una metáfora explosiva, olla a presión de todos los aspectos de la Francia disfuncional»
Cuando Francia discute sobre los desmanes en la final de la Champions, no está hablando de incidentes ligados a una mala organización de un evento deportivo, sino de la mala gestión de un país. No se trata ni de la preocupación por el Mundial de Rugby del año que viene ni por pasar vergüenza en los Juegos Olímpicos 2024 que se desarrollarán, en parte, en el Stade de France, en el barrio parisino de Saint-Denis.
Ninguna entrada falsa, ningún fallo en el dispositivo policial, ninguna improvisación en la organización del evento explica, por sí sola, que bandas locales golpearan, robaran y manosearan a familias de ingleses y españoles que habían viajado a ver un partido de fútbol a la vecina Francia.
Si durante siglos la mención de Saint-Denis era ante todo una alusión a la basílica que alberga las necrópolis de los reyes merovingios y carolingios, desde hace una par de décadas remite al Neuf-Trois (nueve-tres), su código administrativo, machacado en las letras de rap. Se canta con orgullo ‘soy del 9-3’ como otros celebran con el ghetto blaster su áspera pertenencia a South Central, Compton u otros distritos marginales de Estados Unidos.
Saint-Denis es una metáfora explosiva, olla a presión de todos los aspectos de la Francia disfuncional, lo que explica la inmediata lectura partidista asumida por todo el espectro político.
El ministro del Interior francés ha optado por la facilidad de echarle la culpa a los aficionados británicos, afirmando que hubo falsificaciones «masivas e industriales». Cifró entre «30.000 y 40.000» el número de hinchas ingleses sin entradas o con entradas falsificadas y apuntó a que el «fraude» tiene su origen en el Reino Unido.
Sin embargo, la UEFA y la Federación Francesa de Fútbol (FFF) estimaron el martes en «2.800» el número de «entradas falsas escaneadas» durante la final de la Liga de Campeones. En todo caso, no ha habido ninguna autocrítica ni cuestionamiento del dispositivo policial, que se encontró claramente desbordado. Nada sobre los testimonios de familias que cuestionaron la pasividad policial ante los ataques y robos.
Por el contrario, la izquierda antisistema de Jean-Luc Mélenchon, que tuvo un excelente resultado (49%) en las presidenciales en Saint-Denis, adjudicó, previsiblemente, los enfrentamientos a los policías que, como se sabe, van a provocar.
Del otro extremo del arco político, Eric Zemmour, apeló a uno de sus recursos preferidos y rasgó la cuerda nostálgica de la historia: «Me entristece ver cómo la ciudad de los reyes se ha convertido en un enclave extranjero en el que la gente ya no viste a la francesa y en el que el orden lo mantienen bandas de matones y traficantes», aseveró. Zemmour ve en Seine-Saint-Denis, departamento donde el nombre más común en 2020 fue Mohamed, la confirmación de su apreciada teoría del «gran reemplazo».
Sí, hubo falsificaciones de entradas y desorganización, agravada por la huelga de trenes -esto es Francia- que dificultaron la llegada de los ingleses, pero no eran hooligans ni madridistas quienes protagonizaban los robos y golpizas. De hecho, no eran estos quienes prevalecían numéricamente entre los detenidos, sino varones que residen en Francia, legal o ilegalmente.
Tal vez el hecho de que Karim Benzema, role model de muchos franceses de «la diversidad» estuviese presente, fuera un incentivo para entrar a ver a su ídolo al cualquier precio, incluyendo la gratuidad. ¿Habría habido este tipo de incidentes en un concierto de Coldplay o un mundial de Rugby?
También es cierto que otros vieron su agosto en la llegada de turistas, muchas veces en familia, que estaban en «su» territorio y pidieron un peaje al extranjero, que se tradujo en los cientos de teléfonos y entradas robadas a los aficionados.
A regañadientes, la Prefectura admitió en la participación de los desmanes la presencia de «grupos de 300 o 400 jóvenes». «Jóvenes» pertenece a la misma familia de eufemismos que «barrio sensible».
En cualquier caso, Saint-Denis, el departamento que encabeza la mayor concentración de población de origen inmigrante del país, cristaliza algunos de los malestares más profundos de la sociedad francesa: las dificultades de un Estado que ha desertado el lugar, incapaz de hacer respetar las reglas en lo que se ha dado en llamar «los territorios perdidos de la república».
Para los franceses, lo que ocurrió en la final de la Champions es muchas cosas, menos una sorpresa. Para los extranjeros, sí. Probablemente no sepan lo que ahí ocurrió porque nadie quiere «estigmatizar» a la población local que, por supuesto, es mayoritariamente ajena a la violencia y es la primera en padecerla en carne propia.
Es precisamente esta falta de información la que quiso destacar, ante la prensa anglosajona, la exestrella de los Bleus, Thierry Henry, quien declaró a CBS antes del partido: «Ojo, el estadio está en Saint-Denis, no en París. Sí, está muy cerca, pero créanme que no querrían estar en Saint-Denis. Saint-Denis no es París«.
Ahora el mundo sabe dónde está Saint-Denis. Y los franceses no están particularmente orgullosos.