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Opinión

Ultraderecha, el nuevo Woodstock de la libertad

«Llevamos dándole a la matraca mediática del fascismo y la ultraderecha tanto, que parece la opción más revolucionaria»

Ultraderecha, el nuevo Woodstock de la libertad

Falangistas durante una manifestación para conmemorar el 86º aniversario de la muerte de José Antonio Primo de Rivera en Madrid. | Europa Press

Una de las primeras sensaciones al tener cita en el traumatólogo es precisamente la negación de traumas. Encima de que tienes un codo colgando, te mandan para ver si te pasa algo emocional o cargas con una losa arrastrada desde la infancia. Luego te das cuenta de que «trauma» significaba «rotura» hace bien poco, pero es una de esas palabras a las que el tiempo y la calle han cambiado de significado. Le pasó también a «mujer», «retrete» e incluso «ajuste» como bien indica Ángela Menéndez en un artículo publicado en El Debate. Le pasa a «ultraderecha», uno ya no sabe si te están insultando o regalándote un piropo. 

Llevamos dándole a la matraca mediática del fascismo y la ultraderecha tanto, que parece la opción más revolucionaria para enfrentarse a los personajes de posado que dirigen escaños y medios de un país sin órbita. Ser fascista significa todo menos ser fascista, lo mismo que ultraderecha, que han conseguido que suene a ser de centro, de izquierda, vamos, de todo menos de derechas. Es tal el poder que tuvo la palabra que cualquier idea relativamente conservadora corría el riesgo de recibir el insulto de fascista y pasarse a susurrar como quien cuenta un chisme o distribuye mercancía de contrabando. Así que si de pronto le miran raro porque le molesta que un perro tenga más derechos que un bebé, será usted de ultraderecha.

El otro día, mismamente, un tipo de ultraderecha se atrevió a dejarle su asiento en el bus a una señora mayor. Fue increíble el modo en que el muy fascista trató de dar lecciones al resto de los viajeros. La del chino de mi barrio se ha hecho de ultraderecha también. Ahora la tía abre pasadas las nueve y tiene el morro de chapar a las once y media, cuando de siempre estuvo al menos 18 o 19 horas. La muy fascista tiene un cuñado que se ha quedado con el bar de siempre, que se llama igual que antes, pero que lo lleva el tío más ultraderechista de la familia. El cabrón abre a las seis de la mañana y cobra el mixto a 2,50. Ya me dirán ustedes lo facha que nos ha salido la familia. También es facha el panadero que sigue levantándose antes que el sol, y el que lleva el bus lleno de ultraderechistas a las siete y media para currar. Parece que son masa madre a punto de estallar. 

Si el político que roba no va a la cárcel es porque los ultraderechistas quieren que cumpla la ley y que pague por cada céntimo robado. Si unos encapuchados mataban por la nuca antes de ayer, el facha busca que se pudran en el talego junto a los violadores y asesinos. No ven el sentido que tiene mantener un Ministerio de Igualdad que paga la renta de Moncloa mientras las dos leyes que han hecho en cuatro años han convertido España en un país peor. Deben de ser de ultraderecha y fascistas porque piensan que todo el mundo tiene derecho a una vivienda digna, y que se debe perseguir la especulación garantizando un mínimo de vivienda social por todos los que muerden desde el poder y el capitalismo absoluto.

«Hoy en día ser fascista es el camino que se ha marcado desde Moncloa para poder llenar el coco de los miedos heredados de sus padres»

No tragan todo lo del 2030 porque les tienen acostumbrados a que detrás de cualquier ley exista una gran mujer en forma de sobre que paga lobbies, círculos de poder y corrupción. Por eso huele a tufillo si se eliminan delitos de prevaricación y se indultan; cosas que no gustan nada en la ultraderecha. Parece que ser fascista son los nuevos sesenta, abracen el amor libre que nace entre tanto indulto, dos putitas y la fariña que pone el mediador ¿Qué te apuestas a que consigo llamar fascista de ultraderecha a esa madre divorciada que cuida de tres niños mientras curra doce horas para pagar autónomos? Encima la hija de puta mira raro a quien no tiene niños. 

Está todo patas arriba. Hoy en día ser fascista es el camino que se ha marcado desde Moncloa y los tómbolas de la política en TV para poder llenar el coco de los miedos heredados por la amnesia que les contaron sus padres. Está tan sobrevalorado lo de ser de ultraderecha que a poco llamarán fascista a los repartidores de bicicleta que son la quinta columna que galopa sobre las ruedas de nuestra libertad. La industria se ha modificado, ya no se fabrica, el proletariado aspira a ser parte de la nueva industria pública, ese groso que aumenta en cada paso que somos más pobres. 

«Tolerar», por ejemplo, significaba «sufrir, llevar con paciencia». No fue hasta mediados del siglo XX hasta que comenzó a referirse a la protesta contra injusticias y demás usos de ahora. Lo que sí que significaba entonces —y ahora también— era «disimular o permitir algunas cosas que no son lícitas, sin castigo del delincuente», otra praxis habitual de nuestros servidores públicos: se indultan, se colocan, y se mantienen mientras la calle busca en el bolsillo roto las monedas que terminarán de prohibir. Se toleran entre ellos, levantan muertos enterrados en la peor memoria que fueron los nuestros y se descojonan llamando ultraderechista a todo aquél que no sea igual. Ocurre parecido al escuchar la palabra «genio». 

Si alguien se acerca a usted y le dice que es un genio, desconfíe, a poco que se conozca un poco, y sobre todo, conozca lo que hay fuera, se dará cuenta de que aquello de genio está más cerca del insulto que del halago. O todo está lleno de genios, o a la palabra le está ocurriendo lo que a «trauma» o «ultraderecha», que hoy en día roza el significado de cotizante, de asceta, de fumeta, o como respuesta si alguien pregunta por el cuarto de baño en un bar —ahí al fondo, detrás de la escalera, a su ultraderecha.  

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