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Historias de la historia

La locura de Walt Disney

Hace un siglo, el 16 de octubre de 1923, nació un mundo de fantasía de proyección mundial, The Walt Disney Company

La locura de Walt Disney

Blancanieves y los siete enanitos, que Hollywood llamo 'la locura de Disney', aunque al final le otorgó siete Óscares en miniatura.

Tener una estrella en la acera del Paseo de la Fama es entrar en el Olimpo de Hollywood. Tener tres es algo sólo al alcance de mitos como Walt Disney. Este cineasta tiene efectivamente una estrella por sus películas y otra por sus series de televisión, pero la más notable es la tercera, la que le otorgaron a su alter ego, Mickey Mouse. Resulta que Mickey es uno de los pioneros del cine sonoro, cuando este invento apareció en 1927, Walt Disney no lo despreció o temió como hizo tanta gente del cine, sino que lo incorporó inmediatamente a sus dibujos animados, y le dio su propia voz a su primer gran personaje, el ratón Mickey.

La serie de homenajes a Disney en el Paseo de la Fama no termina en el ratón, también le han dado estrella recientemente a su mujer, Minnie, y antes a Blancanieves, Campanilla y el pato Donald, pero ninguno de ellos es una encarnación de Walt Disney como lo es Mickey. Un hombre que es capaz de adoptar la figura de un ratón que tampoco es un ratón, sino la silueta negra de un ser inexistente en la naturaleza, tiene obviamente un halo mágico, sobrenatural. No es extraño por tanto que haya surgido la leyenda de su inmortalidad.

«Los grandes mitos no deben morir, piensan los adeptos a ellos», decíamos hace poco al hablar de Elvis Presley, al que millones de americanos consideran vivo (véase Elvis, el muerto viviente, en The Objective del 13 de agosto). Antiguamente era frecuente creer que un héroe no había muerto, que estaba escondido pero volvería. El cristianismo, basándose en los que dicen los cuatro Evangelios, creía en la Parusía, la Segunda Venida de Jesucristo. Pero en la Norteamérica actual esa creencia es compartida por estas dos celebridades del mundo del espectáculo, Elvis y Walt Disney.

Mitomanía aparte, el hecho es que Disney no necesita el halo legendario porque es un auténtico protagonista de la Historia, un personaje real con una enorme influencia en la cultura mundial.

Walter Elias Disney era hijo de una familia que se movía por el país sin arraigo, como no es raro en Estados Unidos, en cuyas autopistas se ven circular auténticas casas a las que han puesto ruedas. De pequeño fue repartidor de periódicos, un tópico que se cuenta de los hombres hechos a sí mismos. En el caso de Walt no fue la decisión de un niño con iniciativa, sino la imposición de un padre tan severo como incapaz de lograr estabilidad económica, que explotaba a sus hijos. Con once años Walt se levantaba a las 4’30 de la madrugada y salía a hacer su ruta lloviese o nevase.

Este régimen de explotación infantil le impidió ser un buen estudiante, porque en la escuela se dormía sobre el pupitre. Pero lo convirtió en un adicto al trabajo. Al no ser capaz de seguir los estudios, se dedicó a algo para lo que tenía talento natural, el dibujo. Antes de los diez años ganó su primer dinero con su arte, dibujando el caballo de un médico de la vecindad. Buscó en casa de un amigo del colegio el ambiente familiar del que carecía, y como eran aficionados al teatro, Walt también se sintió fascinado por el mundo del espectáculo, donde el cine daba sus primeros pasos.

Con sólo 18 años unió ambas aficiones, dibujo y cine, se compró una cámara de segunda mano y comenzó a hacer anuncios comerciales en dibujos animados, spots de un minuto que se proyectaban en los cines de Kansas City. Se asoció con Ub Iwerks, que la acompañaría durante toda su carrera, y pasó a hacer cortometrajes de cuentos infantiles. Había comenzado a crear el universo Disney.

Desde el principio fue un revolucionario de la cinematografía. Se le ocurrió meter a una actriz de carne y hueso en una película de animación, Alicía en el País de los Dibujos Animados. Nadie se animó a exhibir un producto tan novedoso en Kansas City, y Walt tomó una decisión que cambiaría su vida, irse a Hollywood. Allí, junto a su hermano Roy, fundó hace justo un siglo The Walt Disney Company. Tenía 22 años.

Blancanieves

En 1928, un año después que El cantor de jazz (la primera gran producción sonora), el Ratón Mickey se puso a hablar en su segunda película, y Disney fue también uno de los primeros productores que filmó en color, pero su aportación definitiva a la Historia del Cine fue Blancanieves y los siete enanitos, el primer largometraje de los dibujos, estrenado en 1937. No era una aventura cualquiera, costaría un millón y medio de dólares de antes de la guerra, y todo Hollywood se llevó las manos a la cabeza. 

«La locura de Disney», llamaban los periódicos a Blancanieves, y los grandes magnates del cine, que habían boicoteado eficazmente anteriores intentos de Disney, se frotaban las manos pensando en el fracaso. «Nadie puede ver hora y media de dibujos animados sin quedarse ciego», decían en tono de burla. Hasta su esposa y su hermano Roy, su inseparable socio, intentaron disuadir a Walt. 

Hubo sin embargo un banquero, Joseph Rosenberg, emigrante judío húngaro que había llegado de la nada a vicepresidente del Banco de América, que creyó en el proyecto. Disney se había gastado ya 1.250.000 dólares, cinco veces el presupuesto inicial, cuando se quedó literalmente arruinado antes de terminar la película. Pidió un préstamo de otro cuarto de millón a Rosenberg, que tras ver el trozo rodado dijo: «Walt, esta cosa va a hacer un montón de dinero». Fue profético, porque Blancanieves todavía produce beneficios.

Hollywood tardaría más tiempo en reconocer el valor de Blancanieves. En 1938 no premió su única nominación por la banda sonora, pero en 1939 se rindió al genio de Disney y le entregó un Oscar honorífico, acompañado, caso único en la historia de los premios, de siete Oscares pequeños «para los enanitos». Y en 1986 la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, la primera institución cultural de la nación, la consideró «cultural, histórica y estéticamente significativa». 

Blancanieves y los siete enanitos era algo más que una película de hora y media, con ella Disney relató un auténtico melodrama, cargado de acción, emociones, humor o terror como cualquier película de actores del Star System hollywoodiense. Supuso un esfuerzo ímprobo, pues empezó a producirse en 1934 y exigió tres años de trabajo de un gran equipo, además de una fortuna.

Retomó la revolucionaria idea de Alicia en el País de los Dibujos Animados, hacer intervenir a humanos en los dibujos animados, aunque esta vez el público no los vería. Disney rodaba las escenas con actores vestidos con los modelos diseñados para la película, y hacía trabajar sobre estas imágenes a su legión de dibujantes, lo que dio a los dibujos una «humanidad» jamás conseguida anteriormente.

Precisamente esta técnica revolucionaria generaría uno de los elementos de la «leyenda negra» de Walt Disney. Para encarnar al personaje principal de Blancanieves contrató a una joven cantante y actriz que empezaba su carrera, Adriana Caselotti. Walt quedó tan satisfecho con la voz que Adriana le prestó a Blancanieves, que decidió «quedársela en propiedad». Impidió que trabajase en cine o televisión, y cuando Jack Benny intentó llevarla a su famoso programa de radio, Disney le dijo: «Lo siento, pero esta voz no puede ser oída nunca más, no quiero estropear la ilusión de que es Blancanieves».

Adriana Caselotti no fue la única explotada por Walt Disney, que por cierto le pagó una miseria. Era un tacaño compulsivo, tanto en las cuestiones de dinero como en el reconocimiento al trabajo de sus empleados. La situación en la sede de The Walt Disney Company, que era casi una ciudad, llegó a ser tan insoportable que en 1941 sus dibujantes y empleados se declararon en huelga en medio del rodaje de Dumbo.

Estos abusos y el ultraconservadurismo de Disney, que delató a gente de sus estudios durante la Caza de Brujas de Macarthy, lo convertirían en una bestia negra para la progresía mundial. La izquierda clásica le acusaba de propagador del imperialismo americano, de anticomunista y de antisemita, y la posmoderna le acusa ahora de racista e insensible ante las cuestiones de género. Pero la Unión Soviética bautizó «4017 Disneya» a un planeta menor del Cinturón de Asteroides descubierto en 1980 por una astrónoma soviética.

En resumen, Walt Disney fue un genio de la industria cinematográfica, uno de esos empresarios típicamente norteamericanos, tan estrafalarios como exitosos, pero lamentables como personas. Está en la misma nómina que Randolph Hearst, el magnate de la prensa, que Howard Hugues, el de la aviación, o que, ya en nuestros días, Donald Trump, aunque la deriva de éste de la especulación inmobiliaria y el espectáculo a la política le da una dimensión diferente. Pero eso es ya otra historia. 

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