El demonio blanco del fentanilo bate sus alas
«El monstruo que recorre la América gloriosa, con cara de sueño y el pico mojado, se despereza para otra maldad aquí»
Las televisiones tartamudas escupen, a gollete, sus diagnósticos, prospectivas y lecturas de mano abierta. Los yonquis decrépitos de San Francisco y Los Ángeles pasean su carrito mortuorio por templos brillantes en detritus y farolas apagadas. Los muertos yonquis (el corazón no suena, el pulmón no suena, las pupilas no tienen riego) son una raya más en los pasos de peatones de la vida. La cocaína sigue en los despachos encorbatados de American Psycho, la heroína baja las escaleras mecánicas de Jocker, el fentanilo aparece en todas partes por lo barato hasta la sobredosis múltiple.
Hablamos casi de una lejía para cortar drogas mayores, consumida ya en cantidades industriales y donde el estigma es muestra de casi el veinte por ciento de las ciudades caras americanas, y subiendo. Las amapolas producían la heroína y el fentanilo sale de los laboratorios chinos, asiáticos, donde Méjico compra y distribuye con los prismáticos puestos al revés en todas las fronteras. Nunca sabremos la composición de lo sintético, ni todo lo que laboraban en los laboratorios laborales (nada literarios) de Wuhan. Con dos micras, el bicho de la adicción está dentro. Apenas 20 dólares, cuyo efecto dura dos o tres horas, punto.
Cuelgan de los árboles (árboles de vida, dicen) el medicamento «Narcan», bloqueador de opioides, porque los conejillos de indias andan sueltos por el pavimento americano y, realmente, nadie sabe lo que se mete. Policías con cascos de bombero sudan el temor a ser confundidos frente a camellos con machetes. Un policía por cada veinte drogadictos. Las ciudades, poco a poco, mordisco a mordisco, grito a grito, buco a buco, convertidas en campamentos de tiendas de campaña. Una emigración que llega brava e impecune, debido a las burbujas inmobiliarias, pero también otra herida sin cicatriz: la pandemia de la covid con sus depresiones sin agujas y aislamiento de frontón.
«La droga es ya la primera causa de muerte en Estados Unidos entre los 18 y los 48 años. Los bajones llevan a no querer vivir ni tener valor para quitarte la vida»
La euforia del fentanilo, ese batintín de alas cortas, obliga a gritar y saltar, todo aromado en licor malo todavía más barato, la garrafa podrida con etiqueta de sonrisa al ver el precio. Los vagabundos desnudos ya son llevados por el carro y no al revés. Los yonquis son locos violentos. Suben un diez por ciento los homicidios y un veinte los robos. La pasma no hace nada desde el coche y les divierte ver cómo se mueren entre ellos, mientras hacen bombas grandes de chicle verde y gafas de sol torcidas. Los barrios de la droga son ya ciudades. Los heridos letales de la pandemia son todos yonquis. El tinglado, por arriba, es proceder al desalojo urbano para luego ‘gentrificar’ las piezas mejores en el despiece cárnico.
La droga es ya la primera causa de muerte en Estados Unidos entre los 18 y los 48 años. Los bajones llevan a no querer vivir ni tener valor para quitarte la vida, limbo donde a todos empuja el viento, ciegos contra el viento, apenas mareas o inercias mecánicas. El mono mata sin edad, belleza o currículum, todos al saco. Algunos niños apartan la basura a diario para subir al autobús escolar. Los atracos sucesivos cierran negocios y esperanzas. Diversos técnicos hablan de crisis sociales donde desenganchan la cárcel o el hospital, ambos tan cercanos al cementerio. 800 muertos anuales en las ciudades de pasado glamur y lentejuelas rubias (Los Ángeles, San Francisco).
Un golpe malo de fentanilo dibuja ya al fiambre, no hace falta tiza alrededor del cuerpo y llega a veces a la morgue en un camión de reparto similar a Bimbo. «La gente más pobre prueba lo más dañino», dicen por lo bajinis los sabios de la tribu. Hay gente con palos, como Moisés, en lo que llaman la Misión, donde llevan a los yonquis del brazo para un mínimo aseo y cuatro vituallas. Espantan aquellos con brazalete médico, recién salidos de Urgencias, sin casa ni techo, a la deriva y evitando los charcos que les hagan de espejo. «Aspiras y lo pasas y no miras a quién», susurran los sabios entre la chusma, ninguno con dientes. Algunas madres buscan con el tacto a sus hijos entre desconocidos. Las pipas van del amarillo al negro como el peor arcoíris invertido.
No es que el monstruo que bate sus alas en la América gloriosa, con cara de sueño y el pico mojado, piense y se desperece para otra maldad por las cercanías, es que ya está aquí. El fentanilo brilla en la España oculta y sigue en lo mismo, el corte de drogas mayores pero ya en venta libre, bonita y barata por los mercadillos abarrotados. Nuestros vicios volverán máscaras nuestros rostros, dijo el francés. El primer veneno es el susurro que cantó Leopoldo María Panero en la oscuridad: «El jaco es una ramera/ que susurra en la oscuridad/ en mis manos, cuando me pico/ cae el cabello de una mujer». Voces húmedas, ya están en la invitación, porque el regalo es el negocio.
Poco importa la praxis, inyectado o fumado, todos los cerebros son rosas cuando el veneno entra de golpe y galopa huracanado. «Como un viejo chupando un limón seco/ así es el acto poético», dijo el clásico loco de El Desencanto. Lo contrario al chungo parece ser un sueño dormido, sereno, sin nervios, parecido a la felicidad de haberse realizado en la vida. Los enganchados son también los abandonados: sin zapatos ni cartera, sin nada de valor que pueda servir a otro para su empeño y ganas. Inútil dormir cuando, no ya tan lejos, el demonio blanco del fentanilo bate sus alas.