Los nuevos mendigos
«Precios y salarios son el par de galgos que corren tras la misma liebre: el supuesto, y deseado, estado de bienestar»
Sigue la resaca callejera del hemiciclo nervioso. Un Senado de señorías que corren con los pantalones bajados, sistemas informáticos que se caen, bochorno en las caras ajenas y propias, miradas mudas, muchos ojos interrogativos, largas y vacías miradas mudas. Teléfonos calientes tras columnas frías de mármol, a escondidas y de tapadillo. La autocrítica de Chema Crespo (Público) a su izquierda natalicia hace que todos lloremos sin lágrimas: «No funcionan, los decretos leyes no funcionan, uno no puede ir a la cámara sin saber si la van a votar o no». Todos hoy somos pobres.
A los políticos se les llena la boca seca con una saliva muy líquida y barata: el escudo social, los subsidios, las protecciones, las ayudas anticrisis. La calle se ríe de todo ello. Los pobres saben cómo llueve y, lo más importante, quién se moja. Vamos, para abrir apetito, con Cáritas Diocesana. Lo cuentan en román paladino, latín lumpen: el ingreso mínimo vital ahora mismo, último de los escudos sociales, la ayuda para náufragos sin techo y en el mar de todos los ahogos, apenas llena al cinco por ciento de la población. Ampliar la cobertura costaría 130 millones, mejoraría su distribución un 80%, pero es el mayor sueño o imposible compartido. Se reía José Maria Figaredo (Vox) de la medida dorada de subir 50 pavos al mes a familias que ganan 14.000 euros al año. El IMV (Ingreso Mínimo Vital) creado en el 2020 para alcanzar las capas más vulnerables de la sociedad es otro ful de Estambul. Desconocimiento, barreras de acceso, burocracias, papelotes y papelajos, impiden su correcta puesta en funcionamiento. Según el IEF (Instituto de Estudios Fiscales) los costes de solicitud son tan elevados que superan las posibles ventajas. Está el gasto en apenas 2,3 millones y se necesitarían 130 millones largos. El locurón. El pasote. La caraba.
Vamos con más mendigos lujosos: los que tienen un techo. 75.000 autónomos han echado el cierre, bajado la persiana, de pequeñas tiendas y comercio de proximidad. Impuestos, cotizaciones, energía, hipotecas y alquileres. El desplome en la fatal caída cumple una década. Avisan ya que pronto, muy pronto, habrá 100.000 tiendas menos: pescaderías, panaderías, fruterías, librerías, pelucherías. Se borra, en muchos casos, algo que fue histórico en este país: el negocio familiar. Las tiendas de toda la vida se van al garete porque los dedos nerviosos compran por el teléfono y no caminan (ni los de las manos, ni los de los pies). Aguantaron, los mejores, hasta poder jubilarse, y los peores no tienen otra que tragar con la realidad. 37 comercios cerraron al día con una pérdida para la Seguridad Social de catorce mil cotizantes. Ni las rebajas consiguen frenan el derrumbe. La cosa empezó con el debate entre tiendas y centros comerciales, para hoy enterrar a las primeras gracias a la compra masiva que llega a casa con una sonrisa en una caja de cartón cuyo logo es también una flecha. La covid hizo subir la demanda electrónica en un cuarenta por ciento. Ciudades sin tiendas serán eriales propensos al crimen, la delincuencia, la injusticia, los robos, la violencia y la falta de seguridad mínima a todos los niveles. Siete mil millones más en costes para las tiendecitas este año pasado. Fin del fin. Amén.
Sigamos con más pobres, superados los que están bajo techo, los que no tienen ningún techo, vamos ahora con los que van y vienen de techo ajeno. Las empleadas del hogar y el campo suman casi 120.000 empleos menos. Los sueldos no permiten tener criadas. Incluso para las empresas, pequeñas pymes, con una subida del cuarenta por ciento en costes, hace que pase la escoba el jefe. A fines del 2023 había 372.118 personas como empleadas hogareñas cotizantes: la cifra más baja en diez años. El campo suma actualmente casi 700.000 ocupados, pero la meteorología no da tregua, la falta de ayudas ahogan, los precios están por los suelos. La economía sumergida recibe a ambos vendiendo bajo manga kiwis como si fueran piedras de hachís, y limpiando por las casas de extranjis, porque estamos caninos. No son mendigos pero son pobres y, sí, el que cruza la línea ya no vuelve. El hilo no requiere la fuerza de unas tijeras para romperse, basta que uno de los extremos tire.
¿Y los curreles, oiga? Los trabajadores no recuperan el poder de compra perdido tras el alza salarial. Precios y salarios son el par de galgos que corren tras la misma liebre: el supuesto, y deseado, estado de bienestar y felicidad. Qué más da que uno de los perros se adelante (el de la bolsa) si el otro corre todavía más (el de la vida). Qué más da que ganemos más, o un poco más, si los precios lo hacen el doble. Tras la jauría dos gatos curiosos se quitan la sarna a lametadas: sindicatos y patronal. Unos por otros, la casa sin barrer, y el jefe no la barre porque ya lo hizo antes con la oficina. Las remuneraciones crecen más en la empresa privada que en la pública. Los contratos estatales suben menos que los autonómicos. ¿Pero no dice usted que somos los que más compramos por el teléfono, oiga? Compramos más online pero gastamos menos (hasta un setenta por ciento menos que franceses, alemanes y británicos). El informe «Ali-Express» dice, incluso, que venden más los influencers que las celebrities (la tele ya no la ve nadie con el movidón digital). Lo más comprado: electrónica, casa, telefonía, juguetes, deporte e iluminación. Somos pobres y solo nos falta la barba para mendigos, porque el mendigo lampiño no se come un colín, ya lo decía a dos carrillos Jardiel Poncela.