El club de los botellines rotos
«Esta polémica hubiera sido otra si Alberto Garzón hubiera escogido mejor a los compañeros de botellín, ahí está todo»
La cerveza madrileña, alta y rubia, gasta tres caras: doble, cañita y botellín. La cañita, si es de baja calidad, no sube, no tiene burbujita, está muerta. El doble calienta rápido, aunque sea mayor cantidad. El botellín es lo inteligente, tercio o quinto, no calienta, tiene burbujas, engolosina y no requiere vaso. A gollete se libran muchas pestes. Pablo Iglesias y Alberto Garzón sellaron su alianzas con botellines: ellos serían la única izquierda, hermanos de leche, siameses frente a todas las dificultades, brothers a tope, uña y carne. Su alianza era un desalojo del resto, para después ser herida y ya hemorragia entera de dolor, bilis negra a gollete, como la birra fría a chorros.
Alberto Garzón llora melones, sandías y melocotones por las redes sociales, dibujando la trituradora de carne que es la política y, algo muy literario, contando por lo menudo el novelón de las llamadas «izquierdas tóxicas». El grito de Iglesias es un incendio, donde aborta la posibilidad de que Garzón pueda comer las lentejas de Pepiño Blanco (con buenos botellines) aludiendo a puertas giratorias y el mismo lobby de todas las lobas y lobos que pisan la nieve congelada de salirse de la política. Ayúdame, Pepiño, que tengo un niño, ayúdame, Pepiño, que yo siempre te di cariño. Ayúdame, Pepiño, que el lío del dentista derriba más de un piño. Ayúdame, Pepiño que, si no como, no jiño. Ayúdame, Pepiño, que sin curro, llego a casa y riño. ¿El único problema? Que Pepiño paga más que Roures, y el otro brama en arameo.
El pacto de los botellines fríos –tan de barrio, tan costumbrista, tan bonito- es hoy el club de los botellines rotos. La Moral, la Moral, la Moral: esa señora, baja y gorda, no alta y rubia como la Mahou, que vale siempre para otros pero no para nosotros mismos. ¿Es moral militar de pleno y hasta las cachas en unas siglas y andar todo el rato con el altavoz de ese partido en un nuevo periodismo de derribo que a nuestro equipo jamás afecta? Las dictaduras políticas, es bien sabido, gastan botellines (muy fríos y baratos en Cuba) pero no tienen prensa sino publicidad. Iglesias quería un Pepiño de los medios pero no lo encontró. Su magnate, con melena de calvo, encima estaba desguazando el imperio, vendiéndolo por trozos, o lonchas, que algunos echan sobre un espejito mágico, por los baños obreros, mientras dejan el botellín junto al grifo.
El exministro de Consumo renuncia a incorporarse a la firma de Pepiño (Acento), presidida por el también exministro Alfonso Alonso (PP) debido a las arengas bar adentro, mar adentro, allí donde el mar no tiene semáforos y vale todo: «No quiero que mi decisión personal perjudique a mis antiguos compañeros». Realmente, los perros viejos, exministros ambos, lo que querían era un puente y café solo con Yolanda Díaz (Súperministra) para sus fines y boites (donde nadie pide botellín). Garzón quedó compuesto y sin novia, en al altar, muy serio mirándose los dos pies, a punto de suicidarse con los cordones. Le contaron el cuento de las «expectativas», que nunca se cumplen, como cuando Umbral decía que las «revistas literarias» no pagan, como su propio nombre indica. Malearon al chico con palabros más baratos que el botellín: ecosistema de izquierdas, expectativas electorales, pasado compartido, lucha compartida, derrotas vividas. Todo lo que valía para Pepiño no afectaba a Roures. Qué risa: dos felinos bebiendo leche del mismo plato (el botellín) pero uno gato y otro tigre.
Pepiño y Alfonso Alonso, ambos en el PPSOE, el de nuestros negocios ambidiestros (el botellín encima del bolo duro), quedaron sin el camino verde que va a la ermita (Garzón con Yolanda). El maltrato tuvo hasta foto fija por parte del afectado, escritura confesional, biografía suelta en harapos: «Pienso que la izquierda tiene que reflexionar sobre cómo trata a los hombres y las mujeres que dedican su tiempo, su energía, y su vida, en resumidas cuentas –lo más preciado que tenemos- a los proyectos colectivos. Lo dije al abandonar la primera línea de la política, y lo pienso más si cabe un día como hoy: si algo he aprendido es que la política es una trituradora de personas». La izquierda, sí, tiene que aprender a compartir los botellines de cerveza. Hay que saber con quién beberlos, y quién los paga, lo más importante.
Pablo Iglesias, ya calmada su sed, al ver el plato del compañero lleno y el vaso también, porque no ha comido y se fue de la mesa, moraliza: «El debate siempre es bienvenido, pero a nadie se le escapa que esta polémica habría sido muy distinta si la izquierda no estuviera atravesada por múltiples batallas internas». Claro, hombre, rey, esta polémica hubiera sido otra si Alberto Garzón hubiera escogido mejor a los compañeros de botellín, ahí está todo. Una lágrima grande y compacta de cervezota negra (Guinness) pone el punto final al concierto de jazz: «Ante esta incomprensión y antes de llegar a un punto en el que pueda hacer daño al espacio político por el que tanto he trabajado, anuncio con este mensaje que he renunciado a incorporarme a Acento tal y como tenía previsto». Alfonso y Pepiño sacan el champán del mueble bar. Frío, grande, francés, caro: para pagar tanta publicidad gratuita tendrían que haber vendido la sede de Acento. Los mejores botellines son mudos: ni tildes, ni comas, ni acentos. Garzón lloriquea sin saber que el sollozo es siempre el lenguaje del condenado. El llanto es la lluvia de los cementerios. Ahora: ni Acento ni Mahou ni hostias.