La clase de matemáticas: el cero. (Parte I)
«Me abandoné a su voz y a sus ojos. Me puse en sus manos. Me entregué a él».
Me tenía Saúl postrada sobre sus rodillas impaciente y pensativa. El traje obsceno que había vestido para él dejaban expuestas las zonas que con más ahínco tratamos de ocultar. Pecho, coño y culo asomaban de la malla que sorteaba esos territorios carnales como círculos indisolubles de agua y aceite. «Bueno perrita, comenzamos la clase», dijo mientras vertía en su mano de ogro verde una cascada de lubricante. Me fue untando el culo con lentitud, intención y en varias pasadas. El tiempo que Saúl se tomaba en la vereda que trazaba para cada uno de sus juegos me elevaba la respiración exponencialmente. Este en concreto apuntaba maneras; en este me latió el corazón fuerte desde que su mano me inclinó sobre sus rodillas, mucho antes de que siquiera me llegara a tocar. Esa forma suya de adorarme el culo, de tratarle como un número entero, como un todo; esa forma suya de
objetivizarme reduciendo todo mi ser a este trozo de carne abultada; esa forma suya de hablarle, de dirigirse a él con el respeto que uno le concede a quien considera un igual, apartándome a mí como sujeto e incluso burlándose y confabulando con este nuevo colega en contra de mí. Todo esto que Saúl hacía con mi culo a espaldas mía en aparente degradación personal no hacía más que elevarme en la montaña de los cuidados. Cuidados retorcidos, como retorcidas eran sus ganas de mí. Como retorcido es mi entendimiento sobre ellas. Maquiavélicas y tortuosas, pero claramente de lujuria amorosa; de la buena.
Me untaba Saúl el culo de lubricante con sumo cuidado. Retiraba con la mano el peso de una de mis nalgas y acariciaba con dedos deslizantes cada milímetro de la piel arrugada de mi ano con una dedicación maternal. Dejó caer dentro uno de sus pulgares; soltó la nalga apartada y apoyó el codo en mi espalda en actitud de espera. «Perrita, vamos a dejarte aquí ensartada un rato.Vamos a empezar a contar desde cero y eso es lo que quiero ver cuando te saque el dedo del culo, un buen cero. Vamos, esfuérzate y deja de apretarme el ya el dedo». No podía gobernarlo, mi culo se contraía involuntariamente ante el placer que
le suponía sentirse ocupado. «No sé si puedo parar de hacer eso Saúl, es que…» . «¡Esfuérzate perra! » , me interrumpió dando una voz y zarandeando el dedo con fuerza. Me dolió. Me excitó. Respiré profundamente y dejé caer todo mi peso en su regazo. Me abandoné a su voz y a sus ojos. Me puse en sus manos. Me entregué a él.
Saúl goza de una autoridad intelectual en el campo de las ciencias matemáticas. Con ella suele distraerme en nuestras cenas, viajes en coche o paseos al atardecer. «Todo es matemática», me suelta en cada monólogo en el que mis oídos terminan por bajar el volumen de su voz y entonces se me aparece como un actor de cine mudo, frunciendo mucho las cejas y gesticulando fuerte con los labios cuando la pasión le inunda las palabras. «Todo es matemática» , me dijo mientras ahondaba con su pulgar entre mis
nalgas, «tu culo también, así que vamos a jugar con él» .
Me explicó, como se le explican a las niñas parvularias, de lo que el juego iba a tratar; y me explicó también, como se le explican a las lerdas que terminan por cambiar el ánimo sacándolo de quicio, cómo se hace para sumar. Yo asentía verbalmente con onomatopeyas ingenuas. Cualquier otra respuesta podría desviar el juego hacia otros menesteres y la curiosidad se me agolpaba en la garganta tanto como las pulsaciones de mi culo rebotaban en su pulgar. Antes de la entrega, me habría mordido los carrillos por no agujerearle la pierna con los dientes. Su tono es realmente irritante y la simpleza de sus frases, realmente ofensiva. Pero después de la entrega, su burla sobre mi ignorancia exagerada me hacía cosquillas en la amígdala central.
«A ver si empezamos bien la primera sesión: el cero» , formuló retirando su dedo y abriendo cada nalga para observarme. «Todo es matemática, Amanda», dijo antes de dar el primer paso.
Continuará…