THE OBJECTIVE
Viento nuevo

La mosca y la vuelta

«Puigdemont piensa que Europa puede salvarle el culo, pero los barrotes de la Barcelona de la que huyó son muy gordos»

La mosca y la vuelta

El expresident de Cataluña Carles Puigdemont.

Puigdemont anda mosqueado, escamado, muy sensible. Pasea, en las noches blancas, por los alrededores de Waterloo, mientras ausculta el temblor de las estrellas y aspira el olor de la luna. Le han dicho que pare ya, que estaban con las elecciones gallegas, que un poco de calma: «Para ya, coño, luego seguimos». Galicia acabó abruptamente y el teléfono sigue comunicando. Al prófugo le reenviaron el mensaje de la certeza pero las moscas, como tiburones, van todas a la bragueta, invierno y verano: «Puigdemont, y también Marta Rovira, están dentro». ¿Dentro de qué? De la ley de amnistía. ¿Y por qué los nervios? Porque le insinuaron que, cuidadito, mucho cuidado con eso de volver en un plis. Cuidado.

A Puigdemont, realmente, no le preocupa tanto García-Castellón, ni el intercambio de papeles con la justicia sueca, ni los fiscales del Supremo, cuanto Joaquín Aguirre y la Operación Volhov. Castellón habla, aunque sea en diferido o plasma, pero Aguirre calla y mastica. Puigdemont piensa que Europa, antes o después, puede salvarle el culo, pero los barrotes de la misma Barcelona de la que huyó son muy gordos, muy altos, muy duros. La Audiencia Nacional profundiza, García-Castellón mediante, en la causa del Tsunami Democrátic, donde casi todos los fiscales del Supremo ratifican lo más obvio: lanzar extintores es igual que disparar balas e incluso de pueden dejar a uno más baldado si te dan de pleno;  hubo un amo del cortijo y del cotarro que lo dirigió todo desde un bar con el plano delante de todas las servilletas arrugadas; hubo privación de libertad a civiles, terceros y gente que pasaba por allí a comprar el pan o un paquete de condones. Ni la Audiencia Nacional ni el Supremo, nuestros dos altos tribunales, dudan del trigo molido, de la canela fina, del oro bruñido al sol que todos estos pájaros llevaron a término en completa impunidad de repúblicas imaginarias, banderas amarillas baratas y soflamas de sueños etílicos. El problema, iridiscente y parpadeante, es don Joaquín Aguirre. 

Puigdemont, en cualquier caso, sabe bien mientras pasea su puro a la hora tranquila de los orujos verdes, que ambos casos no están contemplados en la ley de amnistía, en el trato pactado, y que puede pringar o caer por cualquier de ambos. La obsesión de García-Castellón porque el argumentario entre en el artículo 2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos es el quid de la cuestión. Otros juristas (todos sevillanos) le dicen que tranquilidad, podrá ser investigado pero no condenado, aquí paz y después gloria, la ley pactada cubre a todos los que estuvieron involucrados en el proceso independentista, nadie queda fuera. Puigdemont piensa, sí, que en el pulso por Europa, Suiza tirará por él, pero en cualquier caso puede volver, o mejor que no lo haga, porque una cosa es el BOE y otra la lechera que te recoge en la calle y te lleva a ver a un señor togado y con un martillo de madera mientras tú explicas, fútilmente, que no has pedido nada por Glovo. En ese «no vuelvas rápido», «no vuelvas al día siguiente», «no vuelvas ipso facto ni a escape», sabe Puigdemont que hay gato encerrado y mosca.

Pregunta por Aguirre, pero nadie contesta, porque la Operación Volhov camina por otra trocha, y tendría bemoles la cosa que, un tribunal en apariencia menor o con menos competencias, acabara llevándose el gato al agua. Puigdemont, que quiere pasear palmito por el Gótico, porque ya son muchos días sin tomarse unas cañitas por su ciudad y eso duele, insinúa, dibuja, plantea llegar de improviso, venir de tapadillo, y buscar una pensión rumorosa de ronquidos y gargajos, o algo así, en plan jipi, pero con foto, porque esa foto ya sería la del triunfo soberbio. «Ni se te ocurra», aconsejan las voces que mejor riegan los oídos en estos casos, muchas veces repletas de faltas de ortografía. El zarpazo en la calle, el enchironamiento express, no tiene vuelta, justo al revés que Waterloo mismo. Puigdemont está en un lío, en un brete, habla en sus idiomas europeos, en sus dialectos de whisky Jameson como Joan de Sagarra en la palestra de La Vanguardia y en el bar Oller, donde alguien muy sabio le dijo la frase toda que Miguel Sánchez Ostiz puso al frente de La flecha del miedo: «Ahora sé que regresar es irse».

La mosca, grande como una castaña, revolotea y pica. Indulto y perdón sin vuelta, curiosa ecuación. Un papelito lo convalida todo menos el billete en tren desde Waterloo a Gracia. Un camarero muy listo le recitó un haikú inolvidable al dejarle propina: «No olvide usted, mosén, que los procesos judiciales abiertos siguen siendo objeto de investigación judicial y su futuro está en el aire». El silencio de Aguirre puede ser un atisbo de sonrisa, igual de muda, hacia dentro. La calma de Joaquín Aguirre no tiene nada que ver con las prisas de García-Castellón. Puigdemont está mosca, muy mosca y sabe aquello que dejó escrito Goethe mientras pensaba si ir o no de putas aquella noche calurosa e invernal: «Es más difícil retenerse que dejarse llevar». Desde Waterloo sabe lo ocupado que andaba el personal en la hoguera gallega, entre meigas y queimadas, tabernas y chiscones. Bien. Eso ya pasó. Ahora siguen sin hacerle caso y esa mosca, la acostumbrada, susurra cómo la vuelta es la trampa. La vuelta es el cepo y el cerrojo. La peor geografía es la derrota. Demasiados fantasmas. Menos mal que el Parlament (Junts mediante) declara ya la Independencia, por medio del voto y la sorpresa.

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