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Viento nuevo

Macron: el gatillazo

«El calentón de Macron acabó en retirada honrosa, un tanto tímida, algo guasona, esa risa nerviosa con algo de pena»

Macron: el gatillazo

El presidente de Francia, Emmanuel Macron. | Europa Press

El lunes fue el día de la idea. Emmanuel Macron, Manolito Macron, recién bañado en nenuco, perfumadote y recién peinado, con su camisa blanca y su canesú, siempre la corbata negra en luto por el tomate gabacho, tuvo una erección del pensamiento, una ocurrencia, los ojos vivos y algo chispos a primera hora del día: ¡Mandemos soldados europeos a Ucrania! ¡Todos a la guerra! Pasaron tres días como tres bofetadas por el rostro seco, y nadie contestó al mensaje en la botella. 

Manolito Macron creía en un Occidente limpio, con su olor a sánex y peluquero de sobacos, capaz de eso mismo, enviar tropas a Ucrania para luchar contra un genocida. Dmitri Peskov, vía OTAN, le contestó lúcido de vodka, blanco de chupito, coloradote desde el sillón de ruedas: aquí te espero, Manolito, aquí estamos con los misiles sonrientes, ven cuando quieras, llama o dime para enviarte munición que nos sobre de Zelenski. Macron, muy leído y muy rojo de cabernet, a media mañana ventilaba su indignación por la esquinas del círculo ministerial: resulta intolerable que EEUU, la UE al completo y la OTAN ayuden financiera y militarmente a Kiev. ¡Intolerableeeee! 

Úrsula, de cuya fiesta con Tusk en Varsovia dimos cuenta aquí días atrás, se tiraba de los pelos recién estirados con la plancha del avión. Esto no se dice, Manolito, esto no se cuenta, la UE funciona debajo de la mesa y por encima, coño. Solo Macron tuvo los arrestos de iluminar el tongo: dos años lleva la UE pagando a Putin y jamás prometieron ayuda a las víctimas. De traca. 

Emmanuel/Manolito hizo sus declaraciones un lunes de reuniones, que también allí es el día del camarero y libran muchos, con veinte jefes de estado cerca, con veinte gobiernos occidentales allí mismo, y la sorpresa es que, ni mucho menos, todos negaron la mayor. Basta ya de ver las guerras por televisión con los brazos cruzados. Basta ya de genocidas y asesinos impunes. Basta ya del negocio mismo de la guerra, donde los que no participan sacan su tajada a la plancha con finas hierbas, mientras venden y cobran armas. Ursula, derrapando con los tacones por las alfombras galas, que muchas son marroquíes como los tomates, supo coger el teléfono a tiempo: no hay consenso, no hay consenso, aunque en términos de dinámica no se puede descartar nada.

Robert Fico, el populista, fue el único que asintió, ningún problema, mientras los acuerdos sean bilaterales y firmados. Miró con ojos lentos y grandes a Manolito Macron, y en esos ojos interrogadores y quietos ya había una pregunta, qué países sí y qué países no. Macron, entonces, intuimos, pidió salir a fumar y a escuchar un poco a Carla Bruni en el iPad, que siempre viene bien pensar en los anteriores, esos reyes republicanos que fornicaban a brincos, mientras iban y venían en su vespino por las calles aromadas de la alta moda y los edificios nobles (Sarkozy). Cualquiera se moja, cualquiera. Lo mejor es cerrar la boca. Cualquiera se desbrava, aquí y por las buenas, para que luego vengan los dardos desde la oscuridad, los disparos ocultos, los azumbres de hostias al por mayor y por menor. Ahí fue donde vistió la idea excelente de mero calentón. Esa marcha atrás no la esperaba nadie, ni el Fico. 

A partir de aquí todos negaron la posibilidad de que se enviaran tropas europeas a la contienda. La voz gruesa, cantante y gorda la llevaba Olaf Scholz, muy con el eco de Úrsula en el caracolillo, con mucho «vanderlayen» en el retrovisor. Aludió al consenso, al gran consenso entre todos los aliados, y que aquí nadie va por libre. Da igual que ese consenso, por supuesto, sea otra forma de hipocresía, darse la mano unos con otros sin que ninguna quede colgando, piense cada cual lo que quiera del contrario, faltaría más. Fue entonces, horas más tardes, nuevos días y amaneceres con otros efluvios y caldos, cuando nuestro amigo Donald Tusk, que está recién cobrado, según contamos (un poco, sí, como cuando César González-Ruano decía el Teide, al acabar la jornada: «Ya estoy escrito»), apretó el botón y al Macron. La embestida fue que no se podía andar así por la vida, que un político jamás de los jamases podía especular así públicamente y, por favor, que no volviera a decir en voz alta lo primero que se le pasaba por la cabeza. Listo el Tusk, que juega a derecha para que Úrsula pague, después en casa juega a izquierda a tope y que siga la bola. El ministro de Austria, Schallenberg, también saltó en este momento, y vino a explicar al rebaño que toda guerra acaba siempre en burocracia, con papeles y no soldados, para aplauso general. 

El calentón de Macron acabó en retirada honrosa, un tanto tímida, algo guasona, esa risa nerviosa con algo de pena y de un extremo a otro de la boca como la mejor cremallera. El jefazo de la OTAN, Jens Stoltenberg, dijo que el apoyo a Ucrania era colosal, así llevaban dos años a ful pero que nada de tropas sobre el terreno. Desde Kiev siguió Peskov con lo mismo: ningún problema, amigos, los de la Alianza Atlántica tenéis que valorar si queréis plaza en este baile, porque tenemos gominolas y churros para todos. Macron, tras el gatillazo, ese calentón frustrado, esa retirada obligada, vive desatado. Bruni no le cura el mar encrespado que lleva dentro. Aquí todo el mundo va de farol pero, mediáticamente, públicamente, pierde él, cuando sus cartas son mejores que las de muchos. Frente al gatillazo lo mejor es no seguir, dejarlo, y es lo que más le jode.   

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