Bendecidos por Camarón (primera parte)
«Solo quiero poder tomarme una cerveza contigo. Si te aburres… fin de la historia. Déjame conocerte, por favor»
Se le entrecruzaban las piernas a Amanda al andar. Eran equis más que eses lo que su deambular borracho trazaba sobre la acera, al compás de la risas incontenible de su amiga. El ingenio de Amanda se duplicaba con unas copas de más y el mejor aplauso siempre era las lágrimas de carcajada limpia de cualquiera de sus más allegadas. «Hola, disculpa que te asalte de este modo, necesito conocerte», le dijeron. Lo había visto cruzar desde el otro lado de la calle. Lo había visto mirarla fijamente buscándole los ojos y observó cómo se plantaba delante de ella antes de hablar. Amanda se rió, buscó la mirada de su amiga que llevaba rato queriendo irse a casa. Ésta, subiendo los hombros y girando las manos como el que se pregunta si está lloviendo, la animó con una sonrisa que le unía las dos orejas.
«Esos son mis amigos», los señaló. Un grupo de chicos y chicas esperaban en la esquina liándose cigarros. «Vamos, Saúl» , le increparon y movieron las manos como moviendo el aire que aviva un fuego. Les devolvió un gesto exótico de una indisimulable nacionalidad. « ¿Italiano?» , creyó adivinar Amanda y por primera vez, lo miró con curiosidad. No era su tipo, lo tenía claro desde que le clavó la vista al otro lado de la acera, pero el tono de su voz, sus ademanes, la mirada fija sobre su rostro, la propuesta directa y sin fisuras despertó su sed de aventura. «Solo quiero poder tomarme una cerveza contigo. Si te aburres… fin de la historia. Déjame conocerte, por favor. Al doblar la esquina te he visto y no puedo dejar de mirar tu cara de Blancanieves», le ofreció Saúl sin que le temblara la voz aunque un poco las rodillas. «Y ¿por qué no?», pensó para sí primero Amanda. «Y por qué no», dijo después en voz alta, asintiendo con la cabeza mientras se despedía de su amiga agitando la mano como una niña en un vagón de tren. Ni el rostro ni la envergadura de Saúl la tentaba a cruzar con él ni media palabra, sin embargo un «no sé qué» y un «qué se yo» , alimentado con litros de alcohol hicieron el resto.
En la zona de bares, sólo uno quedaba abierto a estas horas de la madrugada. No cabía un alfiler y entre codazos, mandíbulas torcidas y ropa sudada se abrieron paso. Amanda se creyó incapaz de engullirse la cerveza que acababan de pedir, aunque en la espera, un chupito apareció entre el jolgorio de desconocidos y se lo zampó brindando con la pasión española que a esa hora no era extraña de habitar. Saúl se reía al verla brindar con otros aún más desconocidos que él y la imagen del rostro de Amanda, ese que se le pareció el de Blancanieves, se llenó un poco de esa otra, una que parecía divertida.
El volumen de la música superaba lo legal. El alboroto excedía los límites de lo incómodo y dificultaba el entendimiento de sus palabras. Tenían que hablarse muy cerca. Ninguno recuerda nada del qué pero ambos dirían que una media sonrisa, esa que portan los que flirtean, era suficiente para quedarse. Risas fáciles que alimentaron una igual de fácil excitación en el cuerpo de los dos.
El primer contacto entre ellos lo provocó el tropiezo de uno de los más borrachos sobre Amanda. Saúl desenfundó su brazo mediterráneo y la rodeó de la cintura para apartarla justo a tiempo. Amanda sintió cada milímetro del recorrido que la mano de Saúl trazó por su espalda. Desde el costado más próximo a él hacia el más lejano; pasó por la altura de la cintura, acariciando hasta la lumbar y aferrándola fuerte cuando llegó al otro lado. Entonces, tiró de ella e increpó al borrachó con un «¡cuidado, hombre!» tan rudo que a Amanda se le erectó el vello, toda la nuca, la piel. De inmediato, Amanda le agarró de la solapa de la camisa mirándole fijamente a los ojos y le dijo animada, segura y excitada «Larguémonos de aquí. Llévame a tu casa». Una conocida canción de Camarón comenzó a sonar justo cuando ella tiraba de la mano de Saúl al empujar la puerta. Salió altanera y hambrienta, como un orgulloso pavo real; como una flamenca de flor caída y moño deshecho; como si el final y el principio se dieran la mano; como si de una bulería por bailar se tratara; como si es mismísimo Camarón les dijera al oído «mú bien, chavales, a disfrutar de vuestros cuerpos, de vuestras ganas, iros ya, iros ya a follar» .