Vini, yo sí te creo (y a ti, Junqueras)
«Ya lo dijo Nietzsche, ‘no me molesta que me hayas mentido, me molesta que a partir de ahora ya no pueda creerte’»
Vísperas del «partido contra el racismo» en el Bernabéu. El Madrid cede sus instalaciones y España y Brasil, las respectivas federaciones en ambos casos, sus selecciones. El personaje central del encuentro amistoso y reivindicativo es Vinícius José Paixão de Oliveira Júnior, Vini Jr., que cumplirá 24 años el 12 de julio. Es un pelotero sensacional, con más demonios que regates, un chaval endiablado. No un niño, un chaval. En cada una de sus múltiples peleas en cualquier campo de cualquier ciudad de Dios, ofrece dos caras indivisibles: la del futbolista extraordinario, genial, divertido, peligroso, filigranero y goleador, y la del tipo arrogante, macarrilla, que jamás se muerde la lengua ni con la tarjeta amarilla en las narices, que no se calla ni debajo del agua, que convierte cada jugada que no le favorece en un drama y a veces en un sainete, porque es más histriónico que Jim Carrey. Por todo ello le quieren y le odian, con mínimas paradas intermedias: «Eres el mejor», «dame tu camiseta», «ánimo, Vini»… «Mono», «negro», «tonto», «HDP»… Le gritan.
Con esos antecedentes comparece en la sala de prensa donde Guardiola y Mourinho, mucho antes Di Stéfano o Boskov, dejaron frases antológicas. Coge el hilo en defensa de los derechos del hombre, de sus derechos de chaval, y expone lo que todos sabemos: «España no es un país racista; pero en los campos de fútbol hay racistas». Prosigue: «Cada día me siento más triste y tengo menos voluntad de jugar…». «No lucho contra la afición de España, lucho contra el racismo en el mundo». Recuerda los insultos, a su familia, y se desmorona: «Yo sólo quiero jugar». Menos de un minuto le dura el soponcio, espontáneo, sincero. Pide disculpas por las lágrimas que no puede contener. No es un cuento. Yo sí te creo, Vini. No interpretas cuando driblas, centras o disparas, ni cuando te enfrentas al público o empujas a Mingueza por agarrarte de la camiseta para no sacudirte una patada por la espalda. Eres auténtico. Te metes en la escena teatral cuando simulas una entrada criminal, haces la croqueta y, dedo acusador, te incorporas señalando al adversario, al árbitro y al graderío. Eres casi un niño, pero, recuerda, la educación, que es el ejemplo bueno, no está reñida con la edad. Juega y calla, Vini, como el blanco, el amarillo o el negro, aunque seas especial.
No fueron lágrimas de cocodrilo sino la expresión del hartazgo liberado. Vini Jr. no miente, tampoco el apóstol Oriol Junqueras –el mesías vive en Waterloo– cuando exhibe esa prepotencia que le proporcionan un puñado de votos, no tantos, pero suficientes para lo suyo, que no es ni la millonésima parte de lo del revoltoso Vinicius: «El objetivo ahora es el referéndum –convencido de que la amnistía está en el bote–, y si hay que volver a la cárcel, volveremos». El del maletero no ha mentado a la bicha por si acaso. La Marta Rovira afirma que llevan meses negociando «el referéndum» con el PSOE, que en lugar de callar replica: «No es cierto». Idéntico camino que el de los perdones impensables y firmados. Cuando metes un dedo en harina política ignoras hasta dónde saldrás rebozado. Podríamos acogernos a la verdad de Vini dentro y fuera del campo, porque es como es –el derrape está en su naturaleza–. O escandalizarnos con las verdades de los independentistas y el trágala de quienes parece que gobiernan. O seguir al pie de la letra los consejos de Alexander Solzhenitsyn frente a los totalitaretes: «Cuando el hombre vuelve la espalda a la mentira, esta deja inmediatamente de existir». Y aún más: «Si no nos atrevemos a decir lo que pensamos, que al menos no digamos lo que no pensamos». El remate final, como el de Vini cuando después de sentar a tres defensas duerme al portero con el balón en la red: «Sabemos que nos mienten. Saben que nos mienten. Saben que sabemos que nos mienten. Sabemos que saben que sabemos que nos mienten. Y sin embargo, siguen mintiendo». Cada quién es libre de perseguir la felicidad de «vivir sin mentir» o, puestos a tragar, acercarse a la taberna Garibaldi, comerse unas enchiladas Viva Zapata y rematar con un Fidel Mojito. O, sencillamente, beberse una caña para pasar el trago allí donde al entrar Solzhenitsyn blandirían el derecho de admisión, para de inmediato enviarlo de vuelta a un campo de concentración por consejo de Juan Benet.
El consuelo de la mayoría silenciosa promueve el oxímoron de levantar la voz, insultar y protestar cuando Vini juega en el otro equipo, o Morata en el tuyo, al cobijo de la multitud, mientras espera que el paraíso de los espabilados desemboque en algo parecido a la Justicia o a los dominios del VAR, que de cuando en cuando acierta. Ya lo dijo Nietzsche, «no me molesta que me hayas mentido, me molesta que a partir de ahora ya no pueda creerte».