¿Fiebre del oro? No, a los españoles no (solo) les movió la codicia en América
Para los historiadores anglosajones, sólo los colonos propios contaron con el derecho divino de conquistar
En un artículo publicado por la prestigiosa Smithsonian Magazine, la periodista Sarah Kuta informa sobre el descubrimiento de unos cañones de pequeño calibre que han sido desenterrados recientemente en el estado de Arizona y que los arqueólogos atribuyen a un combate entre las tropas del adelantado Francisco Vázquez de Coronado y la tribu indígena del sudoeste conocida como Sobaipuri O’odham, con la siguiente presentación:
«Capitaneados por Francisco Vázquez de Coronado, los conquistadores estaban explorando lo que hoy se conoce como el sudoeste americano confiando encontrar allí riquezas y oro»
Esos términos constituyen dos aspectos comunes en la descripción de la exploración y colonización de España, en este caso la primera entrada que se produjo en lo que hoy es el estado de Nuevo México desde lo que entonces era el virreinato de Nueva España. Me parece inadecuado el término «conquistador» y mucho más la suposición, no suficiente demostrada, de que el motivo principal de la expedición de Coronado fuera el encontrar oro.
He intentado escarbar en la trayectoria de Sarah Kuta para poder comprobar si el utilizar esos términos corresponde a un conocimiento profundo de la autora sobre la historia del Sudoeste, pero sólo he encontrado referencias a sus artículos como especialista en viajes, moda, comida y bebida. En un artículo publicado posteriormente en la misma revista, Sara Kuta ofrece a sus lectores información sobre la longevidad de las ballenas. Lo cierto es que la expresión en inglés «lust for gold» aparece con mucha frecuencia, refiriéndose a la principal motivación de la colonización española en toda América no sólo en comentarios periodísticos, como es este caso, sino en libros de prestigiosos historiadores anglosajones.
El término en inglés, que he traducido como «fiebre del oro» tiene connotaciones especialmente insultantes, puesto que en la mayor parte de los diccionarios la primera acepción de «lust» es la de «lujuria» o «lascivia»; y solo como segundo significado aparece la «codicia» o «avidez». Por lo que podría deducirse que los españoles sufrían lo que puede considerarse como una pasión casi enfermiza por el oro.
En el mismo artículo de Sarah Kuta se cita a otro autor, Sharonah Frederick, a quien se supone especialista en estudios hispánicos, que expresa: «El descubrimiento de esas armas en Arizona demuestra que la conquista de España (…) era precisamente lo que define el término, porque la violencia aparecía en primer lugar y el descubrimiento como segundo».
Esta interpretación no coincide con lo que escribió Herbert E. Bolton –fundador de la historia de la frontera española–, en su ya clásico Coronado, señor de pueblos y planicies: «Coronado y sus hombres fueron los primeros europeos que vieron y describieron con información de primera mano a los indios Pueblos de Zuñi, a los Hopis, llegaron al río Colorado, al Gran Cañón, al río Gila (….) haciendo conocer al mundo muchos de los lugares recorridos en la actualidad por miles de viajeros en la región que hoy en día se conoce como el Lejano Sudoeste».
Aunque aquella expedición de Vázquez Coronado –en busca de las fabulosas «Siete Ciudades de Cíbola»– se saldó con un rotundo fracaso, y el primer adelantado español en Nuevo México volvió a Nueva Galicia sin haber encontrado aquellas míticas ciudades, y con su fortuna y físico quebrantado, como el otro famoso hidalgo manchego. Pero su gesta inspiró la imaginación y la ambición de otros exploradores que, como Juan de Oñate, unos años más tarde, consiguieron establecerse y poblar la cuenca media del Río Grande, fundando la actual ciudad de Santa Fe.
Obviamente, la llamada del más allá, el sentido iniciático de la frontera sirvió de acicate tanto a los primeros exploradores españoles que ascendieron por el valle del Río Grande ya a mediados del siglo XVI como a los pioneros yanquis del XIX que cruzaron el Mississippi en su riada incontenible hacia el lejano Oeste.
Ese último sistema de colonización por parte de los pioneros anglosajones propiciaría la tesis del historiador Frederick Jackson Turner que consideraba que la experiencia de la frontera explicaba gran parte de las diferencias sociológicas y políticas entre Europa y el Nuevo Mundo:
«La existencia de una superficie de tierras libres y abiertas a la conquista, de su retroceso continuo y el avance de los colonos hacia el Oeste explican el desarrollo de la nación norteamericana», por lo que deducía que las condiciones de vida en la frontera contribuyeron a plasmar características intelectuales especiales en la sociedad norteamericana.
Otros historiadores, como la profesora Patricia Limerick (Universidad de Boulder, Colorado) critica la perspectiva en que la frontera de la civilización se movería, según Turner, sólo en sentido este-oeste, siguiendo el movimiento de la migración física y mental de los hombres blancos de lengua inglesa, encontrando un «un paisaje natural idílico donde los indios aparecían más como símbolos que como seres humanos de tres dimensiones».
Limerick reacciona ante los estereotipos del hombre de la montaña y el «cow-boy» difundidos por la poderosa industria del cine y reclama que esa visión unidimensional y unidireccional este-oeste sea sustituida por el reconocimiento de otras corrientes de exploración e inmigración igualmente importantes: de Sur a Norte desde México y del Oeste al Este desde la cuenca del Pacífico.
Me parece oportuno destacar que cuando se produjo la conquista por parte de la nación estadounidense la zona del sudoeste de los EEUU también estaba poblada por los descendientes de los colonizadores españoles que habían llegado después que Coronado, algunos de los cuales llevaban allí viviendo más de diez generaciones. Pero, a mediados de los 1880, la idea del «Destino Manifiesto» pretendía justificar el fenómeno de expansión del nuevo país, basado supuestamente en orígenes divinos, que apenas sí disimulaba los métodos brutales que se utilizaron para desalojar tanto a los indígenas como a los ciudadanos de origen hispano.
El historiador Henry Adams, nieto del presidente John Quincy Adams –por lo tanto, poco sospechoso de sentimientos antiamericanos–, indicaba:
«Para el habitante de Tennessee tan natural como el odio al indio y el desprecio por los derechos del gobierno español no difería del que sentía por una tribu india. Si se trataba de indios y españoles la idea de la ley que el colonizador del oeste tenía era sumamente elástica: su único propósito era arrojar ambas razas del país y apoderarse de sus tierras».
Desafortunadamente, debido al sistema de «doble rasero» frecuentemente utilizado por la historiografía anglosajona según cuentan la historia propia o la ajena, mientras que los exploradores españoles como Vázquez Coronado son tachados de conquistadores tan sólo motivados por la codicia de riquezas y la fiebre del oro, los pioneros que invadieron el Oeste partiendo de los estados del este han sido exonerados de toda culpa o aviesa ambición.
Tal como ocurre en los volúmenes publicados en 1889 por Theodore Roosevelt sobre La Conquista del Oeste; o en la interpretación de Turner sobre la frontera, que hubiera contribuido a plasmar características especiales en la sociedad norteamericana, como la inventiva, el pragmatismo, el optimismo e individualismo, que a su vez habrían generado unos comportamientos económicos y sociales y una reafirmación de los valores democráticos.
Es preciso bucear mucho en las librerías y bibliotecas de los Estados Unidos para encontrar testimonios de la violencia practicada contra los indígenas de Nueva Inglaterra por colonos de religión puritana –teóricamente pacíficos–; como lo que cuenta el capitán John Mason, autor del genocidio de cientos de indígenas de la tribu Pequot, conocida como La Masacre de Mystic en estos términos:
«Fue así como el Señor tuvo a bien destruir a nuestros Enemigos en su retaguardia, y ofrecernos su tierra como herencia» (Breve Historia de la Guerra Pequot, 1736).