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Opinión

Un Papa para la eternidad

No fue infalible en todo. Pero fue fiel. Fiel a la humanidad, fiel a su conciencia, fiel a su tiempo. Y eso ya es muchísimo

Un Papa para la eternidad

Francisco en una foto de archivo. | Europa Press

Ha muerto el papa Francisco. Y con él se despide una de las voces morales más lúcidas, serenas y urgentes de nuestro tiempo. Su figura ha trascendido largamente las fronteras de la Iglesia católica. Ha sido mucho más que un pontífice: ha sido una conciencia universal. Como argentino, como jesuita, como ciudadano del mundo, Jorge Mario Bergoglio ha encarnado un humanismo profundo y consecuente, comprometido con los últimos, incómodo para los poderosos, generoso con los excluidos. En un tiempo de ruido, prisa e indiferencia, su palabra fue un susurro firme: una voz que no se impuso por fuerza, sino por verdad.

Desde su elección en marzo de 2013, eligió el nombre de Francisco. No fue un gesto ornamental. Fue una declaración de principios. Como el santo de Asís, abrazó a la pobreza, a la naturaleza, a los marginados. Pero lo hizo con inteligencia institucional, con pedagogía política, con la mirada de quien conoce las complejidades del mundo sin renunciar a lo esencial. «Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, que una Iglesia enferma por encerrarse», dijo al inicio de su pontificado. No hablaba solo de una institución eclesial: hablaba de todos nosotros, de las sociedades europeas encerradas en sus miedos, de las democracias que han olvidado su alma.

Francisco viajó a Lampedusa en su primer viaje como Papa. No fue casual. Allí denunció la «globalización de la indiferencia», el naufragio no solo de cuerpos, sino de conciencias. Miró a los migrantes no como cifras, sino como rostros, hijos de Dios, hermanos. Mientras los líderes europeos debatían cuotas y vallas, él arrojó una pregunta que aún resuena: «¿Quién ha llorado por estos hermanos y hermanas que viajaban?». Fue un aldabonazo ético. Y lo hizo sin alzar la voz, sin aspavientos, con la ternura exigente de quien sabe que la dignidad humana no es negociable.

Su defensa del derecho internacional humanitario no fue retórica. En un mundo en guerra, plagado de conflictos olvidados, Francisco recordó que ninguna causa justifica la crueldad. Denunció la fabricación de armas, el negocio de la muerte, el cinismo geopolítico. Alzó la voz por Ucrania, por Gaza, por el Sahel, por los cristianos perseguidos, por las víctimas de todas las religiones. Y lo hizo sin dobleces, sin alinearse ciegamente con nadie. Fue imparcial, porque fue profundamente parcial a favor del ser humano.

Su magisterio no rehuyó los temas complejos. Habló de economía con palabras claras: «Esta economía mata». Denunció el descarte de los ancianos, el abandono de los jóvenes, la idolatría del mercado, la lógica del beneficio que sacrifica vidas. Habló de medio ambiente antes de que fuera tendencia. Su encíclica Laudato si’ es uno de los documentos más lúcidos del siglo XXI: no es solo una carta papal, es una brújula para el planeta. Nos recordó que el ser humano no es dueño de la creación, sino custodio. Que el grito de la tierra es el grito de los pobres.

Fue un Papa incómodo también dentro de su propia casa. Promovió reformas estructurales en la Curia, impulsó la lucha contra los abusos, abrió el debate sobre el papel de las mujeres, el celibato, la pastoral con personas homosexuales. Pronunció una frase que cambió el tono de la Iglesia contemporánea: «¿Quién soy yo para juzgar?» No fue relativismo. Fue Evangelio. Fue fidelidad radical al mensaje de Jesús. Francisco entendió que el juicio no transforma, pero la acogida sí. Que el mundo no necesita dogmas lanzados como piedras, sino manos tendidas.

No era un ingenuo. Sabía que su voz molestaba a muchos. Fue atacado por sectores ultraconservadores, caricaturizado por populistas, incomprendido por tecnócratas. Pero no cedió. No buscó agradar, sino despertar. En sus últimos años, su figura se volvió casi profética. Cansado físicamente, pero firme espiritualmente, siguió hablando con libertad. Siguió señalando lo esencial: la fraternidad, la justicia, el amor. Su última gran encíclica, Fratelli tutti, fue su testamento moral. Un llamado a reconstruir la política desde la amistad social, a repensar el mundo desde la empatía.

La muerte de Francisco no es solo la pérdida de un Papa. Es el silencio de una voz que nos llamaba por nuestro nombre. Que nos instaba a mirar al otro como un «tú» y no como un «eso». Que nos recordaba que sin ética no hay futuro. En este momento, mientras algunos celebran su ausencia con discreto alivio y otros lamentan sinceramente su partida, conviene detenerse, apagar el ruido, y escuchar lo que su vida nos deja: el deber de cuidar, el deber de pensar, el deber de actuar con compasión.

Decía Henri Dunant, el fundador de la Cruz Roja y precursor del Derecho Internacional Humanitario, que «los grandes males se vencen con grandes ideas». Francisco fue una gran idea encarnada. No era perfecto. No fue infalible en todo. Pero fue fiel. Fiel a la humanidad, fiel a su conciencia, fiel a su tiempo. Y eso ya es muchísimo.

Europa, atrapada entre la desorientación y el miedo, haría bien en recuperar su voz. No para canonizarlo, sino para escucharle de nuevo. Porque si algo hizo Francisco, fue recordarnos que un mundo mejor no se construye con algoritmos ni con muros, sino con humanidad. Y hoy, más que nunca, la humanidad necesita una conciencia. Él la tuvo y nos deja su huella, para la Eternidad.

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