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Opinión

Del vuelo corto al piso turístico: el Estado niñera que decide por ti… y se equivoca

El fracaso del intervencionismo paternalista

Del vuelo corto al piso turístico: el Estado niñera que decide por ti… y se equivoca

Ilustración de Alejandra Svriz.

La Ley de Movilidad Sostenible contempla prohibir los vuelos cortos para impulsar el tren como medio de transporte. Aunque la ley fija una serie de requisitos para eliminar las rutas aéreas que actualmente no cumple ninguna, la medida es un claro ejemplo de la voluntad del Gobierno de imponer conductas a base de intervenir y prohibir.

Llama la atención la inutilidad de esta medida, exigida por Sumar para apoyar la última investidura de Pedro Sánchez, no solo porque no afecta a ningún vuelo, sino porque los viajeros ya han demostrado su preferencia por el tren en rutas de hasta cuatro horas, como con la llegada del AVE a Asturias y Galicia. Así, el tren copa el 85% de la cuota de mercado en los grandes corredores de alta velocidad donde compite con el avión.

Eso sí, mantener la preferencia por el tren frente al avión o el coche privado requiere prestar un servicio competitivo y de calidad (precio, puntualidad, frecuencia…). Es decir, implica convencer a los usuarios y eso, aunque funciona mejor a largo plazo, es más difícil que prohibir.

En los últimos años, el Gobierno se ha abonado con notable entusiasmo a la estrategia de prohibir para tratar de conseguir sus objetivos, marca de la casa partidos como Podemos, Sumar o los Comuns. Una especie de paternalismo mal entendido por el cual limitan la libertad individual e imponen un determinado criterio en nombre del bienestar y la protección de los ciudadanos, asumiendo que estos no son capaces de tomar buenas decisiones.

Aunque este principio está socialmente aceptado en determinados contextos, como la seguridad vial, la salud o actividades que generan adicción; no es una receta que se deba aplicar a todo como dogma de fe.

Por ejemplo, el ya extinto Ministerio de Consumo trabajó para limitar el consumo de carne y de azúcar, alegando que no son buenos para el medioambiente o la salud, respectivamente. La campaña contra la carne fracasó, pero la del azúcar culminó con un nuevo impuesto a las bebidas azucaradas. Así, si los ciudadanos no saben elegir bien, al menos que paguen más por sus decisiones, beneficiando de paso a las arcas públicas.

Por su parte, prohibir que suban los alquileres y se expulse a los inquilinos que no pagan o a los okupas, escudados en el loable objetivo de garantizar el acceso a una vivienda digna, solo está contribuyendo a dificultar aún más el acceso a esta, que ya es una de las tres principales preocupaciones del 40% de los españoles y cuyo precio ha experimentado un alza récord en el tercer trimestre de 2025 (+12%), superando los máximos de la burbuja inmobiliaria de 2008.

Así, la aplicación de la Ley de Vivienda en sitios como Cataluña se ha traducido en un estrangulamiento del mercado, con miles de viviendas retirándose del mercado estable o pasando al alquiler de temporada o de compraventa.

Es decir, la intervención, revestida de buenas intenciones, ha tenido un resultado nefasto, tal y como advirtieron en su momento economistas y expertos de sector que trasladaron la necesidad movilizar suelo, construir más y premiar la contención de precios. Es decir, incentivar en vez de castigar o restringir.

En esta línea, prohibir a los pequeños propietarios destinar sus pisos al alquiler turístico para que los deriven al alquiler tradicional, tampoco está funcionando. Y es que, como ya se ha señalado, muchos propietarios optan por retirar sus viviendas del mercado. En lugar de prohibir usos alternativos, los poderes públicos deberían incentivar fiscalmente el alquiler de larga duración, facilitar la construcción de nueva vivienda y mejorar la seguridad jurídica.

Las Administraciones también llevan años tratando de promover el uso del transporte público mediante restricciones progresivas al vehículo privado. Así, como ocurre en Londres o París, se tiende a convertir el coche en un privilegio reservado a quienes puedan permitirse vehículos eléctricos de última generación, asumir elevados impuestos y pagar plazas de aparcamiento. La vía debe ser ofrecer un transporte público tan eficiente, puntual y bien conectado que el ciudadano lo elija porque representa la mejor opción y no porque la alternativa es imposible.

La llegada de Uber o Cabify a Barcelona es otro ejemplo de cómo prohibir penaliza al ciudadano. Las Administraciones autonómicas y locales, en lugar de aprovechar la irrupción de las plataformas de VTC para modernizar y mejorar la oferta del taxi en particular y del transporte público no colectivo en general, optaron por limitar drásticamente su actividad. El resultado es una oferta insuficiente para cubrir la demanda de movilidad.

El sector energético es otro ejemplo del daño generado por las políticas intervencionistas. España ha decidido cerrar progresivamente sus centrales nucleares, lo que, lejos de abaratar la electricidad o reducir emisiones, ha contribuido a encarecer el precio de la luz y aumentar la dependencia del gas natural.

El papel del Gobierno no debería ser el de tutelar mediante prohibiciones, sino el de crear las condiciones para que las opciones más beneficiosas para la sociedad sean las más convenientes y accesibles para cada individuo. Prohibir es fácil; convencer requiere esfuerzo. Aunque solo lo segundo genera cambios duraderos.

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