No somos una especie violenta, pese a lo que digan las noticias
Es lo que percibimos como atroz lo que se convierte en noticia porque en la noticia está implícito el rechazo
El espectáculo que nos ofrece el panorama bélico actual reaviva una de las preguntas más centrales de la biología, la filosofía y la ética: ¿es Homo sapiens una especie violenta?
Se trata de una cuestión compleja en torno a la cual se han desarrollado escuelas aparentemente contrapuestas. Por un lado están las que creen que el mal es inherente a la naturaleza humana. Por otro, las que imputan la agresividad de Homo sapiens a comportamientos aprendidos o modulados por el contexto sociocultural.
Desde la antropología, podemos intentar aproximarnos a esta cuestión analizando las muertes por agresión que han marcado la historia de nuestra especie desde su origen, y compararlas con el nivel de interacciones letales que ocurre en otros animales, especialmente aquellos con los que estamos más estrechamente emparentados.
Un análisis comparativo de más de 1 000 especies de mamíferos, realizado en 2016 y publicado en Nature, predecía para nuestra especie un 2% de muertes por violencia interpersonal. Un porcentaje similar al que se obtiene tras analizar los datos históricos de más de 600 poblaciones de Homo sapiens desde la Prehistoria hasta la Edad Contemporánea.
Ese 2% es un número muy parecido al obtenido para la gran mayoría de primates, lo que apunta a que nuestra violencia podría ser una herencia compartida en nuestra historia evolutiva con otros mamíferos sociales. Es, en cualquier caso, la cifra esperable para el tipo de animal que somos. En otras palabras, no seríamos más violentos de lo que nos corresponde como primates, lo que no es de ningún modo un intento de relativizar su gravedad, sino de contextualizarla dentro del reino animal.
Vivir en grupo propicia los conflictos
Uno de los factores principales que parecen condicionar estas interacciones violentas es nuestra naturaleza social: vivir en grupo propicia los conflictos y la competición por los recursos, mientras que estos episodios apenas se registran en especies con modos de vida solitarios.
Este estudio también explica que los niveles de violencia han fluctuado mucho dependiendo de la población, el momento histórico y el contexto sociocultural específico de cada grupo, incidiendo en la posibilidad de que ese instinto agresivo sea, por lo tanto, culturalmente modulable.
Si analizamos, además, las cifras reales de muertes por homicidio, los valores oscilan en torno a las 6 muertes por cada 100 000 habitantes. Eso significa que en torno al 0,006% de la población mundial muere por violencia conespecífica (a manos de otro individuo dentro de la misma especie).
Existen periodos particularmente letales, sobre todo aquellos en los que la violencia se ejerce a gran escala por la implicación de al menos un estado, o conflictos civiles o coloniales que pueden llegar a culminar con la brutal eliminación de un grupo entero. El ejemplo más representativo del primer caso fue la II Guerra Mundial, en la que se estima que pudo fallecer en torno al 2-3% de la población mundial, aunque en algunos países llegó a suponer hasta el 20% de su población. Y de conflictos civiles, destaca el reciente genocidio de Ruanda, que se saldó con más de 800.000 muertos.
Pues bien, sorprendentemente, incluso en esos periodos singularmente atroces, el porcentaje de humanos que mueren a manos de otros humanos no suele superar el que se predice para un primate.
Violencia interpersonal
Las muertes por violencia interpersonal representan menos de un 1% de las causas de muerte frente a más de un 90% de muertes por enfermedad y casi un 10% de muertes traumáticas (accidentes, suicidios, complicaciones materno-infantiles en relación con el parto).
Estos números no recogen otros tipos de violencia indirecta o agresiones que no culminan necesariamente con la muerte del individuo (tortura, abuso, discriminación, malnutrición). Pero en todo caso, a la luz de estas cifras resulta difícil concluir que la violencia caracterice a nuestra especie (lo que no minimiza, insisto, su gravedad).
Algunos tipos de violencia pueden considerarse adaptativos cuando son útiles para la consecución de recursos (comida, pareja, espacio), especialmente si estos son escasos. Esa utilidad explicaría su persistencia, a pesar de constituir un comportamiento claramente destructivo que parecería ir en contra del propio éxito demográfico. Pero en global, Homo sapiens no ha nacido para matar.
De hecho, la guerra requiere entrenamiento, no solo físico sino también psicológico, con el que deshumanizar al enemigo y facilitar así su aniquilación. No cabe duda de que la invención de la artillería y las armas por proyectil, con las que nuestra especie ha aprendido a matar a distancia, han facilitado la evasión de nuestros mecanismos inhibitorios innatos contra la violencia. Porque ojos que no ven (o que ven a distancia) no sienten (o sienten menos).
La empatía y la compasión no son noticia
La realidad es que el número de interacciones pacíficas y gestos empáticos y compasivos que articulan nuestra convivencia diaria es infinitamente mayor que el número de episodios violentos; pero no son noticia. No lo son porque basta una sola muerte evitable, precoz, cruel o antinatural para ensombrecer el entramado de acciones silenciosas caritativas o simplemente tolerantes en torno a las cuales se organiza una especie que da cabida a muchos individuos muy diferentes.
Las acciones bondadosas no son noticia porque, para nuestra especie, ser respetuoso, paciente o confiado –nos ponemos en manos del médico, el transportista, el cocinero, el profesor o el cuidador, aunque no los conozcamos– es lo normal. Es lo que percibimos como atroz o inaceptable, lo anormal –la crueldad, el infanticidio, la tortura, la violación– lo que se convierte en noticia, porque en ese clamor colectivo y esa noticia están también implícitos la denuncia y el rechazo.
No quiero con esto banalizar la barbarie de todas y cada una de las muertes violentas, pero sí alertar contra el peligro de escudarnos en un derrotismo estéril. No podemos permitir que el convencimiento –no probado– de que nuestra especie es mala por naturaleza nos lleve a rendirnos por adelantado.
En momentos de crisis y desánimo social, quizá toque predicar el optimismo.