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Quinquis

«Lo que no falta son un puñado de canciones que –como en el disco Gipsy Power– nos devuelven a épocas pasadas»

Quinquis

Fotograma de la película 'Deprisa, deprisa'. | RRSS.

«Si me das a elegir entre tú y la gloria, me quedo contigo», cantaba Rosalía en la ceremonia de entrega de los Premios Goya 2019. Aquella versión del tema icónico de Los Chunguitos, que puso en pie a todas las estrellas del cine patrio presentes esa noche en el Palacio de Congresos y Exposiciones Sevilla, rendía homenaje a la escena final de la película Deprisa, deprisa (1981): incursión del Carlos Saura en el cine quinqui, premiada con el Oso de oro en la Berlinale, con la cual el más intelectual realizador ibérico legitimaba este subgénero cinematográfico que retrató la marginalidad y la delincuencia juvenil en la España de la transición. 

Rosalía no ha publicado jamás su personal interpretación de un clásico que ya había suscitado anteriormente numerosas covers, desde Antonio Vega hasta Manu Chao. La canción, sin embargo, no pierde actualidad y es el corte que cierra –en la versión primigenia de los hermanos Salazar– uno de los lanzamientos discográficos más originales de la temporada, Gipsy Power: recopilación dirigida por David El Indio (Vetusta Morla) de todas aquellas rumbitas encanalladas que sonaban en los largometrajes firmados por José Antonio de la Loma, Eloy de la Iglesia y otros directores de serie B que, quizá sin saberlo, contribuyeron a configurar una especie blaxploitation castiza, más interesante hoy por su contenido sociológico que por sus méritos artísticos.

La edición para coleccionistas de Gipsy Power, en formato de CD o vinilo, se presenta como un regalo idóneo para estas próximas fiestas navideñas, no solo por la recuperación de 24 éxitos del pasado y algunas perlas olvidadas, sino por los primorosos textos de José Manuel Gómez Gufi, quizá la mayor autoridad en el estudio de esta cultura del extrarradio y estas melodías bastardas que fluctuaban entre la música melódica, las influencias del soul o la psicodelia y la tradición flamenca. 

He compartido con Gufi tantas vivencias que no soy en absoluto objetivo. Pero todavía recuerdo cuando, trabajando yo como Special Marketing Manager en Virgin Records, me ayudó a seleccionar el track-list de La Mala Vida (1995) y firmó igualmente los textos explicativos de aquella antología, pionera de lo que luego vendría en llamarse rumba eléctrica, donde ya entonces mezclamos a Los Rodríguez o Mano Negra con Rumba Tres, Los Amaya o Antonio González el Pescaílla. ¡Qué tiempos!

El tándem formado por Gómez y El Indio ya había estado detrás de la compilación Gipsy Rhumba (2014), a mayor gloria de la rumba gitana que se produjo en los tres lustros anteriores a la muerta de Franco. Así que no son ningunos novatos ni oportunistas, sino que su compromiso en reivindicar estos tesoros casi perdidos de nuestra más baja cultura es sincero y muy loable. Y no puedo dejar de sorprenderme por cómo La historia de Juan Castillo de Los Chichos narra en primera persona con pasmosa verosimilitud un golpe fallido que termina con sus perpetradores esposados por culpa de un chivatazo; ni de emocionarme con proclamas tan sentidas como el Soy un perro callejero de Los Chunguitos o el Quiero ser libre de los citados Chichos. Puro sonido Caño Roto para ser descubierto en pleno siglo XXI.

«Las rumbas, en cada una de sus variantes y fusiones, nunca han sido un pasaporte para el prestigio musical. Marginadas por los flamencos, por la industria y por los medios, han sobrevivido desde la noche de los tiempos», explica el bueno de Gufi. No hace falta que vengan ahora Rosalía o C. Tangana –aunque todo ayuda– para conferirle a estos descarnados y no por ello menos liricos estribillos suburbiales el marchamo de autenticidad. «Muchos de estos artistas conocieron la gloria, la montaña rusa que sube y baja alrededor de las luces de feria del showbiz ibérico, cutre y grosero como corresponde a un sistema que fabrica estrellas de purpurina para luego pisotearlas… Pero el género ha ido ampliando su público en los últimos años gracias al renacer del llamado cine quinqui», señalaba en un artículo reciente uno de mis escritores de referencia, Montero Glez. O sea que estamos de suerte. Además, la selección de canciones del presente álbum se me antoja mucho más certera que el anterior intento –cortesía del sello Divucsa– de desempolvar idéntico repertorio, Esto es un atraco: música quinqui de los 80 (2013), con temas de Burning como el que daba título al elepé o éxitos de Los Chicos dedicados a un héroe del extrarradio como fue El Vaquilla.

Pero nos estamos lanzando a divagar sin poner las cosas en contexto. Según el Diccionario de la Real Academia Española, el sustantivo quinqui es el diminutivo argótico de quincallero, que define a una «persona perteneciente a cierto grupo social marginado, que generalmente se gana la vida como quincallero ambulante» y, en segunda acepción –en tono despectivo–, describe a la «persona que comete delitos o robos de poca importancia». 

Estos quinquis o macarras, término que es sinónimo de rufián y se aplica también a «una persona agresiva, achulada, vulgar y de mal gusto» (RAE dixit), tuvieron su auge y caída en Madrid o Barcelona cuando, a consecuencia del desarrollismo franquista, dichas metrópolis se vieron rodeadas de núcleos chabolistas plagados de casuchas construidas con materiales de derribo que acogían a las clases paupérrimas. En cuanto el paro y la heroína entraron en estos arrabales se prendió una mecha que enviaría a miles de jóvenes inadaptados a la cárcel o el cementerio. 

Uno de aquellos barrios humildes de aluvión era Caño Roto, próximo al Hospital Militar de Carabanchel, donde se levantaron casi dos mil viviendas de protección social que terminarían acogiendo numerosas familias payas y gitanas y, de aquel intercambio cultural, surgió un sonido rumbero con guiños a la música disco imperante en ese momento –¿recuerdan a Travolta y los Bee Ges en Saturday Night Fever (1977)?– y un prometedor grupo llamado Los Chorbos, que iba a ser descubierto por el productor de CBS José Luis de Carlos: el hombre detrás del boom de Las Grecas, dos hermanas de San Blas que pasarían a la historia como pioneras del flamenco-rock con Te estoy amando locamente (1973).

Mestizando la gitanería con el rock ácido de la época, De Carlos creó «una vibración sonora armada con el soul, la rumba flamenca y la literatura más suburbial» (Glez dixit). Por supuesto, Los Chorbos no llegaron a triunfar como las hermanas Carmela y Tina Muñoz, así que la compañía perdió interés y el más talentoso de la banda, un sobrino de Manolo Caracol llamado José Manuel Ortega Heredia y más conocido como Manzanita, terminó lanzándose en solitario. El resto es historia del pop español. Pero aquel disco fallido titulado El sonido de Caño Roto (1975) contiene los fundamentos de un estilo musical y un orgullo de barrio chungo que fueron el germen de numerosas leyendas urbanas durante los años convulsos del tardofranquismo.

Eran tiempos de creciente inseguridad ciudadana, motivados por la crisis del petróleo, la reconversión industrial, los vertiginosos cambios políticos y una fuerte migración de los pueblos a las ciudades que produjo importantes bolsas de marginación. En esta situación, el único automóvil que podían conseguir los chicos de suburbio era ese Seat 124 con motor 1800 que solían robar haciendo un puente con el objetivo de pegar un palo, ir a pillar una papelina o darse un garbeo con una jai. Primaban los pantalones de campana, el suéter ajustado de cuello alto, la esclava en la muñeca, el Dyc con Coca-Cola, el Winston y los utilitarios con radio-cassette extraíble y parasol delantero del pub Seis Pequines de Madrid o el Penélope de Benidorm.

«No hace falta que vengan ahora Rosalía o C. Tangana para conferirle a estos descarnados y no por ello menos líricos estribillos suburbiales el marchamo de autenticidad»

En aquel ambiente de discotecas horteras con bolas de espejo, billares poco recomendables en los que el costo se pasaba en finas barritas envueltas en papel de plata y verbenas de pueblo con coches de choque, proliferaron esos individuos con poco acceso a las aulas, escaso sentido del humor, orgullo de clase (baja) y navaja fácil a los que el antropólogo Iñaki Domínguez ha consagrado ya varios libros, destacando Macarras interseculares (2020). «Es un fenómeno que se da sobre todo en las grandes urbes que reciben la llegada de jóvenes del campo. La mezcla de los mundos rural y urbano fomenta el macarrismo», indica el autor.

«Macarra de ceñido pantalón, pandillero tatuado y suburbial, hijo de la derrota y el alcohol», cantaba Joaquín Sabina en 1980 en el tema Qué demasiao dedicado a El Jaro. El año anterior, José Joaquín Sánchez Frutos, alias El Jaro, había muerto a los 16 años por el disparo de un vecino que vio cómo una banda de chavales atracaba a un amigo suyo en una calle del barrio madrileño de Chamartín. A pesar de su tierna edad, este anti-héroe suburbial tenía un historial delictivo de más de 500 robos de automóviles, un centenar de atracos con violencia y 30 estancias en reformatorios con sus correspondientes fugas.  

Dos años antes, el director de cine José Antonio de la Loma había inmortalizado esta peligrosa forma de vida en el filme Perros callejeros (1977), ambientado en Barcelona y protagonizado por Ángel Fernández Franco, alias El Torete. El realizador le había reclutado a través del Tío Manolo, a la sazón patriarca de La Mina, a donde acudió buscando un actor amateur que pudiese interpretar al conocido delincuente juvenil El Vaquilla en una cinta con tintes biográficos, puesto que el verdadero no sabía actuar y se pasaba más tiempo dentro de la cárcel que fuera.

De aquel largometraje seminal se harían tres secuelas –incluyendo una inenarrable versión femenina con tintes sexis, Perras callejeras (1985)–, pero su protagonista no logró salir del hoyo, falleciendo en 1991 a los 31 años por culpa del sida. Solo cuatro años antes, hallándose en libertad condicional, había sido detenido por la policía en Vilafranca del Penedès con 50 gramos de cocaína y en posesión de una pistola del calibre 32. El grupo barcelonés Bordón 4, que había participado en las bandas sonoras de sus filmes, le retrataba en 1980 en el tema Al Torete: «Ay, Torete, es la historia de tu vida, que se ve muy repetida, tristemente. Ese ha sido tu destino, criticado y perseguido, constantemente», decía la letra. Una vida de película, sin duda.

Buena parte de aquellas producciones de bajo presupuesto fueron protagonizadas, en ocasiones, por los quinquis cuyas peripecias se narraban, convertidos de ese modo en trágicos ídolos populares dentro y fuera del celuloide, cuando no por chicos procedentes del lumpen pero algo menos mediáticos. Tal fue el caso de José Luis Manzano en Navajeros (1980), la biopic de El Jaro dirigida por Eloy de la Iglesia, el cual hallaría en el cine quinqui un auténtico filón con otros títulos en la misma línea como Colegas (1982) o El pico (1983). Manzano trabajó a sus órdenes en varios de esos títulos, pero nunca logró dejar atrás la delincuencia ni el consumo de drogas duras, falleciendo por un mal pico en 1992, el mismo año en José Antonio Valdelomar, protagonista de Deprisa deprisa, murió por sobredosis en la cárcel de Carabanchel, donde había sido internado tras atracar una sucursal de banco, apenas unos días después del estreno de la cinta. Todo sórdido y terrible: nunca en el séptimo arte unos actores habían vivido tan al límite, emulando lo que hacían los personajes que interpretan.

Si el género tuvo su punto culminante con el premio a Saura en la Berlinale, pronto se vislumbró su decadencia, aunque dos auténticos especialistas como De la Loma y De la Iglesia consiguieron seguir explotando el filón unos años más en cintas como Yo, el Vaquilla (1985) o La estanquera de Vallecas (1987). E incluso algunos cineastas de renombre llegaron a verse influidos por esta temática suburbial, como fue el caso de Vicente Aranda en Fanny Pelopaja (1984), Pedro Almodóvar en ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984) o Vicente Aranda en El Lute: Camina o revienta (1987). Luego, poca cosa, salvo dos títulos humorísticos firmados por Carlos Suárez a mayor gloria del cómic Makinavaja de Ivà: Makinavaja, el último choriso (1992) y ¡Semos peligrosos! (1993). 

Tuvieron que pasar cinco lustros hasta que Juan Vicente Córdoba rodó un documental titulado Quinqui Stars (2018), en el que entrevistaba a los pocos supervivientes del fenómeno. Más recientemente, Daniel Monzón ha llevado a la pantalla grande con excelente acogida la novela de Javier Cercas Las leyes de la frontera (2020), con una temática y estética muy similar a aquellas producciones algo cutres de la transición, deudoras del neorrealismo italiano y de la crudeza de la nouvelle vague, donde las escenas morbosas se imponían a la soterrada crítica social, muchas diálogos eran improvisados y no pocas escenas de persecuciones o robos se rodaban en plena calle sin el correspondiente permiso municipal, provocando a veces el pánico entre el vecindario. 

Nada de todo esa se repite en la bien facturada Las leyes de la frontera (2021), quizá porque, como reconoce el propio director, «hoy en día te detendrían por rodar así». Lo que no falta son un puñado de canciones que –como en el disco Gipsy Power– nos devuelven a épocas pasadas, desde la simpática La Grifa de El Pelos hasta la imprescindible Te estoy amando locamente de Las Grecas. Eso sí, el filme obtuvo cinco estatuillas en la última edición de los Goya, destacando el premio al Mejor Guión Adaptado.

Un reconocimiento de la alta cultura al género que jamás había conseguido ninguna producción quinqui, quizá porque este tipo de historias marginales siempre quedan mejor plasmadas en novelas costumbristas desarrapadas desde el Últimas tardes con Teresa (1965) de Juan Marsé, hasta El triunfo (1990) de mi añorado Francisco Casavella, pasando por títulos de Gómez Escribano, Eduardo Romero o Gabriel Oca Fidalgo, hasta llegar al Sed de champán (1999) de Montero Glez, reeditada recientemente con una fantástica portada de Alberto García-Álix: las aventuras de un astuto gitano robacoches que arrancan con una frase impactante que llama a dejar de leer inmediatamente o a devorar sus páginas con avidez: «El Charolito sólo se fiaba de su polla. Era lo único en el mundo que jamás le daría por el culo».  

Con esas formas y ese fondo, nadie debe de extrañarse que la música quilla y los libros y películas de macarras celtíberos no hayan entrado jamás en la alta cultura, a pesar de que las inquietas Amanda y Mery Cuesta lograsen convencer al mismísimo CCCB (Centre de Cultura Contemporània de Barcelona) para montar en 2009 una exposición titulada Quinquis de los 80, donde se rendía homenaje a este fenómeno y se analizaba su pervivencia en la era digital, como una suerte de «icono castizo cool». Seguro que si El Vaquilla viera su foto en el cartel de un exhibición museística, tiraba de recortada…

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