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El soul, modo de empleo

«A pesar de mi desencanto, ‘Only the Strong Survive’ contiene una nota súper-positiva y es su sincera reivindicación de la era dorada del soul en pleno siglo XXI»

El soul, modo de empleo

James Brown y Aretha Franklin. | Richard Lee (Europa Press)

Bruce Springsteen acaba de publicar un disco titulado Only the Strong Survive en el que rinde homenaje a las figuras de la música soul que marcaron su juventud. En este flamante álbum de versiones, el segundo de su carrera tras We Shall Overcome: The Seeger Sessions (2006), el ídolo de New Jersey honra el repertorio de Frank Wilson, Commodores, Ben E. King, Tyrone Davis, Jerry Butler, Four Tops, Walker Brothers, William Bell o Jimmy Ruffin y hasta se da el gustazo de registrar dos dúos con el legendario Sam Moore. ¡Bien por él!

Para los fans más recalcitrantes de The Boss, su nuevo elepé –el vigésimo primero de estudio– resulta un tanto decepcionante porque adolece del sello personal del autor de Born to Run (1975). Dejando aparcada a la E. Street Band, con la que había facturado recientemente el estupendo Letter to You (2020), Springsteen ha preferido rodearse de especialistas del tema, incluyendo el típico coro de gospel, para terminar entregando un trabajo demasiado contenido y mimético, previsible y sin aristas, puro mainstream.

Como bien ha señalado Fernando Navarro en su crítica de El País, el cantante «se ajusta tanto a la horma de las canciones que raya la intrascendencia». ¡Qué pena que no haya recurrido para esta ocasión a su banda de siempre! Habríamos disfrutado de una interpretación mucho más briosa y apasionada de este género inmortal, como ya demuestran innumerables ejemplos esparcidos por la discografía de nuestro protagonista, desde aquel Devil with the Blue Dress (1964) de Shorty Long, que era uno de sus tour de force escénicos en las giras de los 70 y los 80, pasando por versiones magníficas de clásicos como Raise Your Hands (Eddie Floyd), Merry Christmas Baby (Johnny Moore), War (Temptations) o Gipsy Woman (The Impressions), que pueden ustedes descubrir simplemente explorando Spotify. Aquí, en vez de ritmo y sudor, tenemos a un fatigado rockero de 73 años que parece a punto de ponerse un esmoquin y pajarita para actuar con una big band en Las Vegas o Atlantic City.  

A pesar de mi desencanto y aunque no piense volver a pincharlo en la vida, Only the Strong Survive contiene una nota súper-positiva y es su sincera reivindicación de la era dorada del soul en pleno siglo XXI. ¿Para qué sirve el soul viejuno en estos tiempos digitales convulsos que nos ha tocado vivir?, se preguntarán. Pues sirve y mucho. 

Pero pongamos las cosas en contexto. Según el Oxford English Dictionary, soul es la traducción al inglés del término alma: «La parte espiritual de una persona que algunos creen que sigue existiendo de alguna forma después de que su cuerpo haya muerto o la parte de una persona que no es física y que experimenta sentimientos y emociones profundas». En su segunda acepción, se trata de un «estilo musical nacido entre la comunidad negra de los Estados Unidos de América en la década de los 50 como derivación de diversas formas musicales afroamericanas (especialmente el rhythm’n’blues y el gospel) y que se caracteriza por su ritmo suave y sincopado, su emotividad y su aparente espontaneidad vocal». Y añaden los sabios lingüistas: «El soul representaba el orgullo racial de la minoría negra durante los años 60».

Música con alma, sería el resumen más simple. Aunque un melómano agregaría que fue la afirmación rotunda de la identidad de una comunidad que ya no aceptaba ser discriminada por el color de su piel. Canciones que transmitían con énfasis y hasta con desgarro la experiencia del pueblo negro. 

«El soul es densidad emocional, grandeza vocal, medicina espiritual, ostentación racial, optimismo generacional. Como ocurre con tantos otros términos descriptivos de realidades musicales, sus fronteras son inciertas: en las últimas décadas se ha aplicado a todo disco cantado por artistas negros; los puristas reservan esa calificación –con sus connotaciones de excelencia expresiva y autenticidad indiscutible– al soul grabado en estudios rurales del sur de Estados Unidos durante los años 60. Esa visión restrictiva comete el pecado de obviar los excepcionales discos concebidos en ciudades del Norte durante esa misma época, con idéntico impulso ideológico y las mismas bases musicales», explicaba Diego Manrique en 1987. Y esa descripción sigue hoy vigente.

En aquel tiempo, la mayoría de los jóvenes afroamericanos con vocación musical daban sus primeros gorgoritos en los coros de la iglesia evangélica, bautista o pentecostal del barrio. Luego se armaban de valor y le anunciaban a su progenitor o al párroco –que a veces era el mismo– su intención de empezar a interpretar música laica, que trataba sobre amor y otros problemas mundanos, esto es, himnos profanos en el límite de lo impío. Por supuesto, las estructuras musicales y las fórmulas vocales procedían directamente del gospel, aunque debido a una temática tan diferente era esencial la capacidad de transmitir del vocalista a la hora de hablar con sobriedad o con desgarro sobre el periplo sentimental y exponer emociones con las que el oyente –del color de piel que fuera– pudiera identificarse. 

Además del sentimiento amoroso, otras cuestiones recurrentes en el soul eran la integración racial y los progresos sociales. En plena época de desarrollismo económico y movimiento por los derechos civiles, con los ejemplos bien presentes de John F. Kennedy y Malcolm X, sus estrellas ansiaban contribuir al cambio a través de sus estrofas. A Change is Gonna Come cantó Sam Cooke en 1964, inspirado por Dylan. Se trataba de superar lustros de miseria y discriminación, así como cruentos episodios de violencia en los guetos, llamando a la fraternidad y una nueva era. A Cooke le pegaron tres tiros en la puerta de un motel, como reza el tema de Sabino Méndez Rock’n’roll star que popularizó Loquillo en 1980. Así que no todo acabó bien.

El repertorio resultante de aquella explosión creativa, ya fuera a ritmo lento o rápido, en clave sofisticada o tórrida, cantado o instrumental –recuérdese formaciones como Booker T. & The MGs o los Bar-Kays–, dejó su impronta en medio mundo, con núcleos productivos diseminados por todos los estados de la Unión tan reseñables como los sellos Hi o Stax-Volt en Memphis, Fame en Alabama, Criteria en Florida y –por encima de todos en cuestión de éxito y permeabilidad de la audiencia blanca– Motown en Detroit. No siempre sus hacedores tenían en el ADN sangre de tatarabuelos esclavos –anoten la guitarra afilada y las composiciones dolientes del paliducho Steve Cropper para el gran Otis Redding–, pero lo esencial eran las influencias musicales y la actitud vital.

«Querían llegar a todos los públicos, no sólo a un segmento. Las voces de sus artistas conservaban raíces gospel y blues, pero los arreglos eran sofisticados e innovadores, reflejo de la emergencia de la clase media negra, ambiciosa y dispuesta a exigir su parte del pastel estadounidense… El sonido solía consistir en un bajo omnipresente, un ritmo acelerado y el enfático relleno de cuerda y viento. Lo importante era la palpitación rítmica, la urgencia que exigía atención por parte del oyente. Las canciones eran insidiosas. Sus letras se referían habitualmente a problemas del corazón; lo hacían en lenguaje cotidiano, pero desarrollando la situación con contundencia y claridad. Su gancho emocional resultaba irresistible, amplificado por el poderío de las voces. Al refinamiento musical se contraponía la intensidad volcánica de la mayoría de los cantantes», explica Patricia Godes en relación a la impronta del sello Motown, aunque dicha receta musical bien podría aplicarse también a las producciones de Stax que difundiría Atlantic en todo el país. 

Podían ser baladas o temas rítmicos, pero siempre resultaban adhesivos y vitalistas. Contagiaban unas ganas de vivir que solían convertirse en cuantiosos royalties; aunque demasiadas veces la gente que ponía la voz era la última en cobrar o jamás recibía la menor regalía. Eran tiempos feos para el show-business, con pequeñas compañías locales controladas por empresarios sin escrúpulos. Por no hablar de todos esos compositores-productores que firmaron buena parte del catálogo (Jerry Wexler, Holland-Dozier-Holland, Ashford-Simpson, Norman Whitfield…) a los cuales el marketing discográfico escatimó en su día parte de la gloria. Eso sí, todos los contratos más o menos fraudulentos que unos y otros sufrieron no podrán empeñar la grandeza musical y la vocación integradora de unos títulos que han pasado para siempre a la posteridad.

Anoten algunos nombres y algunos títulos dignos que ser investigados a pesar de que ha transcurrido medio siglo y las circunstancias y los gustos no son ni remotamente parecidos: Ray Charles (I’ve Got a Woman), Rufus Thomas (Walking the Dog), Don Covay (Mercy mercy), Irma Thomas (Time is on My Side), Sam Cooke (Chain Gang), The Isley Brothers (This Old Heart of Mine), The Impressions (People Get Ready), Otis Redding (Sittin’ on the the Dock of the Bay), Aretha Franklin (Respect), Wilson Pickett (In the Midnight Hour), Sam and Dave (Soul Man), Smokey Robinson & The Miracles (The Tracks of my Tears), Four Tops (Reach Out, I’ll Be There), The Temptations (Get Ready), James Brown (I Feel Good), Eddie Floyd (Knock on Wood), Joe Tex (I Gotcha), Arthur Conley (Sweet Soul Music), Percy Sledge (When a Man loves a Woman), Ben E. King (Stand by Me), The Supremes (You Can’t Hurry Love), Martha Reeves & The Vandellas (Dancing in the Streets), Carla Thomas (B-A-B-Y), Ike and Tina Turner (Nutbush City Limits)… 

Por supuesto, aquel sueño de la armonía racial duró poco tiempo y se desvaneció con los disturbios durante la Convención Nacional Demócrata de 1968 celebrada en Chicago, la posterior persecución gubernamental al Black Panther Party, el asesinato de Martin Luther King… La reacción de los sectores involucionistas y ciertas clases dominantes fue tan excesiva que hasta un votante republicano declarado como James Brown terminó editando en 1969 un tema que proclamaba Say It Loud I’m Black and I’m Proud (en español, Dilo alto: soy negro y estoy orgulloso).   

Quizá el soul no volvió a ser el mismo, pero siguió generando un caudal de ritmos pegajosos y estribillos irresistibles dando lugar a una segunda generación de artistas fascinantes (Al Green, Millie Jackson), a ramificaciones más o menos ortodoxas como el funk de influencia lisérgica (Sly and The Family Stone, Parliament) así como o metamorfosis no siempre comprendidas de vocalistas exitosos que se pasaron al plano comprometido (Stevie Wonder, Curtis Mayfield, Marvin Gaye) o a la seducción sonora (Barry White, Isaac Hayes), anunciando con sus susurros concupiscentes el advenimiento del sonido de Filadelfia y el boom de la música disco que sepultó todo lo anterior.

Pero nada se olvida eternamente. En 1978, un par de actores fans del género como John Belushi y Danny Aykroyd, formados en la escuela de gags teatrales de The Second City y célebres por el late night show televisivo Saturday Night Live, recuperaron a los instrumentistas de los MGs para grabar bajo el nombre de The Blues Brothers un disco henchido de grandes hits del género (Briefcase Full of Blues), que luego tendría continuación en el filme dirigido por John Landis Granujas a todo ritmo (1980). Para los adolescentes de mi generación, fue una auténtica revelación en una época de cuasi sequía musical, dividida entre el tecno-pop intrascendente, el atormentamiento gótico y la segunda camada del heavy-metal, estridente y pomposa.

Cuando me hice periodista musical, el soul no tenía cabida en los suplementos culturetas de la prensa generalista al uso. Los redactores-jefes, alimentados a base de rock progresivo, jazz festivalero y cantautores rancios, lo consideraban un sub-género menor, lindando lo frívolo. ¡Cómo explicarles a aquellos señores encorbatados, devotos del café torrefacto y el Ducados, la trascendencia de un disco intimista y ecologista como What’s Goin’ On (1972, Marvin Gaye) o la rebeldía existencial y la exploración de nuevas vías expresivas de Sex Machine (1970, James Brown)! 

A Michael Jackson no le hicieron verdadero caso los mass media hasta que grabó Thriller (1982) y se convirtió después en una caricatura grotesca de sí mismo; mientras que el efímero reinado de Prince solo llegó cuando se acercó a estándares rockeros con Purple Rain (1984) y la cadena de vídeos musicales MTV, habitualmente volcada en los artistas blancos, se atrevió a emitir sus clips en continuidad.  Desde entonces, la música negra no ha abandonado el foco mediático ni dejado de suscitar la atención de las redes sociales a través de sus muchas transformaciones, llámese rap o r&b.

¿Y nuestro viejo soul? Abocado al olvido por el advenimiento de otros ritmos contemporáneos, de vez en cuando hay alguien que lo saca del ostracismo, ya sea como banda sonora de una comedia juvenil con tintes sociales como The Commitments (Alan Parker, 1991) o para poner sintonía a una campaña publicitaria de pantalones vaqueros. Por eso, aunque el disco de Springsteen me parezca un completo tostón, siempre le agradeceré su aportación para que este género fascinante no caiga jamás en el olvido.

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