Me quedé con su nombre hace más de diez años, cuando leí el relato ‘Algo resentido de este pie’, incluido en El malestar al alcance de todos (Caballo de Troya, 2004), su primer libro. Desde entonces, Mercedes Cebrián (Madrid, 1971), ha publicado otros diez, traducido más de una docena y escrito cientos de artículos en prensa. Presentó su último trabajo, Cocido y violonchelo (Literatura Random House, 2022), hace unas semanas. Y esa es nuestra excusa para invitarla a esta charla.
PREGUNTA. ¿Cómo se te ocurre titular tu libro Cocido y violonchelo?
RESPUESTA. Me dio la idea la persona a la que le compré el instrumento. Como ves, no digo el lutier porque no me hizo el violonchelo, eso habría costado una suma de dinero muy alta. Él lo apañó, le dio los últimos toques y lo puso a punto. Con el presupuesto que tenía, no sabía decidir. Fui a ver tres o cuatro, y cuando voy a este taller, que estaba en su propia casa, olía a cocido. Y lo estaban haciendo en la olla exprés. Y era todo muy entrañable y hogareño. Entonces dije «Uy, aquí huele a cocido». «Sí, sí, es que hacemos mucho cocido en casa». Ahí pensé, «creo que voy a comprar aquí el chelo», y eso hice. Luego nos hicimos amigos y le hablé del libro. Y me dijo, «pues titúlalo ‘cocido y violonchelo’» y pensé, «pues tienes mucha razón, gracias por el título».
P. El origen del libro está en que te decides, con 48 años, a aprender a tocar el violonchelo. Tú ya tienes experiencia y formación musical, o sea que no es del todo una locura, pero tampoco es la decisión más cuerda que se puede tomar a esa edad. ¿Por qué te da por el violonchelo?
R. En la adolescencia, a los trece o catorce años, tuve una epifanía. A otros les da por otra cosa, pero yo pensé «qué bella es la música clásica». La llevaba estudiando, sin valorarla, mucho tiempo. Iba a clases de piano, pero sin mucho interés. A partir de ahí, empiezo como una esponja a absorber todo lo musical. Empiezo a ir a una academia, conozco más gente de mi edad, o más jóvenes o mayores, que estaban aprendiendo música y entro como en un pequeño mundo, en un microcosmos de gente a quien le gusta la música. Y entonces mi vida cambia. Descubro más instrumentos que me gustan, y del chelo me quedo prendada y fascinada. Y bueno, hubo que esperar veintitantos años, pero al final se logró una cocción lenta del deseo.
P. Eso de los pequeños mundos es algo que se da en la música clásica. Hay mucho prejuicio asociada a ella y sigue relacionándose con un determinado estatus.
R. Bueno, creo que es hay que añadir la coletilla «en España», porque si estuviéramos en Salzburgo no sería nada raro. Hay países con más tradición musical y más afición por razones históricas, socioeconómicas y culturales que van muy atrás. Pero bueno, me ha tocado este país y esta cultura. Si estudiara guitarra flamenca también sería distinto, pero al estudiar los instrumentos que exige el repertorio precisamente de Centroeuropa…
P. ¿Crees que se ve como un marcador de estatus precisamente porque no hay una tradición tan arraigada?
R. A mí no me cuesta hablar de esto porque para mí es una cosa natural y conozco a muchas personas de diversos estatus que tocan instrumentos y son aficionados a la música. Para mí el problema lo tienen quienes ven esto así. Si la sensación de exclusión es por motivos económicos, deben olvidarse porque hay entradas de conciertos de música sinfónica a doce euros. Hay muchos ciclos gratuitos de música de cámara en fundaciones, por ejemplo. La música no excluye por la parte económica; me excluye más un partido del Real Madrid. Aunque estoy pez en ese mundo; no sé cuánto valen esas entradas… soy como aquellos presidentes que les preguntan cuánto vale un café y no lo saben.
P. Una entrada para ver al Real Madrid es más cara que la mayoría de óperas, en eso estamos de acuerdo. Pero el filtro de clase estaría en cultivar la afición. Precisamente porque no tenemos una educación musical, el gusto por la música se desarrolla en familia. No es imposible que una persona sin esa conexión familiar con la música clásica pueda interesarse por ella, pero sospecho que es infrecuente.
R. No es que mis padres fueran melómanos, no ponían música clásica en casa. Pero pensaban que era una cosa elegante que yo la estudiara. Pero en este tiempo que vivimos donde la información es tan accesible, si hay un mínimo deseo de algo… cuando algo te interesa, tú te buscas las castañas para escucharlo. Es verdad que no hay mucha música en el colegio. Teníamos las asignaturas obligatorias con la flauta de Hohner. Y en historia de la música no escuchabas nunca música, simplemente se hablaba de unos señores con peluca que habían compuesto esto o lo otro, pero no sabíamos cómo sonaba, porque en aquel momento había que traer el tocadiscos y los altavoces a la clase. La educación hace mucho, pero lo fascinante es ir a un concierto de clásica por primera vez, para cualquier niño o cualquier persona adulta, es como entrar en la cabina del piloto del avión.
P. Desde el mismo título le quitas solemnidad a la música, al violonchelo, juntándolo con el cocido. En ese sentido, el libro es una invitación a acercarse a la música sin miedo.
R. El otro día fui a un concierto de la Orquesta Nacional, dentro de un ciclo que es precisamente para acercarse a la música. No es para niños; no es que haya un comentarista diciendo «niños, ¿cómo suena la trompeta?» Es para adultos, y te recuerdan visualmente cosas sonoras que se nos escapan, porque el oído no está entrenado. Se explican las variaciones con la ayuda de un comentarista. Creo que eso ayuda muchísimo. Yo iba con un amigo y él me decía, «¿tú entiendes esto sin necesidad de la explicación?» Y no, es complicado porque el sonido se lo lleva el viento. La música es un arte muy efímero, no puedes volver a él. No puedes rebobinar (¡uy qué antigua soy!). En un concierto no puedes decir «un momento, vuelvan a tocar eso». Por eso hay que hacer un esfuerzo de escucha previa. O no hacer ningún esfuerzo, estar ahí a gusto y dejarse llevar. No hay una única manera de escuchar música.
P. ¿Cómo explicarías el placer que te da la música?
R. Me gusta esa pregunta porque es muy difícil de responder. Me acuerdo de mí cuando tenía catorce años. Yo era muy empollona, ahora decís nerd, pero yo era empollona con gusto. Y recuerdo leer un libro de introducción a la escucha musical de Aaron Copland. Y él te iba dando ejemplos de cosas en las que podías fijarte según las obras: aquí están las trompetas haciendo tal cosa, que están imitando el sonido de no sé qué. Me sirvió mucho. Y recuerdo que se lo dejé a una profesora del colegio y que ella me prestó a cambio La sonrisa etrusca de José Luis Sampedro. Hay una cosa muy sensorial de la música que es el timbre de los instrumentos. Cada instrumento tiene su voz específica, un clarinete, una guitarra… puedes ir eligiendo como si fueran sabores. Y entonces tiras para un tipo de cocina. Por eso me es fácil compararlo con la comida. Me resulta muy fácil comparar cualquier cosa o metaforizar a través de la comida.
P. Además del gusto y de la voluntad, hay un detalle importante: si no me equivoco, tú tienes lo que se llama oído absoluto.
R. Eso es fruto de un entrenamiento. Todo es fruto de entrenamiento, como las gimnastas que se ponen un pie en el cuello. No creo que el día que nacieron lo pudieran hacer.
P. Pero no todo el mundo tiene la capacidad de desarrollar un oído absoluto.
R. A la vez da igual, no sirve para mucho.
P. Pero es el paladar para la música, para disfrutar de los timbres, para poder tocar.
R.El oído absoluto es simplemente para reconocer las notas tal como nos las han enseñado. Es muy curioso porque te las enseñan con unos nombres. Y menos mal que te las enseñan con los nombres correctos, porque si las descolocasen las oirías descolocadas y sería un jaleo. Pero de verdad que da igual, no es necesario. Eso simplemente te ahorra un poco de tiempo, es como un atajo para algo.
P. Tú has podido emprender esta aventura con un nuevo instrumento, uno de los más voluminosos. Y que, como dices en el libro, se consideraba impropio de las mujeres.
R. Sí, porque antes el chelo no tenía la pica, el palito para apoyarlo en el suelo. Había que sujetarlo con las piernas, con los músculos. Y entonces, claro, las mujeres con esos trajes… Era incómodo e indecoroso. Cuando se inventó la pica empezaron a tocarlo, pero de lado, como las amazonas a caballo. Y ahora hay buenísimas chelistas. Y debo decir que no todo es el oído, sino también están los músculos. De esto me he dado cuenta ahora al aprender que, por más que yo pueda ser una persona formada musicalmente y parecer alguien con una gran sensibilidad, si el dedo no llega a su sitio, si el músculo no está entrenado, suena mal y da igual que seas un ser sensible que ame la belleza.
«La música no excluye por la parte económica; me excluye más un partido del Real Madrid»
Mercedes Cebrián
P. Hablando de las manos, me interesa una cosa que dices en el libro, sobre cómo el instrumento también afecta a tu cuerpo.
R. Yo había pensado titular el libro «El deporte que suena», porque tiene una cosa muy física y muy parecida al entrenamiento deportivo. El chelo y todos los instrumentos de cuerda frotada son muy rústicos; hace doscientos o trescientos años no eran muy distintos. De hecho, se siguen usando crines de caballo para frotar. En cambio el piano, que es lo que yo tocaba antes, no me hacía ser tan consciente de esto porque es un instrumento mecánico, muy perfeccionado. El chelo te pone inmediatamente en contacto con una tradición. Piensas, hace doscientos años tocaban esto mismo y se ha ido desarrollando la técnica para hacer que se puedan lograr hitos técnicos. Y bueno, así es, he tenido pues mis pequeños problemas; me siento un poco como una deportista que tiene que cuidarse.
P. ¿En qué momento te percatas de que todo esto, más el cocido, es material literario?
R. Yo buscaba leer un libro así y no lo encontraba. Entonces pensé «me pongo manos a la obra». No quería hacer simplemente un diario de «toco el violonchelo». Pero esa fue la excusa, lo mismo que el cocido. Fue la excusa para integrar la comida, en concreto la comida tradicional o de cuchara, y hacer un paralelismo entre la tradición musical y la culinaria. Ojo, no digo «gastronómica», porque ese término se aplica a algo muy elitista, y yo hablo del comer popular, por decirlo así.
P. En el libro hay una crítica cultural a nuestros tiempos.
R. Yo no pensé «aquí va a haber una denuncia de esto y de lo otro». Pero fue yéndose por ahí y yo misma, en el proceso de escritura, tuve que decir «¿qué pasa aquí? ¿Estamos hablando de la cultura del esfuerzo, no? ¿Tengo que opinar, verdad?». En cierta medida hay algo en contra de la prisa, pero tampoco es un catecismo, no quiero decir «está mal la prisa, no miréis los teléfonos, que os guste lo analógico». Creo que hay ya mucho libro, mucho catequista, y no quería entrar en eso. He querido hacerlo mostrando el disfrute.
P. ¿Crees que se ha interpretado que la dificultad es lo opuesto al placer, cuando hay placeres que son dificultosos, sea aprender un instrumento o leer una obra compleja?
R. Sí que ha habido este tipo de mensaje. Pero insisto en que el libro no es una especie de panfleto contra eso, ni a favor de nada. Pero si me tengo que decantar, la verdad es que el esfuerzo me ha dado buenos frutos. Digamos que yo voy comunicando la buena nueva, o algo así.
P. Efectivamente, el libro no tiene nada de catequesis, ni tiene nada de dogmático y, sobre todo, una cosa que para mí es un valor fundamental, no tiene nada de solemnidad. Lo cuentas con mucho sentido del humor, con una mirada muy particular sobre la realidad. Además, el libro no es un tratado, sino que está dividido en pequeños ensayos. ¿Cómo ordenas esos ensayos?
R. Voy a contestar diciendo eso tan clásico: me alegra que me hagas esta pregunta, porque me gusta hablar de mi libro, como Paco Umbral. Porque lo importante del libro no es que yo toque el chelo, sino que existe el libro. He querido hacerlo como un acertijo, casi como como un puzle; a ver cómo organizó esto para que las piezas encajen y pueda ser un libro legible y no una colección de apuntes. La idea era que había varios hilos conductores: el aprendizaje del chelo y el tema culinario, y tenía que haber una conclusión, un cierre. Y este es el trabajo de los escritores, esta especie de labor artesanal de poner en orden, organizar las piezas y encontrar motivos que reaparecen.
P. Un última pregunta para cerrar: ¿volverás a escribir ficción?
R. Yo creo que no. No me veo escribiendo un producto ficcional puro. De hecho, siempre me acuerdo de unas palabras, que creo que son apócrifas, atribuidas a Alejandra Pizarnik. Decía, «yo no escribo ficción, o narrativa, porque no quiero escribir las frases, «Hola, ¿quieres un café con leche?» «Sí, gracias”. Para mí un cierto tipo de ficción, es un poco como «se miró al espejo y vio sus ojeras matinales». Yo no voy a escribir eso, pero se pueden hacer otro tipo de novelas que incluyan unos híbridos… Pero ficción como tal, no.
P. Mercedes, ¿a quién te gustaría ver aquí, charlando distendidamente?
R. No pediría escritores porque ya los tengo muy vistos, oídos y leídos. Me gustan mucho las profesiones más escondidas. O no tan mediáticas como, por ejemplo, la traductora del noruego Ana Flecha. También la compositoras Raquel García Tomás y Teresa Catalán, que han sido Premio Nacional.
P. Tomamos nota. Muchas gracias.