‘Inhalación profunda’, de cómo el popper salió del laboratorio y entró en los bares gais y las tiendas de barrio
Combinando la investigación histórica con la observación irónica, el escritor Adam Zmith aborda la sorprendente historia de una sustancia que empezó siendo un medicamento victoriano
Desde los hospitales victorianos a los clubes de sexo de la década de los setenta, el vapor del popper ha liberado el potencial queer de muchas personas. Lo explica muy bien el escritor Adam Zmith en su libro Inhalación profunda. Historia del popper y futuros queer (Dos Bigotes), donde combina la investigación histórica con la observación irónica para abordar la sorprendente historia de cómo el popper salió del laboratorio y entró en los bares gais, las tiendas de barrio, los dormitorios, y las películas porno. «La gran historia del negocio en el siglo XX es cómo el capitalismo y los desarrolladores de productos crearon identidades colectivas a las que poder dirigir su publicidad», comenta Zmith, quien no pretende argumentar a favor o en contra del popper sino trascender esa y otras dualidades. «De amas de casa a adolescentes, de bebedores de Guinness a conductores de coches Ford. Los emprendedores como [Jay] Freezer y [Joseph] Miller hicieron lo mismo con los homosexuales y el popper. Quizá empezó siendo un medicamento victoriano, pero evolucionó hasta convertirse en un elemento perteneciente a una subcultura sexual y, para algunos, una identidad».
«Empezó siendo un medicamento victoriano, pero evolucionó hasta convertirse en un elemento perteneciente a una subcultura sexual y, para algunos, una identidad»
Corría el año 1826 cuando un excéntrico científico llamado Antoine Jérôme Balard descubrió por casualidad el bromo. Varios años después, el mismo hombre hizo pasar vapor de nitrógeno a través de alcohol de amilo. «Este proceso produjo un curioso líquido del que emanaba un vapor penetrante», apunta Zmith en su ensayo. «Balard decidió acercar la nariz a este vapor e inhalarlo. Y se ruborizó. ‘Nada antes me había producido este efecto’, dijo a un colega, según Thomas Dormandy. ‘Soy un caradura, no me ruborizo con facilidad’.
Era el año 1844. Balard supuso que inhalar el vapor había dilatado sus vasos sanguíneos y disminuido su presión arterial». Aun así, al francés no se le ocurrió qué uso darle. De eso se encargaría años después Thomas Lauder Brunton, un médico e investigador escocés con gran potencial para convertir hallazgos en tratamientos basados en conocimientos fisiológicos. «Brunton observó que los vasos sanguíneos y los músculos se veían claramente afectados por el nitrito de amilo, y halló una forma de bajar la presión sanguínea de los pacientes sin recurrir a las sangrías. ‘Ya que creo que el alivio producido por las sangrías se debe a la disminución que ocasiona en la tensión arterial’, escribió, ‘se me ocurrió que una sustancia con el poder de disminuir [la tensión arterial] en un grado tan considerable como el nitrito de amilo probablemente tendría el mismo efecto y podría repetirse tantas veces como fuera necesario sin perjudicar la salud de los pacientes’».
Curiosamente, Brunton comparte el año del descubrimiento del nitrito de amilo como tratamiento contra la angina con un salto adelante en los derechos de los homosexuales. Su artículo salió en 1867, el mismo año en que tuvo lugar el momento más importante en la historia de la libertad sexual. «A la vez que Brunton se presentaba ante sus colegas con el avance clínico que acababa de protagonizar, otro hombre, en otro país, también se levantó ante sus iguales», apunta Zmith. «Karl Heinrich Ulrichs era un abogado del reino de Hannover. Ulrichs pensaba que las leyes que regulaban la decencia pública criminalizaban los actos sexuales entre hombres de forma injusta y estaban fundamentadas en prejuicios. Le preocupaba que una eventual expansión de Prusia que se anexionara el reino de Hannover extendiera la prohibición absoluta de la sodomía». Ulrichs llevó su argumento a una conferencia de la Asociación de Juristas, celebrada en Múnich. «Se levantó ante quinientos abogados y, entre abucheos, hizo su declaración. En efecto, dijo: ‘Soy gay, y la ley es gilipollas’».
«El uso del nitrito de amilo se extendió a lo largo de la profesión médica y otros doctores empezaron a probarlo para tratar todo tipo de dolencias»
Lo que une a Brunton y Ulrichs, opina Zmith, es que en el mismo año ambos vieron «el potencial de nuestros cuerpos para ser liberados del sufrimiento y vivir vidas más plenas. Brunton y Ulrichs fueron innovadores que ayudaron especialmente a las almas queer a disfrutar de sus cuerpos, de manera individual y en comunidad». El escritor asegura igualmente que, cuando Brunton presentó la sustancia en una reunión del Colegio Farmacéutico de Gran Bretaña en diciembre de 1888, creó bastante interés: «El uso del nitrito de amilo se extendió a lo largo de la profesión médica y otros doctores empezaron a probarlo para tratar todo tipo de dolencias. Uno de ellos era el doctor James Crichton-Browne, ubicado en Yorkshire. Descubrió que el nitrito de amilo era de utilidad para las mujeres, en especial para aliviar los dolores menstruales y también el dolor posparto. Observando los efectos en los pacientes, Crichton-Browne quedó fascinado por el rubor que causaba».
Las tecnologías de producción y distribución crearon un producto farmacéutico viable y rentable con el nitrito de amilo, y lo llevaron al siglo XX. Pero, tal y como explica en su libro Zmith, pasaron muchos años antes de que la gente empezara a inhalar nitrito de amilo para follar. «La proliferación de este producto hizo surgir una subcultura que le dio un uso alternativo, en su mayoría hombres homosexuales con el deseo de dilatar sus anos y sentir un subidón en la cabeza. Con la expansión de las libertades sexuales durante las décadas de 1950, 1960 y 1970, también lo hizo el popper. Incluso cuando el sexo se interrumpió para los hombres gais en los ochenta, el popper estaba presente. De hecho, se creyó que el popper era el obstáculo, la causa de la horrible afección que primero se conoció como sida», comenta sobre una sustancia química que en los últimos años ha vuelto a las pistas de baile, a los sex shops y al porno.
Efectivamente, Inhalación profunda sugiere una de las características más distintivas del popper: la forma en la que su identidad, su uso y su categorización existen fuera de la ley. «Las botellitas marrones con etiquetas llamativas son de venta libre en sex shops y supermercados del Reino Unido y Estados Unidos», relata Zmith. «Pero esto es solo gracias a un pacto entre las autoridades y los vendedores. Todo el mundo está de acuerdo en que este producto no es apto para el consumo humano, lo que significa que se etiqueta presumiendo usos ficticios como ‘ambientador de interiores’ o ‘limpiador de calzado’. De esta forma se vende, compra y posee legalmente. Las autoridades miran hacia otro lado ante la evidencia de que cada botella contiene un vapor que es inhalado por los humanos que las compran. Excepto en el caso de los humanos que las compran por error. Debe ser el único producto cuya venta permite el Estado amparándose en una mentira».
Aun así, Zmith atribuye a Estados Unidos el aumento de la popularidad del popper, cuyo negocio era mucho más agresivo por esos lares. Un hombre llamado W. Jay Freezer fundó en 1976 una empresa llamada Pacific Western Distributing Corporation (PWD) y, al año siguiente, le contaba ya a los periodistas que Rush, su marca de popper, debería venderse junto al champú y los macarrones. Freezer fue un pionero de la publicidad del popper en periódicos y revistas gais como Drummer, publicación dirigida a los fetichistas del cuero. «El negocio florecía», señala Zmith. «En esa época, el popper se vendía en Estados Unidos en botellas de 10-15 mililitros etiquetadas y con el logotipo de su marca, como Rush. Una fuente da la cifra de cuatro millones de botellas vendidas en 1977 […]. Inhalar popper en los setenta era una parte muy importante de la vida gay por lo fácil que era enviar por correo un producto tan pequeño y por la concentración de consumidores en Nueva York, Los Ángeles y San Francisco». Sin embargo, hubo otro emprendedor que creó un imperio aún más grande basado en esta sustancia química. Se llamaba Joseph Miller y empezó a manufacturar popper en la década de los setenta. Llegados los ochenta y noventa, ya se había forrado y convertido en una figura tan poderosa como controvertida en el ambiente de los negocios de Indianápolis, ciudad donde estableció su empresa, Great Lakes Products, que absorbió la compañía de Freezer tras su muerte, y en la que se suicidó en el año 2010.
«Como cualquier otra droga, el popper nos ayuda a creer que hemos escapado de nuestras circunstancias materiales. Se trata de una huída breve»
«El popper es a la vez un producto y lo que usamos para liberar nuestra alma», apostilla Zmith. «Como cualquier otra droga, el popper nos ayuda a creer que hemos escapado de nuestras circunstancias materiales. Se trata de una huída breve, como el alivio de la angina o del dolor menstrual. Para los hombres gais o para algunas personas queer, el popper es el aliciente añadido de la historia compartida, parte de una cultura, una experiencia en grupo. Inhalar también puede ser una experiencia extrema para aquellos que así lo prefieren, con vídeos de entrenamiento y máscaras que obligan a tomar inhalaciones profundas. Los que desean dilatar sus anos también pueden conseguirlo. Inhalamos de nuestras botellitas porque queremos liberarnos de nuestros cuerpos. En el fondo, sabemos la verdad sobre ellos: son el material que da a los demás cien razones para categorizarnos. En realidad, queremos ser vapor, como Odo en su momento más trascendente. Queremos que el mundo vea nuestro verdadero yo. Podemos llamar a esto nuestra alma».