El fin de los ‘tochos’: por qué preferimos (y por qué no) libros más cortos
Escritores, pedagogos y psicólogos analizan la tendencia editorial hacia los libros con menos páginas e indagan en sus motivos y los efectos que tiene
Desde antiguo, la literatura se mantiene incólume. Es el sol que precede, alumbra y pone en movimiento las otras estrellas: la lectura, los hábitos y preferencias, la industria del libro… El acto de sentarse con un puñado de caracteres milenarios para solaz del espíritu o aprovechamiento del intelecto no ha cambiado en lo sustancial, pero las condiciones de la lectura sí. Y mucho.
Se sorprendía San Agustín de que San Ambrosio leyera sin emitir sonidos, para dentro. Y gracias a su comentario, podemos fijar aproximadamente este salto cualitativo en la historia de la lectura. Hoy en día, costumbres tan arraigadas como leer en alto, para toda la familia, tan propias de los libros del XIX, nos resultan sumamente ajenas. Más sorprendería a ellos vernos encender un aparato oblongo y leer con la cálida luz de la tablet.
Nuestro siglo hiperconectado y multipantalla asiste ahora a otro nuevo cambio de hábitos en torno a la lectura. Los libros adelgazan a buen paso, a razón de casi 50 páginas por década. Es lo que colige un informe de Wordsrated que ha analizado la lista de más vendidos de The New York Times de 2011 a 2021. De este modo, los libros predilectos de los norteamericanos han pasado de una media de 437,5 páginas a 386,0.
Las estadísticas generales de la industria avalan esta tendencia. Según la Panorámica de la edición española de libros de 2019 del Ministerio de Cultura y Deportes, «la media del número de páginas de los libros fue de 250; el 48,4% de la oferta quedó integrada por libros de 200 o menos páginas». En libros de Ciencias Sociales y Humanidades, el promedio sube a 265 páginas, pero casi la mitad de libros editados (47,2%) son de 200 páginas o menos. De 2009 a 2017, la media de paginación registrada por el ISBN había caído de 265 a 243.
Los libros adelgazan a buen paso, a razón de casi 50 páginas por década
Para los lectores habituales de novela (el ensayo, en cambio, mantiene algo mejor su ‘volumen’), el adelgazamiento es evidente. Curiosamente, se produce al tiempo en que la media de libros comprados aumenta (un 4,1% en 2020, según el Gremio de editores). ¿A qué se debe este bajón en el número de páginas? ¿Hay algo que lamentar en ello? ¿Qué dice de nosotros como sociedad?
«Entiendo que la lucha contra los libros gordos por parte de los editores es una cuestión de gasto», opina Ignacio Peyró, columnista y escritor, quien añade que la calidad literaria no se mide en número de palabras: cada texto exige su medida concreta. Por tanto, no considera que la tendencia sea intrínsecamente perniciosa: «La Historia de la cultura está llena de libros gordos, aunque fueran, como la Biblia, libros de libros. Pero un solo folio -en la puerta de una iglesia, como Lutero- también puede cambiarlo todo». No obstante, asume que «en general, hoy lo que vemos es gente muy lista y muy especializada a la que lo que les falta es, precisamente, libros gordos. Toda la educación de hoy parece conspirar contra la lectura».
La edición ha mantenido el tipo tras el coronavirus, aunque los precios nunca han despegado tras la crisis de 2008. Es lógico pensar que la venta de libros delgados facilita un mayor engagement para al lector, que antes pasaba un mes inmerso en un libro de 600 páginas por 30 euros, pongamos, y hoy optaría por tres libros de 200 páginas a razón de 16 euros cada uno. La actual escasez de papel y alza de precios de suministros no hace sino reforzar esta tendencia hacia la eliminación del ‘tocho’.
Gregorio Luri, escritor y pedagogo, observa con preocupación la deriva del libro: «Es un fenómeno que salta a la vista, incluso en los libros universitarios, donde editoriales de raigambre van reduciendo y reduciendo tamaño. Acabarán por editar en fascículos», ironiza. Para Luri, los motivos son más de índole sociocultural que económicos: «La ambición intelectual no está de moda. Los propios universitarios no leen y la literatura se ha vuelto emotivista: intenta ofrecer respuestas muy sencillas, esquemas muy elementales del comportamiento humano. Hoy el éxito pasa por ahí, por reducir la complejidad a esquema. Y los grades escritores no se planteaban eso. Actualmente incluso en un libro de Julio Verne, ante una descripción, los jóvenes se espantan y leen en diagonal».
El sistema educativo contribuiría de manera importante a esta banalización: «Cuando yo era profesor de Filosofía en COU daba tiempo a ver la Critica de la razón pura de Kant, y terminar en Hegel; ahora, los nuevos libros que se publican con la LOMLOE se limitan a analizar canciones de moda», concluye Luri.
En una hipotética querella entre apocalípticos e integrados, Luis Alberto de Cuenca ocuparía el extremo de estos últimos. Para el poeta y académico cualquier tijeretazo es poco. De hecho, incluso a un libro que cita como referente dentro del universo ‘tocho’, caso de Moby Dick, «le sobrarían cien páginas de tecnicismos». «Mi impresión es que el libro gordo se sigue vendiendo mucho, pero yo veo con simpatía que eso vaya cambiando; me alegra que lo refrende una fuente norteamericana y ojalá llegue a Europa», añade.
De Cuenca no cree en «ese diagnóstico del abaratamiento de la inteligencia o un retroceso de la misma» por el hecho de que los hábitos de lectura indiquen un gusto por obras más breves o porque las series, dentro del audiovisual, confeccionadas en píldoras de 30-45 minutos, hayan ‘sorpassado’ a las películas. El poeta, borgiano de pro, cree con el maestro que una medida áurea serían las 150 páginas de La invención de Morel, de Bioy Casares: «Borges decía que era el límite al que debía llegar la novela».
Un análisis psicológico y sociológico de la sociedad actual y, en especial, de las nuevas generaciones, puede añadir jugosos detalles al conjunto. Pilar Gil Díaz, psicóloga en Terapia y Emoción, no cree que exista una grave falta de atención que propicie la necesidad de libros o productos culturales en formatos más reducidos. Pero sí está convencida de que la inmediatez con tintes ansiosos que vemos en numerosos ámbitos (las relaciones de pareja, la comida rápida, etc…) ha calado en el consumo cultural. «En los últimos años cada vez todo es más inmediato, menos reflexivo, las plataformas y muchos servicios están hechos para que pensemos menos y decidamos de forma más rápida e impulsiva, lo que dificulta la concentración, la atención y cambia nuestros procesos de tomas de decisiones», señala.
La inmediatez con tintes ansiosos que vemos en numerosos ámbitos ha calado en el consumo cultural
«El estrés y la ansiedad van en aumento y eso se refleja porque son el porcentaje más alto de motivos de consulta en terapia -añade-. El estrés está muy asociado a la falta de tiempo y a estar con el piloto encendido en multitarea: si tengo poco tiempo no voy a reflexionar ni tomar decisiones que impliquen mucha concentración y atención, ya que estaré agotado/a. En estos casos necesito que la vida me dé cosas y servicios de forma rápida: La comida, la música, una serie o película, una cita, audiolibros que permitan escucharlos mientras voy subiendo o bajando escaleras en el metro, etc.».
El ritmo de vida conspiraría para aparcar los ‘tochos’ y buscar lecturas de 100-200 páginas. Pero, además, fenómenos propios de las redes sociales como el FOMO (‘miedo a perderse algo’, según su acrónimo en inglés) o el ‘postureo’ estarían calando en los hábitos de lectura y la socialización o exhibición de dichos hábitos. Numerosas cuentas en Instagram ofrecen escaparates virtuales renovados casi cada día con las lecturas que debemos tener en cuenta y plataformas como Goodreads han popularizado retos de lectura que llevan con la lengua fuera a sus participantes. «Ahora parece que tenemos que estar en todos los sitios y saber de todo y hacer de todo, y eso no siempre es posible y rompe o daña a nuestro autocuidado», señala Pilar Gil.
El miedo a perderse ‘el libro del año’ propiciaría también el éxito de obras cada vez menos voluminosas. En general, nuestro compromiso con los espectáculos y la cultura no ha decaído, pero sí ha mutado hacia un mayor número de interacciones pero más breves cada una. De este modo, la conjunción de distintos factores (marketing, industria, nuevos hábitos, distintos intereses o capacidades intelectuales, etc…) confabula para ir dando de lado los ‘tochos’.