Torrente en Matrix
Que el multiverso no es para tanto es lo que demuestra, por saturación, la película ‘Todo a la vez en todas partes’
Hay una serie de animación para niños llamada El asombroso mundo de Gumball que solo los adultos pueden entender. Ahora han hecho una película para adultos muy parecida en sus presupuestos formales, pero cuya originalidad y ánimo de transgresión solo correspondería disfrutar a un niño de seis años. Se titula Todo a la vez en todas partes y es la película de moda.
El asombroso mundo de Gumball presentaba capítulos de 11 minutos de duración llenos de píldoras metaculturales, texturas y referencias. La trama iba a toda pastilla, era inteligentísima, y hacía que tus hijos aprendieran por ósmosis trigonometría y javascript. En realidad, un niño flipaba tanto con esos 11 minutos que seguramente ponérselos debería ser considerado ilegal en todos los países en los que darle un vaso de whisky antes de dormir también es ilegal. Como ven, transgredir no tiene mayor misterio.
Todo a la vez en todas partes, por su parte, abunda en el popular concepto de multiverso. Desde que los superhéroes agotaron este pobre mundo nuestro para sus aventuras fascinantes, un genio de Hollywood encontró la manera de seguir haciendo ingentes cantidades de dinero rodando la misma película cada año: que hubiera varios mundos paralelos y los superhérores pudieran cruzar de uno a otro y así la película pareciera la que estaban poniendo en la sala de al lado. Esta confusión hace sentir a los espectadores muy inteligentes, porque de pronto entienden que no debieron casarse con ese imbécil o tomar el tren de las 12.00 h. a Sevilla o estudiar Derecho. El multiverso se propone como la creencia de que en alguna parte y en algún tiempo existe, en efecto, una persona feliz. Tú.
De ahí mismo parte Todo a la vez en todas partes, que presenta a una desdichada familia china establecida en Estados Unidos y que regenta una tópica lavandería a punto de quebrar. La madre y la hija se pelean continuamente, el marido va a pedir el divorcio, el abuelo desprecia al yerno y las lavadoras se estropean si metes zapatos dentro. Una vida tan lastimosa como cualquier otra. De pronto, el marido sufre una invasión de su yo multiversal y le explica a la madre que es la elegida. Como en Matrix, la elegida no acaba de creérselo y mientras se lo cree salimos al encerado.
Resulta que hay infinitos universos paralelos donde todos existimos simultáneamente en virtud de cada decisión que tomamos o dejamos de tomar, de modo que en uno eres un fracasado, en otro, presidente del gobierno y en otro escuchas a Jiménez Losantos. Cada yo distinto de ese infinito catálogo de yos sabe hacer algo, tiene alguna habilidad o maneja algún conocimiento peculiar. La clave de la película es la posibilidad de recurrir al saber y la pericia de todo tu inacabable yo multiplicado, y vencer al malo de la historia.
La idea, realmente, mola mucho, pero enseguida se echa a perder porque lo que los directores de esta cosa han conseguido, milagros del multiverso mediante, es que veamos en la suya las cinco películas de Torrente a la vez. El mal gusto, la broma zafia y la escatología de oficinista en la hora del café consiguen que una idea propia de Christopher Nolan acabe en un chiste del Ricky Gervais.
Para jugar con el tiempo hay que ser, hablemos claro, elegante, un bailarín de la inteligencia. La sucesión de gags propios de los hermanos Farelly (Algo pasa con Mary) casa regular con una idea de resonancias filosóficas tan apabullantes. Es como si nos quisieran explicar a Aristóteles con montoncitos de estiércol, pedorretas y tupper sex.
Todo a la vez en todas partes está dirigida por dos señores llamados Daniel (Kwan y Scheinert), lo que no deja de sugerir un límite muy pertinente. En Dos vidas en un instante (Peter Howitt, 1998), Gwyneth Paltrow vivía esas dos existencias derivadas de un tren que se toma a tiempo o no, y era debatible cuál de las dos ramificaciones del existir le convenía más. En la película de los Danieles se llega a la conclusión, realmente, de que la propia película es una estupidez, porque la historia de una familia china con lavandería tópica y estilo realista hubiera sido más que suficiente. La trama se les va de las manos: si el personaje es cualquier cosa, no hay personaje, solo una visita de dos horas a una tienda de disfraces. Al final la vida que tienes es la única vida que merece la pena defenderse, con dudas electivas muy puntuales. Esto lo sabía Hegel, y un poco más abajo, Eugenio d`Ors, cuando dijo: «Mis límites son mi riqueza».
Todo a la vez en todas partes muestra la posibilidad de carecer de límites, de ser todos los demás que no fuiste ni serás, y si algo bueno tiene la cinta es esa sensación sugerida de que la gracia de la vida es, precisamente, no ser ellos. No ser todos esos. Ser, fatalmente, tú.