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Ver 'Parque Jurásico' después del coronavirus

La última película de la saga sobre la clonación de dinosaurios llega un momento en el que la dimensión ética de la ciencia adquiere tintes dramáticos

Ver ‘Parque Jurásico’ después del coronavirus

Fotograma de 'Jurassic World: Dominion'.

Parece que, finalmente, el coronavirus ha amainado. Quizá sea el momento de empezar a recapitular, de pensar seriamente qué ha pasado y por qué, dónde estamos, dónde podríamos estar y dónde queremos estar. Justo en esta posible (esperemos) casilla de salida llega a los cines Jurassic World: Dominion, la última película de la saga de Parque Jurásico, un fenómeno social que arrancó en la última década del siglo pasado y que ha llegado a los 5.000 millones de dólares de taquilla pulsando varias teclas, algunas muy sensibles.

Para empezar, el espectáculo. Steven Spielberg, el genio de la lámpara para los soñadores de la década de los 80, llegó a los 90 necesitado de aventuras… y descubrió a los dinosaurios. Bichos enormes y raros, como ET pero a lo bestia. No los podía traer del espacio. Había que rescatarlos del tiempo. Ahí entró en juego Michael Crichton, que había escrito una novela de ciencia ficción bastante fantasiosa pero con cierta densidad en una materia tan sexy como la genética: gracias a sus esfuerzos en la secuenciación del ADN, un ratón de laboratorio como Craig Venter, por ejemplo, se estaba convirtiendo en algo parecido a una estrella de rock (justo en 1992 abrió The Institute for Genomic Research). Crichton noveló la expectación social al respecto inventádose un proyecto empresarial para clonar dinosaurios y reunirlos en una isla mezcla de parque temático y zoo. En 1993, Spielberg lanzó la película. El éxito fue colosal.

En última instancia, la clave estaba en la magia de Spielberg. El centro lo ocupaban unos monstruos tremendos, rápidamente replicados vía ‘merchandising’ en millones de peluches que hicieron aún más lucrativo el fenómeno. De rebote, puso de moda una ciencia en principio tan árida como la paleontología, a la que se dedicaba su protagonista más atractivo, un nuevo modelo de Indiana Jones cuya primera frase en la película era: «Odio los ordenadores». Más adelante, otros personajes profundizaban en la esencia filosófica de la historia, con la irresponsabilidad de jugar a Dios en primer plano, por supuesto: cuando el experimento se le escapaba de las manos  –los dinosaurios se habían escapado e intentaban zamparse a los protagonistas—, su creador, una especie de entrañable, megalómano e infantiloide versión de Walt Disney, sostenía que volvería a intentarlo pero sin cometer los fallos que habían destrozado su primera intentona, básicamente relacionados con el excesivo poder acumulado por el encargado de la informática del parque, un obeso avaricioso y antipático, antítesis del paleontólogo indianajonesco. 

Recordemos que estamos en los años 90, con internet en ciernes: desde Juegos de guerra (1983) a Matrix (1999), pasando por Terminator (1984) y con ancestros geniales como 2001: una odisea del espacio (1968), el cine venía advirtiendo de los riesgos de la automatización dirigida por los ordenadores. En la primera parte de Parque Jurásico, la salvación llegaba a manos de una joven ‘hacker’, delgada y… vegana. La cara amable de la informática. Pero la advertencia quedaba clara. Hay que controlar a estos tipos.

Quedan muchas incógnitas en el aire de Wuhan, celosamente guardado por las autoridades chinas. ¿Quién controlaba qué en la zona cero del coronavirus? En el Parque Jurásico de 1993, la irresponsabilidad genética de replicar una especie extinta se desarrollaba gracias a la inversión especuladora de unos «abogados» (su representante, paródicamente odioso, era el primero devorado en la película) que querían forrarse con un nuevo escalón en sector del ocio. La serie Westworld exploró algo parecido a través de otra fascinación inquietante, la robótica, y la recurrencia (hasta la náusea últimamente) de la idea de metaverso también planea por estos lares de nuestra psique. Pero el matiz interesante tiene que ver con el secretismo. En el caso jurásico, el proyecto estaba protegido de ojos curiosos en una remota isla privada de Costa Rica. Hay otras formas de aislarse. En China, por ejemplo, la opacidad informativa facilita que se produzcan casos como el del científico He Jiankui, que anunció en 2018 que su equipo había creado los primeros bebés humanos modificados genéticamente. Otro gran logro de la República Popular. En diciembre de 2019, tras un juicio por sorpresa y a puerta cerrada, un tribunal chino condenó al héroe a tres años de cárcel. El mundo estaba al borde de la pandemia del coronavirus: se declararía tres meses después, pero quizá las autoridades chinas ya sabían algo… O todo es una mera coincidencia. 

En el ínterin, el fenómeno de Parque Jurásico se exprimió hasta la saciedad. Ni la muerte del autor de la historia, Michael Crichton, paró el alud de secuelas. La que se acaba de estrenar ahora es la sexta y, aseguran, última de la saga. La crítica se ha dividido al juzgarla. Para la parte menos benévola, la informática vuelve a representar el papel de culpable, ahora en el perfil estético: acusan a Colin Trevorrow, que tomó el relevo de Spielberg en la dirección, de abusar de la animación digital en detrimento de la magia del maestro; además, las tramas se repiten con mínimas variaciones estructurales, al servicio de un espectáculo destinado al blockbuster puro y duro, dicen, o sea, al taquillazo. Los favorables le dan la vuelta a la tortilla. Todd McCarthy, de Variety, lo resume a la perfección, al reconocer que es «unidimensional e incluso torpe en historia y caracterización», para sostener a continuación que «triunfa en lo que cuenta: emoción, suspense y una estupenda recreación de los reptiles gigantescos».

Pero, ¿qué ha sido de la moraleja cuando más la necesitamos? Ahondemos en la trama de la película en cartelera. Aparece un genetista de nombre Henry Wu (¿es mi mente enferma o podría haber algún rastro de homofonía con el creador de bebés humanos?) que saca de su retorta una langosta diseñada para destruir cultivos rivales y que los productos de la compañía malvada Biosyn sean más competitivos. Para colmo de paralelismos, el genetista le dice a una de las heroínas de la película, Maisie, que es una niña clonada. Los ya vetustos personajes de la primera película la ayudan a resolver su lío genético-emocional al tiempo que salvan al mundo del problema pandémico de las langostas y se ven acosados por dinosaurios que salen de no se sabe muy bien dónde ni por qué, diseminados por un mercado negro de embriones surgido del experimento primigenio en la isla de la primera película. Como el elenco es acumulativo, a estas alturas de la saga, las tramas se estiran en horizontal, aportando bastante lío y restando profundidad. Se añade, por ejemplo, una representante de la Agenda 2030 (lesbiana, afroamericana, etc.) que los guionistas cuelan como personaje de acción (es piloto de avión).  

Al final, la pandilla de buenos se escapa de los malos de la compañía Biosyn (viva el mal, viva el capital, que diría la Bruja Avería) a bordo de un avión, y el genetista chino se redime liberando una langosta modificada con un patógeno que erradica el brote. Se repite la estructura de la primera película, cuando la ‘hacker’ vegana soluciona el desastre creado por el informático obeso: el buen uso de la tecnología nos salva del malo. 

No parece muy elaborado, si tenemos en cuenta la que está cayendo. Los creadores y desarrolladores de la saga responderán, supongo, que a ellos qué les contamos, que lo suyo es entretener: la historia no es más que una especie de andamio. De acuerdo, pero algo tendrá según qué andamio para sostener tal pasión por las palomitas. Por ejemplo, que nos aterra lo que la ciencia pueda estar haciendo en laboratorios como el de Wuhan. Por supuesto, sería injusto endosarles a los guionistas de una película de Hollywood el muerto de un análisis en profundidad de ese terror y, sobre todo, la responsabilidad de diseñar estrategias para afrontarlo. Pero su trabajo se podría tomar como un punto de partida realmente significativo. 

Desde ahí, el volante debería cogerlo la academia: estudiosos de disciplinas científicas varias que confluyan en una organización filosófica del asunto. Porque el asunto, al fin y al cabo, tiene que ver con la ética, o sea, la dimensión aplicada de la filosofía. Qué es la realidad, quiénes somos nosotros y qué demonios queremos hacer con todo eso. Todo lo demás es huir hacia adelante, con precipicios cada vez más aterradores. Gente como Catherine Cookson aprovechó la ola de Parque Jurásico desde los principios para escribir cosas como Of Monsters Unleashed: A Modest Beginning to a Casuistry of Cloning. Y el doctor Kenneth R. Fleischmann, por ejemplo, no duda en citar en su Designing AI Technologies that Benefit Society la frase de «un famoso (aunque de ficción) matemático de la Universidad de Texas en Austin a los responsables de Parque Jurásico: ‘Sus científicos estaban tan preocupados con lo que podían hacer, que no se pararon a pensar si debían hacerlo’». Más específico, Shlomo Cohen también tira de la narrativa jurásica para ilustrar su resumen en The Ethics of De-Extinction de las cinco dimensiones del problema: su posible contribución a la promoción de valores ecológicos, el argumento deontológico de que se lo debemos a las especies que dábamos por extintas, la cuestión de jugar a ser Dios, la perspectiva utilitaria y el rol de las consideraciones estéticas.  Este no es el lugar para una investigación académica, por supuesto. Los ejemplos del párrafo anterior han brotado de una (no tan) rápida búsqueda en los repositorios habituales, hoy en día al alcance de cualquier ordenador con internet. Más bien desilusionante. Esa es la cuestión. La búsqueda no ha sido tan fácil (y rápida) como debería. No he tenido problemas en encontrar, de inmediato y bien identificables, cientos de críticas puramente cinematográficas de la película. Fáciles de leer y llenas de contenido. Y me parece perfecto, ojo, viva el cine, pero quizás convenga crecer también en la cantidad y accesibilidad (por su recuperación en bases de datos y su legibilidad) de algo más. Quizás debamos dejar de asombrarnos por la capacidad de Los Simpsons de predecir el futuro y empezar a pensar por qué lo hacen y cómo y para qué podríamos utilizar esa capacidad. Quizá deberíamos darle alguna vuelta de tuerca a esas cantidades (hasta ahora) amorfas de narrativa que consumimos. A lo mejor entendemos un poco mejor cosas como el coronavirus. Por ejemplo.

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