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Historias de la historia

El madrileño que abrió China

Un jesuita de Valdemoro, Diego de Pantoja, fue el primer occidental que entró en la Ciudad Prohibida de Pekín

El madrileño que abrió China

Hipotético retrato de Diego de Pantoja en traje de sabio mandarín.

San Francisco Javier, formidable personaje de la Historia de España, fundador junto a San Ignacio de la Compañía de Jesús, fue el visionario que decidió que la cultura occidental entrase en China. Parecía misión imposible, pues China era un país prohibido para los extranjeros. Y fue imposible para Francisco Javier no por las dificultades del proyecto, sino porque se murió en la isla de Shanghuan, es decir, de San Juan, situada a sólo 14 kilómetros de la costa china cuando estaba a punto de pasar al continente. Su primera tumba estuvo en China.

Pero los jesuitas habían sido organizados por San Ignacio, que era militar, como un ejército donde el hueco que deja un soldado lo cubre otro. Dentro de esa tropa jesuítica capaz de lograr las hazañas que nadie había intentado antes, estaba Diego de Pantoja, fundador de la sinología y el primer europeo que fue admitido en el Palacio Imperial de Pekín.

Diego de Pantoja nació en Valdemoro, junto a Madrid, en 1571, y estudió Gramática y Lógica en la Universidad Complutense (es decir, de Alcalá de Henares) antes de entrar en la Compañía de Jesús. Los jesuitas eran elitistas sin complejos, y sólo admitían a gente con estudios o de elevada condición social. Tenían un plan para dominar el mundo, que les llevaba a fundar un auténtico estado entre los indios bravos del Paraguay, a descubrir las Fuentes del Nilo o a intentar penetrar en China, donde nadie lo había logrado.

Tocado por esa fiebre misionera, Pantoja zarpó de Lisboa en 1596 para llegar a Macao tras un viaje de 14 meses… poca cosa para un jesuita. Macao era una colonia portuguesa, un enclave en la costa de China tolerado para hacer comercio, pero nadie podía atravesar su frontera. Nadie hasta que llegaron los jesuitas. Pantoja estuvo en Macao tres años que aprovechó para estudiar teología y la lengua china, de la que se convertiría en máxima autoridad. En 1600 recibió la orden de viajar a Nanking para unirse a otro jesuita, el italiano Matteo Ricci, pionero en la misión china pues llevaba casi una década en el país.

Rizzi había logrado autorización para visitar Pekín, la capital imperial, que era poner una pica en Flandes, y no podía llevar mejor compañero de viaje que Diego de Pantoja, no sólo conocedor del idioma, sino científico polifacético, como tendría ocasión de demostrar. Para lograr la gracia del emperador Wanli le llevaban regalos que no podían dejarle indiferente, desde un mapamundi hasta un clavicordio, pasando por dos relojes.

Wanli estaba entusiasmado con sus regalos, y eso le abrió literalmente las puertas de la corte a Pantoja. Hacía falta instruir a algunos funcionarios en el manejo y mantenimiento de los relojes, y de eso se encargó Pantoja, que era experto relojero; el emperador quería que sus eunucos aprendiesen a tocar el clavicordio, y también se le encomendó la enseñanza al jesuita madrileño, que era un músico consumado. Pantoja se convirtió así en un personaje habitual en las estancias de la que por algo se llama Ciudad Prohibida, donde nunca habían entrado extranjeros. Simplemente Pantoja era capaz de darle a Wanli lo que ninguno de sus súbditos podía darle, pues tenía las calificaciones de matemático, astrónomo, geógrafo e ingeniero, todo ello a nivel europeo, donde las ciencias habían superado ampliamente a las de China.

Diego de Pantoja se encargó de la reforma del calendario chino, del cálculo de las latitudes de las principales ciudades del imperio, o de la construcción de maquinaria hidráulica para extraer agua de pozos y ríos, esto último en colaboración con otro experto jesuita, el italiano Sabatino de Ursis. Pero quizá el trabajo que más apreció el emperador fue la realización de cuatro mapas de las cuatro partes del mundo, acompañados de textos donde se explicaba la geografía, historia, forma de gobierno, economía y recursos de cada lugar, una auténtica Enciclopedia que ponía ante los ojos del soberano ese mundo del que durante siglos no se había querido saber nada, pero que ahora resultaba tan atractivo.

Olvido y memoria

La influencia de Pantoja en la corte era tan grande que cuando su teórico jefe Matteo Rizzi murió en 1610, obtuvo la concesión imperial de un terreno para construir un cementerio, el primer cementerio católico de China, que todavía existe.

Gran parte del éxito de Pantoja se debía a su perfecto conocimiento de la lengua mandarín, que le permitió incluso convertirse en un importante escritor en chino. Escribió al menos siete obras en ese idioma, la más importante de las cuales sería Oike dakuan (Siete victorias sobre los siete pecados capitales) donde desarrolla su adaptación del cristianismo a la filosofía confuciana.

Cuando emprendieron su misión Rizzi y Pantoja tenían unas directrices muy estudiadas, lo que se llamaba «estrategia disimulada de evangelización», una especialidad jesuita. Al fin y al cabo el Diccionario de la Real Academia define «jesuítico» como «comportamiento hipócrita, disimulado». Adoptaron la vestimenta de los sabios chinos, pero eso era sólo la cáscara, la substancia fue adaptar el cristianismo a la filosofía de Confucio. Era la única forma de expandir el catolicismo entre la inteligencia china (a los jesuitas no les interesaban las masas) dadas las dificultades conceptuales que existían, ya que, por ejemplo, en lengua china no existía la palabra «dios». 

De esta manera consiguieron la conversión de unas 2.000 personas entre los funcionarios, los eruditos y los estudiosos de Pekín, incluido el famoso sabio matemático Xu Guangqi. Ese sincretismo entre la doctrina de Cristo y la filosofía de Confucio, o la práctica de  decir la misa en chino en vez de en latín, despertó muchas suspicacias en Roma. El enorme poder de los jesuitas les procuraban muchos celos dentro de la Iglesia, y en el siglo XVIII el Papa terminaría por excomulgar a los misioneros jesuitas de China, pero esa es otra historia.

El reinado de Wanli fue el más largo de la dinastía Ming, estuvo en el trono durante 48 años, pero la última fase estuvo presidida por graves conflictos de política interna. Víctimas de estas convulsiones serían los jesuitas, que habían gozado de tanto favor del emperador. En 1617, tres años antes de la muerte de Wanli, los misioneros fueron expulsados de China.

Diego de Pantoja regresó a Macao, su primera base en China, y allí moriría en un año y sería enterrado en la colonia portuguesa, en una iglesia que ardió. La tumba desapareció y Pantoja permaneció en el olvido durante siglos, hasta que su figura ha sido reivindicada en los últimos tiempos. Se han realizado congresos académicos sobre su figura, se han escrito libros y artículos, se han realizado documentales –el sábado se estrenó uno Navalcarnero-  y el gobierno chino declaró 2018 Año de Pantoja.

Peor destino tendría la memoria de su protector, el emperador Wanli. Murió poco después que el jesuita y fue enterrado en el majestuoso mausoleo imperial de Dingling, pero durante la Revolución Cultural maoísta, su tumba fue profanada por los Guardias Rojos, su cadáver arrastrado y sometido a un remedo de ‘juicio popular’, condenado y quemado como «enemigo del pueblo».

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