THE OBJECTIVE
EL SALÓN CONTEMPORÁNEO

Ernesto Hernández: «El reaccionario no es un soñador nostálgico sino un cazador eterno»

El ensayista recupera en ‘Mito y revuelta. Fisonomías del escritor reaccionario’ su visión sobre la tradición reaccionaria en la definición de la modernidad

Ernesto Hernández: «El reaccionario no es un soñador nostálgico sino un cazador eterno»

Ensayista, poeta, traductor, intelectual de muy largo aliento, Ernesto Hernández Busto (La Habana, 1968) recupera en Mito y revuelta. Fisonomías del escritor reaccionario (Ed. Turner, 2022) su interpretación acerca del papel de la tradición reaccionaria en la definición de la modernidad. En esta larga conversación, Hernández Busto reflexiona sobre la sustancia de la cultura, el anhelo de la literatura, el rol de lo biográfico y el horror y la esperanza presentes en la Historia.

P. Ernesto, empecemos con la cuestión que abre el libro: ¿Por qué en nuestra época el intelectual de derechas ocupa «un lugar incómodo»? 

R. Hay varias razones históricas tras esa incomodidad. La primera, que el término intelectual, acuñado, como sabes, durante el affaire Dreyfus, designaba a los llamados «progresistas». Barrès, de hecho, lo usa con intención peyorativa. Para él, como para una parte importante de la opinión pública francesa de esa época, los intellectuels se asociaban con el ateísmo, la impiedad y la anarquía. Del otro lado estarían los clercs, clérigos o sabios, término originalmente medieval, que desde Julien Benda hasta el último libro de Anne Applebaum, incluye a los pensadores que habrían puesto su inteligencia al servicio de causas, digamos, reaccionarias. Por supuesto, se trata de una división superficial, maniquea. En realidad, lo que critica Benda en su famoso panfleto es la traición de todos los pensadores públicos, porque los considera más interesados en el éxito social, rendidos a la opinión pública y al compromiso partidista (a los bienes terrenales, digamos) en vez de a sus propias convicciones o verdades. 

En Rusia, la otra tradición fundadora del intelectual moderno, el término inteligentsia, también tenía un sentido de representatividad social: la «inteligencia» era la conciencia social del país. Por eso alguien como Brodsky niega, en alguna entrevista, ser parte de la inteligentsia, ser un intelectual: como poeta, sólo se siente fiel a sus propias ideas y no a un conjunto de opiniones o a un partido. 

Hoy esa incomodidad es menos visible que hace 15 años, que fue cuando se escribió ese prólogo, para la primera edición de este libro, que entonces se llamaba Perfiles derechos). Pero el factor que despoja de legitimidad intelectual a aquel que no se considera de izquierdas no ha dejado de estar presente. Basta leer una reciente (y errática) entrevista a Jorge Herralde para comprobarlo.

P. ¿Qué te movió a interesarte por la reacción conservadora en general?

R. Soy cubano, nací en el 68, estudié en la Unión Soviética y fui parte de una generación que debía encarnar el proyecto revolucionario: el llamado hombre nuevo. Por suerte, escapé de Cuba tan pronto pude, con 21 años. Supongo que esos datos biográficos tienen algo que ver con la curiosidad por el «lado oscuro». También, como detallo en el libro, ese interés es el resultado de mis lecturas, de mi formación literaria. Claro que escribir un libro sobre intelectuales de derecha no te convierte en uno de ellos (me considero más bien liberal). Pero muchos de los autores que me han interesado durante años comparten esa condición desplazada que analizo en Mito y revuelta.

P. Afirmas que «el Gran Reaccionario padece siempre el sabor amargo de una derrota que se le figura no exenta de nobleza». Mi pregunta sería la siguiente: ¿Cabe una derecha intelectual no reaccionaria? ¿Cuál es el espacio acotado del pensamiento conservador? O dicho de otro modo, ¿cabe pensar en la posibilidad de una modernidad distinta que ampare y asuma el potencial del pensamiento conservador?

R. Durante el siglo XX, el pensador reaccionario es, por definición, un perdedor. Va precisamente contra el «espíritu de su tiempo», así que no puede aspirar a la popularidad inmediata, a las listas de éxitos, digamos. Tiene a su disposición toda una mitología del fracaso, su historia es territorio de eremitas (Jünger), sectarios (Céline), una mezcla de loco y magister (Pound), apestados (como el último Vasconcelos), ocultistas (Evola) o bufones (Giménez Caballero). Cierta marginalidad viene, como se diría, incluida en el paquete. Pero aquí está la paradoja en la que reparó Compagnon: esa inactualidad es también un rasgo de la modernidad, su última encarnación. Los antimodernos es un libro que no fue muy bien leído en España (quizá porque Vallcorba, el editor de Acantilado, se empeñó en publicar sólo la primera parte, «Las ideas», y desechar la segunda, «los hombres», donde se precisaban rasgos de esa genealogía). El cuestionamiento de la modernidad es parte esencial de la modernidad, explica Compagnon; los antimodernos son los modernos en libertad, los modernos por antonomasia. O, como dijo Octavio Paz mucho antes, el intelectual moderno es un «hijo del limo». Una figura clave de este contrapunto es, por supuesto, Baudelaire. Quizás por eso hoy tantos (el propio Compagnon, Calasso, Azúa) regresan a él. En Baudelaire está representado el creador que encarna y define inmejorablemente a su época pero, al mismo tiempo, se coloca fuera de ella.

Este largo preludio es para responderte que sí, que por supuesto hay una derecha legítima y moderna, que descree de la tradición progresista entronizada con la Revolución francesa (el culto ilustrado a la razón, el optimismo o la creencia en el progreso, la idea de que el hombre es bueno por naturaleza, la libertad, igualdad y fraternidad como fundamentos del contrato social…) y que no necesariamente se expresa en términos de reacción. Existe un conservadurismo, una defensa de otros valores (tradición, propiedad, autoridad, religión…) que sale de Edmund Burke y se fortalece en la tradición inglesa. Una suerte de tradición del common sense: De Maistre no entendía que los americanos abandonaron las grandes ciudades ya establecidas para establecer una nueva en un remoto pantano de Maryland. Digamos que al conservador le repugna toda creación ex nihilo. «Las cosas siempre pueden ser peores», piensa. Cuando esa certeza se enfrenta con la opuesta vocación revolucionaria («las cosas siempre pueden ser mejores») es que surge la Reacción. Son como vectores matemáticos: la intensidad de cada una depende de su opuesto.

Este es un mapa simplificado que sirve, por supuesto, para explicar el periodo comprendido entre los siglos XVIII y XX. Creo que hoy el panorama es más complejo. Tras dos guerras mundiales  y el fracaso de muchos modelos revolucionarios tenemos (al menos, deberíamos tener) otra mirada, capaz de integrar otro nivel de sabiduría política. En cambio, lo que veo es una gran confusión.

P. «La modernidad -señalas en el prólogo del libro- implica una degradación de lo simbólico». ¿Se refiere a la degradación de todos los símbolos o a su sustitución por un nuevo universo simbólico?

R. Me refiero a ese proceso fundamental de la Modernidad que se denomina secularización. No sólo en el ámbito de lo propiamente religioso, sino como un debilitamiento de nuestro vínculo con lo sagrado y su traslación a otras esferas, incluida la política. Dentro de ese proceso, el creador es, por fuerza, alguien que le disputa al político su «materia prima», y por eso Thibaudet ve en la Francia de la Tercera República un gigantesco trasvase del impulso conservador, desde la política a la literatura. Digamos que compiten por la misma sustancia sagrada: si unos la tienen, los otros no, y viceversa. Obviamente, hay una degradación de los símbolos, lo cual propicia entre escritores el llamado «culto de lo irracional»: el interés por el mito, la idealización de la técnica, etc. Ya Calasso criticó esa manera (lukacsiana) de ver las cosas. Pero el hecho es que con la secularización se abre la caja de Pandora de lo sagrado: no es que desaparezcan los símbolos sino que se multiplican en varias dimensiones. Es un tema amplio, arduo y apasionante. Cuesta volver a imaginar un mundo pre-secularizado, incluso cuando la opción es defendida en libros tan inteligentes como los últimos de Calasso, sobre todo La actualidad innombrable (ojo, Herralde), o la teoría sacrificial de René Girard.

P. Tras dos milenios de cristianismo, «un mundo hundido en la idolatría sirve de escenografía a toda la obra de Ernst Jünger». ¿Ese escenario de la idolatría a qué se debe? ¿A la descomposición de la fe cristiana en la era moderna o a que el cristianismo no ha logrado vertebrar realmente la conciencia del hombre occidental?

R. Es una continuación del proceso que te describía antes. La secularización no quiere decir que lo sagrado desaparece, sino que los ídolos se multiplican. De ahí el paganismo de esas novelas de Jünger, donde siempre hay lugar para describir un culto, un vínculo marginal con «algo» sacro o «superior». Primero, toda una metafísica de la Guerra. Pero después de diseccionar la fe de su generación en la técnica, de analizar el nacimiento del Trabajador, Jünger va desplazando su interés hacia otras figuras que para mí son como entidades paganas: el Guerrero y, finalmente, el Anarca. Ese titanismo que rige su obra se vuelve más perspicaz con el tiempo. Jünger pasó de un ateísmo radical a una noción de la religiosidad muy parecida a la del último Heidegger, que hablaba de dioses, y no de Dios. Esos dioses no crean iglesia; hablan con el Individuo, con el Gran Solitario. Ahí tenemos sus numerosos elogios de la vida monástica, en parte porque él mismo se volvió un poco eremita. Creía sobre todo en las imágenes, y quizás por eso poco antes de su muerte se refugió, como tantos otros, en el credo católico.

P. Afirmas que la gran lección que Jünger aprende de Dostoievski es que «el nihilismo sólo se puede superar participando en él». Si el nihilismo no admite alternativa, ¿de qué modo invade nuestras vidas? ¿Y qué supone para la política?

R. Importa aclarar que los orígenes modernos del término están precisamente en Rusia; fue popularizado por la novela Padres e hijos, de Turguéniev. Y se reelabora luego, por así decirlo, en Dostoievski. (Vale la pena abrir aquí un paréntesis para llamar la atención sobre la actual tendencia a culpar a Dostoievski de todos los males de Rusia, a verlo como la encarnación de las diferencias entre Rusia y Europa. En la interesante polémica entre Kundera y Brodsky a propósito de este asunto, el poeta ruso ya dejó claro que más allá del maniqueísmo «eslavófilos vs occidentales», en Dostoievski hay dilemas que conciernen a toda la condición humana. Esta cuestión del nihilismo, por ejemplo, que al comienzo fue la refutación de cualquier autoridad, el impulso ultra-racionalista, la negación del dogma). En Dostoievski, según Jünger, nihilismo significa la salida definitiva de la comunidad, un proceso de lucidez autodestructiva que es también la consagración del individualismo moderno. En eso, los rusos fueron pioneros. Y más: Ajmátova le dijo una vez a Brodsky que Dostoievski se había quedado corto, no había captado toda la verdad. En el XIX te cargabas a una anciana de un hachazo y la conciencia te remordía hasta tal punto que terminabas confesando tu crimen. En el XX, sin embargo, fusilabas  a una docena de personas y esa noche te ponías a discutir con tu mujer por su horrible peinado. Es la versión rusa de la «banalidad del Mal» de Arendt. Los grandes intelectuales rusos del siglo XX ya no pueden creer en el pueblo como portador de verdades o valores. Agotadas las potencias revolucionarias, regresa el nihilismo, y ese avatar es lo que nos lleva a considerar a los rusos como «bárbaros», a negar que sean europeos, etc. Pero ese nihilismo ruso, me temo, nos está revelando algo del ser humano y no una exclusividad del «alma rusa». Brodsky decía que los rusos están acostumbrados a contemplar su vida como un experimento, una prueba permanente a la que lo somete la Providencia. Por eso toda la cultura rusa se había reducido a una justificación de la existencia, una deriva metafísica, irracional si se quiere, donde lo malo también puede ser instrumento del destino. Pero de ahí a creer, como decía Kundera, que esa visión nihilista pone en cuestión a la civilización occidental hay un buen trecho. La civilización occidental se basa, entre otros, en el principio del sacrificio, en la idea de un hombre que murió por nuestros pecados. Por eso es capaz de sobrevivir a sus cíclicas amenazas. Mientras el hombre esté preparado para morir por sus ideales, la civilización sigue viva. 

Hay que entender la especificidad de ese nihilismo asimilado por Jünger, que con los rusos nunca cayó en simplificaciones de salón. El nihilismo no es algo que se pueda simplemente ignorar, apartar como se aparta una partícula espúrea del corpus de la civilización occidental. Siempre está esa «parte maldita», el mysterium iniquitatis. Y la política también tiene que lidiar con eso, no puede pregonar sólo bondad y bien común porque entonces acaba en ingenuidad e hipocresía. O en la tiranía del bien, de la cual hay sobradas pruebas.

P. Es muy hermosa la imagen que empleas al presentar la figura de Paul Morand: un escritor que se dedica a leer la decadencia en el horizonte de la velocidad. ¿En qué se fijaría hoy un escritor como Morand para leer la decadencia actual?

R. Ese ensayo sobre Morand debió ir dedicado a Álvaro Mutis. A mediados de los 90 yo solía visitarlo en México, y él fue quien me incito a leer a Morand. En Vuelta, la revista de Paz, salió una entrevista que le hice, donde dijo cosas muy interesantes sobre la literatura francesa. Morand, hoy casi olvidado, fue un escritor muy influyente. Sobre todo en la España de entreguerras, donde tuvo incontables imitadores. Hoy apenas se escuchan algunos ecos suyos en nuestros mejores cronistas, en algunos diaristas. Tal vez sea un escritor muy fechado, muy belle époque. Pero desde una atalaya francesa vio con claridad ciertos síntomas de descomposición. Es decir, Morand se dio cuenta de que lo moderno no era un simple corte con el pasado, sino una incapacidad para entender ese pasado, una incomprensión de la tradición. Fue también alguien que se fijó en el estilo, y en la manera en que el lenguaje podía hacer historia, crear historia. Imagino que hoy estaría fascinado con el ultranarcisismo de las redes sociales, ese gran bazar contemporáneo. 

P. Jünger despreciaba a Céline, a quien en sus diarios apoda ‘Merline’. De Céline, señalas en el libro que «es el más incorrecto de todos los escritores contemporáneos». Y a continuación sostienes que «el aire de los tiempos woke tampoco ayuda». 

R. Cualquiera que indague un poco en su biografía, o que lea sus cartas, se da cuenta de que monsieur Destouches era un tipo detestable. Acomplejado, quejica, envidioso, misógino, racista, oportunista, lleno de rencores… Haciendo gala de un voluntarismo a toda prueba, a imitación de su admirado doctor Semmelweis, construye una retórica del vituperio que es una parte esencial de su literatura: los panfletos y piezas como las Conversaciones con el profesor Y. Además, están sus novelas. Es realmente un virtuoso de la prosa, de una originalidad pasmosa. Hace poco me leí Guerre, el primero de los inéditos que acaba de sacar Gallimard. ¡Qué maravilla de novela –y pobre del que le toque traducirla al español! Y sin embargo, Céline hace gran literatura con un aluvión de incorrecciones de todo tipo: racismo, misoginia, antisemitismo, y nada de eso excluye el humor ni la inteligencia. No me extraña que en Francia la novela se haya vendido como churros: nadie, ni siquiera Houllebecq, sería capaz hoy de decir esas cosas, de tocar esa fibra, de escribir así. Es la suma de todo lo incorrecto destilado en una prosa implacable. 

En el fondo, la obsesión del pensamiento woke es la educación, nos devuelve a todos a la escuela, a empezar de cero, como recién bautizados. Céline no cree en nada de eso (en uno de sus panfletos, Les beaux draps, hay páginas devastadoras sobre la educación y sobre la formación del gusto del público; el gusto general, dice, «va hacia lo falso como mismo el cerdo va hacia la trufa»), sólo cree en la vida. Cuya única gran verdad, paradójicamente, es la Muerte. De ahí su ridiculización del progreso. «Hombres que querían progreso, y un progreso que quería hombres…», para Céline, la Historia es como un Grand Guignol, donde los hombres, aburridos, se ponen a quemar a sus dioses, a hacer guerras, a destruirlo todo. Es una visión terrible y fascinante.

P. ¿Cuál es tu visión de ese fenómeno conocido como wokismo? 

R. Aunque ha llegado a cotas preocupantes, me produce, sobre todo, risa. Obviamente, es una fase, como todos esos «grandes despertares» religiosos de la  tradición norteamericana. Bien la define Borges en su poema desde New England: «un antiguo rumor de Biblia y guerra». El otro día Quintana Paz hacía notar algo interesante: el wokismo, esa tendencia de la izquierda a sustituir la verdad por la Bondad, es como una religión pero sin perdón. Claro, hombre, porque viene, en el fondo, del protestantismo, de una mentalidad protestante, donde la culpa importa más que el perdón. Por otra parte, me cuesta trabajo pensar en términos de «guerra cultural». La «guerra cultural» no es cultura, sino política por otros medios –y a veces por los mismos. Siempre han existido los estúpidos, pero en el capitalismo la cultura crea sus propios antídotos. No hay que lanzarse al ruedo a pelear con la estupidez, mejor reírse de ella.

P. Frente a los autores analizados -a los que hay que añadir otros como Ezra Pound o Henry de Montherlant-, te detienes en un pensador esotérico, Julius Evola. ¿Por qué te interesa Evola? Es interesante lo que comentas acerca de su influencia sobre determinados círculos del trumpismo y del populismo de signo antimoderno en general.

R. Evola es una figura fundamental, un divulgador nato, que odiaba a casi todos sus «seguidores». Cuando se publicó la versión anterior del libro, no era tan conocido fuera de Italia. Ahora se habla mucho de él, por las citas de Bannon, Alexander Duguin y otros apóstoles de una geopolítica populista. En el ensayo que le dedico intento cubrir, justamente, esa parte ocultista/tradicionalista del pensador reaccionario, investigar de dónde sale esa crítica ocultista del mundo moderno, que suele derivar en «conspiracionismo» y en una especie de «oportunismo mítico». El otro día leía un libro muy bueno de Anna della Subin, Accidental Gods, dedicado a estudiar varios casos de apoteosis, hombres que fueron divinizados, elevados a la categoría de dioses. Hay un caso curioso que ejemplifica muy bien eso del «oportunismo mítico». En los años 30, en la India, un grupo de brahamines decidió que Hitler era el último avatar de Vishnú, que vendría a inaugurar una nueva edad dorada para todos los hindúes. Así es como el enemigo de tu enemigo se convierte en Dios. Dentro de la historia del tradicionalismo hay muchos ejemplos como este.

Hoy ese tradicionalismo degradado se ha convertido en el nuevo horizonte temporal del pensamiento reaccionario: vende una temporalidad específica para consumo del público iletrado. Son como los nuevos magos. Lo curioso es que esa idea temporal ha servido por igual a pensadores de izquierda y de derechas. Cada una de esas transformaciones políticas del tradicionalismo suele acabar en totalitarismo. Duguin puede estar contento: el último ejemplo de tradicionalismo encarnado es la Rusia de Putin, cada vez más aislada de Occidente, a punto de volver a convertirse en la Unión Soviética. 

«Pero ese nihilismo ruso, me temo, nos está revelando algo del ser humano y no una exclusividad del alma rusa»

P. Le dedicas un capítulo a Giménez Caballero. ¿Qué puedes decirnos de los reaccionarios intelectuales españoles del siglo XX? ¿Pasarán la prueba del tiempo y de las leyes de memoria democrática?

R. Giménez Caballero, como ya he dicho por ahí en alguna otra entrevista, es un caso curioso porque empezó como vanguardista y acabó como reaccionario. No era algo muy común en la España de su época. Tiene un atractivo especial, un lado camp, de exageración artificiosa, que es muy divertido. Al menos, visto desde fuera. Era un tipo muy inteligente, con buen ojo, aunque con el tiempo se volvió un pensador perezoso, lleno de clichés. Pero hay en esa derecha española –en Sánchez Mazas, en Foxá, en Pla– una mirada especial y, en sus mejores momentos, un tipo de prosa que no debería quedar arrinconada por los prejuicios. Trapiello ya marcó brillantemente el camino para una comprensión íntegra de la relación entre «las armas y las letras» durante la guerra civil y el franquismo. Que no es precisamente el punto de vista de esa reciente ley que mencionas, tan poco democrática. Por otra parte, hay que dejar que cualquier «Ley de Memoria» cumpla su esencial y nominal ridículo; así no es como funciona la cultura.

P. Para terminar, «el escritor reaccionario -leemos ya al final de Mito y revuelta- vive su presente vuelto hacia el pasado». También podríamos decir lo opuesto: el escritor modernista vive su presente vuelto hacia el futuro. ¿Dónde se oculta la realidad entre esas dos conjugaciones verbales, el pasado y el futuro?

R. Me gusta creer en aquello que decía Nicolás Gómez Dávila, siempre tan lúcido, cuando explicaba que el reaccionario no es un soñador nostálgico sino un cazador eterno. Sus rivales son el progresista radical (la tradición que identifica razón y necesidad) y el progresista liberal (que ve la historia como realización de la libertad). En cambio, la dimensión del reaccionario es la suprema aristocracia del monje contemplativo en su celda. O como el Anarca, alguien emboscado, dedicado a minar las soberbias de la historia. Hay otra idea de libertad, más allá del entramado dialectico de voluntades: el reaccionario defiende causas que, a fin de cuentas, no importa perder. La literatura, por supuesto, puede reconciliarse con cualquiera de los credos libertarios o progresistas, proponerse como proyección del tiempo que vendrá, como vanguardia social, etc. Pero siempre que haya mito o metáfora, existirá la pretensión de un tiempo que sea todos los tiempos.

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