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Cultura

Álvaro Delgado-Gal: «La autoridad del intelectual ha desaparecido»

El escritor y director de ‘Revista de libros’ habla con David Mejía sobre su trayectoria y los efectos de la postmodernidad en la política y las artes

Álvaro Delgado-Gal (Madrid, 1954) es licenciado en Ciencias Físicas y doctor en Filosofía. Fue profesor de Lógica y de Filosofía del Lenguaje en la Universidad Complutense y es autor de Buscando el cero. La revolución moderna en la literatura y en el arte (Taurus, 2005) y El hombre endiosado (Trotta, 2009). Es colaborador del diario ABC y director de Revista de libros desde su fundación en 1996.

P. Eres hijo de un pintor. Entiendo que esto ha tenido una ascendencia importante sobre ti.

R. Soy hijo y sobrino de pintores. Mi padre era un pintor conocido, y mi madrina y tía materna también. Y ha sido importante para mí, no sólo porque uno crece en un ambiente distinto, sino porque comprende ciertos problemas con los que jamás habría tenido contacto en otro ambiente. Yo crecí en la España de los años 50, principios de los 60, una época en la que provenir de ese medio sí que te hacía vivir de una forma distinta en relación a lo que eran los modos imperantes en el país. A eso se añade que tampoco hice el bachillerato español; estudié en el Liceo Italiano, donde había un ambiente relativamente bohemio, distinto. Yo no tuve una formación católica, ni casa ni en la escuela. Me movía en un mundo muy distinto al tono general de la España de mi época.

P. Entonces, eras consciente de vivir un ambiente y una educación alejados de la norma.

R. Me fui haciendo consciente gradualmente, pero sabía que yo no encajaba, es decir, me fascinaba que los padres de mis amigos fueran a la oficina. La oficina de mi padre era mi casa, su estudio de pintor. Siempre fui consciente de que mi hábitat era diferente. Me sentía distinto y creo que también era percibido como distinto.

P. ¿En tu casa se hablaba de la Guerra?

R. Sí, mi padre, que nunca fue militante ideológicamente, venía de una familia comunista de los barrios rojos de Madrid. Un tío abuelo mío, por ejemplo, estuvo condenado a muerte. Le conmutaron la pena y se exilió, pero uno de sus hijos murió en el frente de Stalingrado. Mi abuelo, que era también del Partido Comunista, estuvo represaliado; no estuvo preso nunca, pero perdió su trabajo. Y mi padre hablaba mucho de la Guerra Civil. Simpatizaba cordialmente con la causa republicana. Pero tenía 14 años cuando comenzó la Guerra Civil y recordaba con bastante espanto el clima sangriento y fanático que había vivido en su barrio. Entonces, antagonizaba con los nacionales sin simpatizar con los del bando en el que él estaba situado por razones familiares.

P. ¿Su vida se vio afectada de alguna manera por el régimen, o era también paralela y libre?

R. Mi padre jamás tuvo la menor relación con el régimen. De hecho ilustró un libro de Eugenio de Nora, llamado El pueblo cautivo, donde aparece Franco trinchando niños. Y en aquellos años, en los que estaba haciendo el servicio militar, eso comportaba un riesgo. Hubo gente que acabó -no por causa de ese libro, pero sí por causa de esas amistades- en la cárcel. Mi padre tuvo su militancia, pero no llegó a estar en la cárcel. Tuvo relaciones cordiales con personas que eran franquistas, pero jamás tuvo relaciones de carácter oficial.

P. No hemos dicho que no estamos hablando de un aficionado, sino de Álvaro Delgado Ramos, cuya obra está expuesta en lugares como la Academia de Bellas Artes de San Fernando y el Museo Reina Sofía.

R. Sí, aunque estuvo al margen de las instituciones adrede. Era un dibujante muy dotado, pero suspendió el examen de ingreso en la academia porque en lugar de dibujar la cabeza de la estatua que tenía que copiar, dibujó la cabeza de una amiga suya. Estaba buscando bronca, evidentemente, era jovencísimo. Formó parte de la segunda Escuela de Vallecas, comandada por Benjamín Palencia. Mi padre se hizo académico en el 74, y fue un pintor que muy conocido en tiempos. Por cierto, van a celebrar en otoño su centenario, que se cumple este año, con una exposición que recorre toda su obra. Y hablando de sus relaciones con gente que podía estar próxima al régimen, fue muy amigo de Leopoldo Panero, por ejemplo, de Luis Rosales y, por supuesto, de republicanos rojos y perseguidos. Todo a la vez.

Álvaro Delgado-Gal, durante la entrevista. | Foto: Carmen Suárez

P. Sin embargo, a pesar de criarte en un taller de pintor, decides estudiar físicas.

R. Sí, gracias a un amigo de mi padre, que fue una especie de padre putativo, el economista Pedro Ferrero, descubrí a los 15 años las matemáticas y fue una especie de furor, un entusiasmo enorme. Y entre los 15 y los 19 años, me dediqué exclusivamente a leer matemáticas y novelas. Aunque sabía que mi afición genuina eran la literatura y la filosofía, no quería hacer una carrera de letras porque me interesa el rigor de la ciencia. La ciencia, en gran parte, la he olvidado, pero no su rigor. Entonces estudié física teórica e hice la tesina sobre los fundamentos lógicos de la mecánica cuántica. Después me licencié y doctoré en Filosofía, pero digamos que mi primera formación sistemática es matemáticas y física.

P. Te doctoras en Filosofía a principios de los ochenta. Es un momento de auge de la filosofía posmoderna. Como persona con formación en ciencias puras y doctor en filosofía analítica, ¿cómo te llevabas, y cómo te llevas, con estas corrientes?

R. La filosofía analítica está sujeta a límites, y yo creo que en esencia está agotada. Pero es absolutamente imposible dedicarse con pasión a ese tipo de filosofía sin evitar pensar que la jerga posmoderna, incluso el lenguaje de Heidegger, es una broma. Es decir, sencillamente uno se siente incapaz de hacer el esfuerzo de leer esos libros porque no se los puede tomar en serio. Le suenan absurdos. Y aunque yo he estudiado mucho a los clásicos, la verdad es que nunca he entrado de verdad en la filosofía postmoderna porque no me ha apetecido, ni he sentido el menor deseo ni estímulo para hacerlo.

P. ¿Y cómo valoras la trascendencia, académica y política, que ha tenido la filosofía posmoderna, sobre todo en Estados Unidos?

R. Estados Unidos es la clave. Todo el movimiento woke está centrado en las universidades de élite, que a su vez determinan las estrategias de los institutos que quieren colocar a sus alumnos en esas universidades. Eso es un punto fundamental para comprender por qué ha podido ser influyente ese tipo de pensamiento. Dicho esto, me resisto a pensar que Derrida, o incluso un filósofo más claro como Foucault, hayan podido provocar ese tipo de actitudes. Pero es cierto que crean ciertos climas y eso entra en resonancia con otros problemas, como los problemas raciales en el caso de Estados Unidos, y eso ha impreso un sesgo muy especial a ese tipo de movimiento. Y hay un tercer factor, muy importante en mi opinión: el fracaso del proyecto tradicional de izquierdas, que apaga su lado revolucionario, que se queda sin hábitat, sin proyecto, y sin base sociológica objetiva, porque la clase universal -el proletariado- también está desapareciendo. Pero el impulso revolucionario se perpetúa y se desvía en otras direcciones. Al faltar el obrero como sujeto revolucionario, aparecen otros sujetos, personas de otras razas, mujeres, personas con otras inclinaciones sexuales. Intervienen también la fragmentación del espectro por razones electorales y el rédito de acogerse a minorías, a veces muy artificiales. Y ahí podemos hablar de alguien que me parece mal filósofo, pero más respetable, como Marcuse.

P. Celebro que menciones de Marcuse porque es un actor fundamental en esta trama, pero poco recordado. Es él quien abandona las categorías de burgués-proletario para hablar de opresores y oprimidos.

R. De hecho, se despide de los proletarios. Les dice que no están a la altura del proyecto revolucionario, que se han aburguesado. Esto lo dice también Sartre en el librito que escribió sobre Genet. También ahí menciona la palabra «oprimidos».

P. ¿Consideras que hay elementos, derivados de esas corrientes, que están corroyendo el orden liberal?

R. Es evidente que sí; pienso en el concepto de igualdad ante la ley, que primero se considera insuficiente y después se censura como una resaca de un pasado vituperable. Lo esencial para la convivencia liberal, que es el respeto de las reglas y el imperio de la ley, se debilita con consecuencias potencialmente graves. El propio desorden léxico y conceptual que caracteriza esta nueva izquierda es malo para el liberalismo, sencillamente porque el intercambio de razones se hace complicado. También estamos asistiendo a una cosa muy curiosa, que es el retorno de un autoritarismo elemental, bárbaro: la denuncia del diferente. Lo vemos con Unidas Podemos, son movimientos esencialmente autoritarios y elementales. Se tiene la sensación de estar en el panóptico de Bentham o en ejercicios espirituales, con un retorno del autoritarismo que aquí se asocia a la España nacional católica, pero es el mismo reflejo mental.

P. En La condición posmoderna, Lyotard habla de la posmodernidad como la desconfianza hacia cualquier metarelato. ¿Se ha convertido la doctrina posmoderna en un metarelato más?

R. Por supuesto que hay lo que podríamos llamar un orden casi eclesiológico,  más que filosófico, en el que hay que aceptar una jerarquía, un orden, so pena de ser excluido de la Iglesia invisible, que es visible porque está en los medios de comunicación y donde se tercie.

P. Marcuse ensalza al intelectual como agente necesario. ¿Qué opinas de la figura del intelectual, tal y como la conocemos desde el affaire Dreyfus?

R. Es un fenómeno curioso, muy localizado temporalmente a finales del XIX donde, efectivamente, la sociedad francesa se divide por causa del affaire Dreyfus. Unos, que se identifican con la tradición ilustrada, defienden una causa justa; mientras que otros, más reaccionarios, es decir, quienes no terminan de aceptar la tercera República y están muy adheridos a la causa eclesial, se posicionan en contra. Por cierto, tendemos a pensar que entre los buenos estaban todos los intelectuales. Es un error. Por supuesto que estaban Clémenceau y Zola, pero en el mundo de la plástica y la literatura había muchos que estaban en el otro lado, como Paul Valéry, Cézanne o Dégas. El término «intelectual» lo acuña Maurice Barrès, un anti-dreyfusista. Y Zola y Clémenceau lo adoptan para identificar al defensor de la tradición ilustrada frente a la superstición o la sociedad reaccionaria. El intelectual pasa a ser el nuevo pastor que se dirige a la grey. Sin embargo, ahora ya no es el de antes porque predomina otro ambiente y hay otras costumbres. Ahora nos encontramos con los señores que alargan el dedo y nos dicen lo que hay que hacer, que en cierto modo están ocupando el papel del intelectual, pero que tienen otro perfil y que en general no han leído libros.

Álvaro Delgado-Gal charla con David Mejía en la sede de THE OBJECTIVE. | Foto: Carmen Suárez

P. Si entendemos la figura del intelectual como un pastor de las masas, la condición para exista es que haya una masa dispuesta a ser pastoreada. ¿Existe hoy esa disposición en las masas?

R. Yo no comprendo muy bien la situación actual, ni creo que nadie. Pero hay diferencias que llaman la atención. Podemos hablar del que quiere ser pastoreado, lo que implica que está reclamando una autoridad que le oriente en cuestiones relativas al bien y el mal. Y después está el gregarismo, el que quiere ser pastoreado, y en cierto modo esconde una dimensión gregaria. Quiere estar con los que tienen razón y está pidiendo que lo etiqueten para tener la conciencia tranquila. Pero yo creo que ahora la autoridad, en el sentido en que la tuvo el intelectual hasta el 68, ha desaparecido. Y entonces nos asomamos a un fenómeno más confuso en el que son las redes sociales, son las sinergias desordenadas a través de medios diversos los que crean un ambiente. Pero yo creo que ya no existen los pastores de pueblos como los hubo en tiempos de Sartre, y lo digo sin ninguna nostalgia. Pero gregarismo sigue habiendo, por supuesto. Quizá más acusado que antes.

P. Desde su fundación en 1996, has sido director de Revista de libros, ¿con qué objetivos se crea este proyecto intelectual?

R. Pretendíamos hacer algo que diese a la crítica de libros el rigor que atribuíamos a publicaciones como Times Literary Suplement o a la New York Review of Books. La idea fundamental era que la crítica de un libro se convirtiese en el procedimiento para hablar con tranquilidad de un asunto cultural. Las ventajas de girar en torno a un libro es que el libro ponía el contexto. La alternativa es el ensayo filosófico en su acepción convencional. Pero nosotros no queríamos divulgación, queríamos que se entrase a fondo, utilizando el contexto de un libro en términos que pudieran ser interesantes, no para especialistas pero sí para el lector culto con tiempo y paciencia para asimilar un artículo largo. Esto en lo que se refiere al receptor, que es el lector. En lo que se refiere al autor, aunque seguimos acudiendo a críticos, sobre todo en la novela, en general acudimos a profesores de universidad. Y después estaba la prueba del nueve: comprobé que autores que podían salir airosos de un artículo de dos folios, podían sufrir con uno que tuviese un mínimo de cinco. La longitud de los artículos provocaba que, por un proceso de selección natural, sólo terminaban escribiéndolos personas muy versadas. Podían no tener cosas originales que decir, pero sí tenían algo que decir aunque no se les hubiese ocurrido a ellos. Y además sabían de qué hablaban y de dónde venían, y para eso tenían que hacer artículos largos. Porque un artículo de dos folios, si lo hace una persona con grandes dotes para la expresión literaria y muy informada, es una joya, pero eso es complicado. En general son más diestros para moverse en ese espacio corto los periodistas profesionales, que hacen un trabajo muy valioso pero que no era lo que queríamos. Así produjimos un producto cultural que ponía al lector en contacto con lo que sucedía en el mundo del pensamiento y de la literatura, cuyo análisis tenía como marco el libro.

P. ¿Existe una masa crítica para un proyecto como Revista de libros?

R. Estas revistas no son populares, en el sentido de que no alcanzan grandes tiradas. A mí me contó el director del TLS que tenían una plantilla de 30 personas y 10.000 suscriptores en las islas, 10.000 en los Estados Unidos y 10.000 en el resto del mundo. Es una revista de muchísima tradición y gigantescos medios. Nosotros llegamos a tener entre seis y siete mil suscriptores, que no está mal. Pero es un mercado más pequeño y no se puede agrandar naturalmente. El número de personas que dedica mucho tiempo a la lectura es escaso en general, y en España en particular.

P. Una de las consecuencias de la posmodernidad es la disolución de las jerarquías artísticas. Como crítico, ¿esto te ha afectado?

R. En literatura se han desestabilizado los prestigios, pero el fenómeno es muchísimo más claro y dramático en el arte. Yo invertiría el problema: el problema no es el hecho de que al debilitarse la autoridad de algunos maestros del pasado, el campo de la expresión se haya desordenado, sino que es un desorden irreversible en el campo de la técnica expresiva lo que impide que haya autoridades de verdad. Y eso viene ocurriendo en pintura, que no en literatura, desde hace más de cien años; el urinario de Duchamp es una pieza de 1914. Voy a contar una anécdota que ayuda a comprender mejor lo que ocurre. Como se sabe, existía una relación muy próxima entre Picasso y Apollinaire. Este último murió de gripe española poco después de la Primera Guerra Mundial, y sus amigos quisieron hacerle un homenaje. Picasso había ingresado en su fase surrealista, sin abandonar absolutamente el cubismo, y enviaba cosas al comité que se ocupaba del monumento a Apollinaire. Pero lo que enviaba no recordaba en nada a Apollinaire, eran divertimentos artísticos. Finalmente, aceptan una cabeza de Picasso, que es la que está en Saint-Germain-des-Prés, en París. Lo aceptan porque piensan que es un retrato de Apollinare, y como tal lo recibe Le Figaro. Pero no era un retrato de Apollinare. Picasso había enviado un retrato de Dora Mar, su amante. Es evidente que Picasso, desde el veintitantos en adelante (antes de pintar el Guernica), ya no podía hacer cosas tales como intervenir en un hecho cívico, rendir memoria a un amigo… O sea, que el arte moderno estaba esterilizándose clarísimamente. Y eso explica el efecto explosivo de Duchamp, que no llegó a ser muy conocido casi hasta el año de su muerte, que fue en 1968. Pero lo que hace esencialmente Duchamp es denunciar el arte dirigido a la retina, lo que implica que denuncia todas las técnicas que en escultura o pintura tienen como fin crear objetos que cautiven. Y el resultado es un gigantesco desorden. Por supuesto, no hay autoridades auténticas o son más bien personas que se hacen brevemente famosas, vendiendo sus obras a precios fabulosos, que casi siempre son ficticios. Pasan y viene otro. Y no hay jerarquías porque no hay criterios; la falta de criterio impide que haya jerarquías.

P. Te he leído que consideras que Tápies o que Chillida trabajan la materia, pero que han impostado una profundidad intelectual.

R. Sí, cuando Chillida o Tàpies especulaban y hablaban de Heidegger y cosas así era grotesco. Lo que tiene Tàpies es sensibilidad para la materia. Y Chillida lo mismo: considero que formalmente es un escultor poco imaginativo y bastante rudimentario, tiene sensibilidad para el material, pero no mucho más.

P. ¿Qué buscas cuando contemplas una obra de arte?

R. Quien tiene la retina educada por la contemplación del arte moderno, como me pasó a mí, está viendo la pintura desde un ángulo muy lateral y un poco angosto. Está buscando la organización formal del lienzo. Eso es el cubismo. El asunto importa poco. Se está aproximando a la pintura con una actitud que tiende a transferir también a la percepción de los clásicos. Cuando ve un Velázquez, un Murillo o un Goya, también tiende a apreciar los aspectos formales, lo que ya supone que ha amputado la experiencia antigua, donde el manejo del oficio, que era muy importante, no era disociable de la maestría escenográfica, como se ve en el caso de Las Meninas. No era disociable del manejo de una serie de motivos transmitidos a través de la tradición, por la Iglesia, por el tratamiento de algunos asuntos convencionales de carácter mitológico. Era una experiencia mucho más completa. Pero incluso en el arte moderno, donde manda exclusivamente la aproximación visual, sin el dominio del oficio no hay arte, hay retórica. Duchamp, que sigue siendo el modelo, no era un hombre demasiado inteligente, no había leído nada en su vida. Era un hombre astuto. Dice cosas que a veces tienen gracia, pero suponer que Duchamp es un pensador es absurdo y pasa con muchos de sus émulos. Pensar es exigente; exige situarse en una tradición y dedicarle tiempo. A través de los actos de provocación o de las apuestas del arte contemporáneo no se piensa.

P. Para cerrar, te quiero hacer la pregunta que siempre le hacemos a nuestros invitados: ¿a quién te gustaría que invitáramos a Vidas cruzadas?

R. Voy a decir dos personas que no son de Madrid, para no ser centralista: Roberto Blanco, que es constitucionalista, y José María Ruiz-Soroa, que es abogado de profesión, pero que ha escrito cosas muy notables sobre pensamiento político y está muy familiarizado con el problema vasco.

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