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Verano del 36: el desencanto de Simone Weil

El ensayo ‘La Columna’ de Adrien Bosc indaga en el desengaño de la joven pensadora francesa, que pasó unas semanas con los milicianos de Durruti

Verano del 36: el desencanto de Simone Weil

Adrien Bosc . | Eric Fefeberg

Más allá de la nacionalidad francesa, poco o nada tenían en común Simone Weil y George Bernanos cuando la primera decidió escribir una carta al segundo en 1938 para decirle, entre otras cosas, que se sentía «más cerca de él» que de sus compañeros anarquistas en la guerra de España. Weil era una intelectual judía de apenas 28 años, de apariencia frágil, mística y encendida, una burguesa obsesionada con redimir al obrero que en el verano del 36 cruzó la frontera, tomó el fusil y se unió a la Columna Durruti en el frente del Ebro. Bernanos, por su parte, era ya un señor de 50 años, profundamente católico y orgulloso monárquico en la Francia laica de la Tercera República; la Guerra Civil española le había pillado en Mallorca y rápidamente tomó partido por Falange e incluso se sintió honrado de que su hijo Yves marchara con los nacionales a la batalla. 

¿Qué había sucedido para que Weil escribiera con palabras de admiración a Bernanos y este conservara aquella carta para siempre junto a sí, hasta el punto de que, a su muerte, en 1948, la encontraran doblada en su billetera? Había sucedido ni más ni menos que la guerra de España, una experiencia que transformó a ambos y puso en cuestión sus propias ideas y militancias. «Yo estuve en España –le escribió Weil-, oigo y leo toda clase de reflexiones sobre ese país, pero, aparte de usted, no sé de nadie que se haya bañado en la atmósfera de la guerra española y haya resistido». La anarquista y el realista, unidos por el horror de los fusilamientos en caliente, el cainismo y la «sangre inútilmente derramada» (en palabra de Weil) del verano de 1936 a la que ambos asistieron desde distintos bandos.

Portada del libro.

El ensayo novelado La columna, escrito por Adrien Bosc (ganador en 2014 del Grand Prix du Roman de l’Académie Français) y publicado en España por Tusquets, pivota sobre esa misteriosa carta que fue divulgada, y defendida, por Albert Camus en 1954. Bosc reconstruye los 45 días que pasó Simone Weil en España, apenas comenzada la contienda y para los cuales se ha servido, entre otros documentos, de las 34 hojas de Moleskine que rellenó la filósofa a modo de diario. Ese mes y medio en un país moralmente desmoronado afectaría decisivamente en sus convicciones sobre la guerra. 

Weil traspuso la frontera en Portbou (donde pocos años después moriría Walter Benjamin) con sello de la Generalitat. «Siempre se había considerado una pacifista, alguien incapaz de vestir uniforme y empuñar un fusil, pero dos días antes, al término de una reunión de apoyo a los republicanos españoles, decidió que iría a combatir», narra Bosc. La joven era muy capaz de este tipo de resoluciones idealistas, mesiánicas: esa misma necesidad de implicarse la había impulsado a pausar su plaza de docente y unirse como obrera a la fábrica de Renault entre 1934 y 1935. En Barcelona, Weil contacta con la CNT, la FAI y el POUM. Se siente exultante: «El poder ha pasado al pueblo», escribe. De esos días data su famosa fotografía con mono de mecánico y fusil al hombro. Después, se sumaría junto a extranjeros de distintas nacionalidades al Grupo Internacional de la Columna Durruti. Con ellos, convergería en la terrible línea del Ebro. 

La columna desgrana los intentos de Weil de pasar al enemigo para llevar a cabo una misión secreta de rescate de un compañero y el accidente en medio de un bombardeo por el que su pie acabó en una enorme olla de aceite hirviendo. Aquel suceso la obligó entre protestas a ponerse a recaudo en Barcelona y en Sitges. En septiembre, regresó a Francia. Había visto y había oído mucho. La experiencia en el frente cristalizaría en una mayor convicción pacifista y, en cualquier caso, en el desengaño sobre la causa revolucionaria de los anarquistas y marxistas españoles. 

Simone Weil, con el fusil al hombro, en su foto más famosa de la Guerra Civil española. Esta es la fotografía que aparece en la portada del libro ‘La Columna’. | Archivo Tusquets

En esos mismos días, George Bernanos había hecho el camino inverso. En Mallorca asistió a las venganzas personales y los paredones improvisados. Los falangistas adoraban al autor de Diario de un cura de aldea y su propio hijo Yves, de 16 años, marchaba con ellos. Pero el francés se bajó pronto de la noción de ‘guerra justa’: «Me impresiona que esta pobre gente sea incapaz de comprender el juego horroroso en el que han comprometido sus vidas. Y no sé describir la admiración que me inspira el valor, la dignidad con la que he visto morir a estos desgraciados». 

Bernanos había visto morir ‘rojos’ a mansalva; Weil asistió u oyó sobre numerosos ajusticiamientos también sin garantías a ‘fachas’. Un fascista podía ser sencillamente quien no se unía a los tuyos: en un pueblo aragonés, los milicianos, cuenta Weil, «razonaron así: si estos jóvenes, en lugar de venirse con nosotros la última vez que nos retiramos, se han quedado a esperar a los fascistas, es que son fascistas. Y los fusilaron en el acto, luego dieron de comer a los demás y se creyeron muy humanos». Más impresión causó en ella la muerte de un chico de 15 años que combatía con los falangistas. Apresado por Durruti, que le aleccionó durante una hora sobre las «virtudes del anarquismo», le dio de plazo 24 horas para enrolarse con ellos y combatir a sus compañeros de filas o morir. «Al cabo de esas 24 horas, el muchacho dijo que no y fue fusilado. Y eso que Durruti era en cierto sentido una persona admirable. La muerte de aquel pequeño héroe nunca ha dejado de pesarme, aunque me enteré después de que ocurriera».

La anécdota la relata Weil en su carta a Bernanos. Para entonces, el autor ya había dado a la imprenta su libro Los grandes cementerios bajo la luna, en el que daba cuenta de la represión nacional en Mallorca al inicio de la guerra. El libro causó una honda impresión en la filósofa, que opinaba lo mismo en relación a su experiencia con los ‘rojos’. Es por ello que Weil asegura sentirse «más cerca» del monárquico Bernanos que de sus antiguos compañeros de armas. 

La de Weil es una misiva desencantada: «He dejado de sentir la necesidad interior de participar en una guerra que ya no era, como me pareció al principio, una guerra de campesinos hambrientos contra terratenientes y un clero cómplice». Ahora, explica, ha pasado a ser parte del juego internacional y una orgía de sangre sin sentido: «No podemos concebir ese fin –el bien público, el bien de los hombres- cuando no damos ningún valor a los hombres». A los milicianos acusa Weil de no sentir empatía ni interés por los campesinos a los que venían a redimir o a quienes fusilaban por oponérseles. De los franceses en la contienda lamenta que «ni siquiera en la intimidad» expresaran «repulsa, asco o simplemente desaprobación ante sangre inútilmente derramada».

No consta respuesta de Bernanos a aquella carta del 38, si bien debió impresionarle para conservarla consigo hasta su muerte. El escritor abandonó Europa, desengañado, y zarpó a Sudamérica. Mientras, Weil, que había huido con su familia a Nueva York ante las primeras purgas a judíos en Francia en la Segunda Guerra Mundial, regresó al continente, a Londres, para unirse a la resistencia. Murió en una modesta pensión, de tuberculosis, en 1943, después de dejar una obra a caballo entre el misticismo y la conciencia social.

La publicación en 1954 de la carta levantó una polvareda en Francia. Camus defendió la postura de Weil: «Está bien que la violencia revolucionaria, inevitable, se separe a veces de la odiosa buena conciencia en la que lleva tiempo instalado». Sus compañeros en el Grupo Internacional de la Columna Durruti no lo vieron tan claro y acusaron a la filósofa de «elegir el bando de Bernanos». Weil, mientras, reposaba bajo una modestísima lápida en, más que un cementerio, un jardín londinense; allí no llegaban los tiroteos de la vieja guerra de España. 

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