THE OBJECTIVE
Historias de la historia

Hubo una vez tres Papas

A principios del siglo XV llegó a haber tres Papas simultáneos, proclamándose los tres soberanos de la Iglesia

Hubo una vez tres Papas

El Papa Luna, uno de los tres pontífices simultáneos, se hizo retratar como San Pedro en el retablo de la iglesia de Santa María de Morella. | Wikipedia

El fallecimiento de Benedicto XVI ha propiciado comentarios sobre la situación «insólita» de la última década, con dos Papas en el Vaticano. Pero la Historia de la Iglesia es muy larga -2.000 años- y nada nuevo la puede sorprender. Hubo una vez tres Papas simultáneos, y ninguno era emérito, los tres se consideraban soberanos de la Cristiandad.

La tricefalia de la Iglesia se produjo al inicio del siglo XV, durante el llamado Gran Cisma de Occidente, que estuvo a punto de fraccionar a la Iglesia católica. En realidad fue el punto final de un conflicto que había comenzado en 1309, con el traslado de la sede papal a Aviñón.

Complejos fueron los motivos que movieron al Papa Clemente V, anteriormente arzobispo de Burdeos, a instalarse en esa ciudad de lo que hoy es el sur de Francia. Roma era una ciudad muy insegura, frecuentemente conmocionada por motines populares o epidemias, y el Papa quería mantener una buena relación con el rey de Francia. Aviñón cumplía la condición de estar fronteriza con Francia, aunque no pertenecía a Francia, sino al reino de Nápoles. Como Nápoles era vasallo de la Iglesia, podía decirse que el papado se instalaba en una ciudad vasalla, no en el extranjero.

Siete Papas se sucedieron en Aviñón entre 1309 y 1377, con legitimidad aceptada por toda Europa. Finalmente Gregorio XI decidió el retorno a Roma por razones políticas, porque el papado estaba perdiendo el control de sus territorios italianos. Pero al año siguiente de su retorno, Gregorio XI falleció en Roma, y el cónclave que se convocó para elegir sucesor fue un desastre. 

Los romanos temían que el nuevo Papa –gran fuente de ingresos por la atracción de peregrinos- volviese a marcharse de su ciudad. Se formó una turbamulta que, al grito de «¡Los queremos romano, o al menos italiano!», asedió el cónclave y llegó a asaltarlo, intimidando e incluso agrediendo a los cardenales. Naturalmente los cardenales eligieron a un italiano, el arzobispo de Bari, que ni siquiera era cardenal. Adoptó el nombre de Urbano VI y desde el principio demostró una capacidad anómala para disgustar a todos y crearse enemigos. 

Pronto se puso en entredicho la legalidad de su elección, realmente muy dudable, y los mismos cardenales que habían elegido a Urbano VI celebraron, solamente tres meses después, un nuevo cónclave en el que eligieron un nuevo Papa, Clemente VII. Como la sede de Roma estaba ocupada por Urbano, Clemente se instaló en Aviñón. Así comenzó en 1378 el Gran Cisma de Occidente.

El cisma

Lo primero que hicieron fue excomulgarse mutuamente, dando prueba de que aquello no iba a resolverse amistosamente. La cristiandad se dividió en dos bandos. En líneas generales puede decirse que el Papa romano era reconocido por Italia, Alemania e Inglaterra, mientras que el Papa de Aviñón tenía el apoyo de Francia y España. A lo largo de cuatro décadas se sucedieron cuatro Papas en Roma y dos en Aviñón, y como todos hacían nombramientos también había muchas diócesis con dos obispos o conventos con dos superiores.

La situación era escandalosa y se impuso el criterio de buscar una solución salomónica. Había que destituir a los dos pontífices y elegir uno nuevo. En 1409 se convocó el Concilio de Pisa, que destituyó al Papa de Roma, y al Papa de Aviñón, y nombró Sumo Pontífice a Alejandro V, que se murió enseguida, y a continuación a Juan XXIII. Como ni Gregorio XII (el de Roma) ni Benedicto XIII (el de Aviñón) acataron la destitución, la Iglesia fue de Guatemala a Guatepeor, ¡había tres Papas!

En vista de que la Iglesia era incapaz de resolver la crisis intervino el poder político. La Cristiandad tenía dos cabezas, una religiosa y otra laica, es decir, el Papa y el Emperador. El titular del Sacro Imperio Romano-germánico era Segismundo, que convocó un nuevo Concilio que tuvo lugar en Constanza en 1414. Juan XIII respaldó la convocatoria y presidió las sesiones, y también el Papa romano, Gregorio XII, apoyó el Concilio e incluso renunció al papado. Juan XXIII estaba confiado en ser reelegido, pero el Concilio se mostró muy crítico, autoproclamándose por encima del Papa.

La tensión llegó a tal punto que Juan XXIII salió huyendo de Constanza, pero las fuerzas imperiales lo persiguieron y detuvieron. El Concilio lo sometió a juicio con una ristra tremebunda de acusaciones: herejía, simonía (corrupción), cisma, asesinato, violación, sodomía e incesto. Eran cargos como para terminar en la hoguera, de modo que decidió mostrarse manso, renunció al papado y cuando el Concilio de Constanza eligió un nuevo Papa, Martín V, le prestó obediencia.

Esa conducta le valió ser puesto en libertad, e incluso le dieron un pequeño obispado como consolación. Murió al poco tiempo como obispo de Frascati, pero Juan XXIII sufrió otra pena de carácter perpetuo, la damnatio memoriae (condenación de la memoria en latín). Se le consideró oficialmente «Antipapa» en vez de Papa, como si su elección hubiese sido nula. Durante más de 500 años, los sucesivos pontífices evitarían adoptar el nombre de Juan, que hasta entonces era el más repetido en el papado, como si estuviese cargado de mal fario, y fue únicamente en 1958 cuando al ser elegido sucesor de Pío XII el cardenal Roncalli, que era un hombre de carácter tan fuerte como campechano, ignoró la maldición y adoptó el nombre de Juan, con el mismo número, XXIII, que el desgraciado Antipapa.

El Papa elegido por el Concilio de Constanza, Martín V, fue reconocido por el orbe católico, pero aún quedaba un obstáculo, Benedicto XIII, el Papa de Aviñón. A diferencia de su colega de Roma, el aviñonés no puso su cargo a disposición del Concilio de Constanza, que en consecuencia le declaró Antipapa y hereje. El rey de Francia, el valedor de los Papas de Aviñón, le retiró el apoyo, y Benedicto XIII se retiró a Aragón, buscando protección en su tierra natal.

Benedicto XIII, de nombre anterior Pedro Martínez de Luna, había nacido efectivamente en el pueblo de Illueca, provincia de Zaragoza, y respondía al tópico del aragonés testarudo de los chistes de baturros. Mantuvo entrevistas con el emperador Segismundo, que vino hasta Perpiñán para convencerlo de que renunciase, y con el rey Fernando I de Aragón, que se hizo acompañar de San Vicente Ferrer, en Morella, donde también rechazó los consejos de su último protector.

Terminó encerrado en un antiguo castillo templario en Peñíscola, convertido en «el Papa Lun»”, como le llamaba el pueblo, manteniendo la ficción de que todavía era Sumo Pontífice de la Iglesia, nombrando cardenal a cualquiera que estuviese a su lado. Y sostuvo tercamente esa posición mucho tiempo, hasta que murió con 95 años de edad. De ahí que surgiese el dicho de «mantenerse en sus trece» para indicar testadurez extrema, en alusión al número XIII del título papal que le retiró la Iglesia. 

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