'Los Fabelman': Steven Spielberg visto por sí mismo
El director estadounidense dirige ‘Los Fabelman’, una emotiva película autobiográfica en la que relata cómo descubrió el cine durante su infancia
Sabiduría narrativa, calado popular, estilo inconfundible y la sensación de que disfruta más haciendo cine que cualquier otro habitante del planeta. Todo ello unido a la magia que desencadena cada vez que dice «¡Acción!». Eso es lo que distingue a este artista genial, capaz de hacer más gozosa nuestra existencia cuando una película suya anuncia su estreno. En esta obra de madurez, Los Fabelman, Steven Spielberg une sus recuerdos familiares, descosidos por el destino, y los convierte en una historia de iniciación. El resultado es una obra de un clasicismo sin filtros que rinde tributo a su familia a 24 fotogramas por segundo.
En lugar de hacer un corta-pega de nostalgias y evocaciones, Spielberg descifra su personalidad cinematográfica‒ cinco décadas de carrera‒ reviviendo al niño y al adolescente que un día fue. En este sentido, el viaje en el tiempo que plantea Los Fabelman aclara todo aquello que los admiradores del cineasta ya intuían en las familias que retrató en E.T., el extraterrestre (1982) o Encuentros en la tercera fase (1977). «Ahora no me puedo imaginar una carrera profesional sin haber contado esta historia», explica el director. «Como dijo Thomas Wolfe, y tiene toda la razón: no puedes volver a tu hogar. Al terminar el rodaje, tuve conciencia de ello. Pero, al menos, puedo compartir esta película».
Spielberg no es especialmente ambiguo a la hora de confesar los episodios que más le marcaron. En Los Fabelman muestra cómo le embrujó el cine después de ver en 1952, a la edad de seis años, El mayor espectáculo del mundo, de Cecil B. DeMille. También relata cómo, siendo un quinceañero, fue tomándose cada vez más en serio esa pasión por el celuloide. Y en paralelo, nos cuenta la experiencia de crecer junto a sus padres, Arnold Spielberg y Leah Adler, transformados aquí en Burt (Paul Dano) y Mitzi Fabelman (una maravillosa Michelle Williams). Dado que el realizador siempre ha descrito la ruptura de ese matrimonio como un acontecimiento devastador, sorprende encontrar en Los Fabelman una visión tan afectuosa de la pareja. Esa calidez se extiende al resto del clan: las tres hermanas del protagonista y su excéntrico tío abuelo, Boris Podgorny, encarnado con mucha complicidad por Judd Hirsch. En otras manos, esta historia podría ser ridículamente melodramática, pero Spielberg logra que todas las piezas encajen con elegancia, incluso en los momentos duros. Nada desprende impostura. La riqueza de ese mundo familiar es, además, lo que le permite abordar cuestiones muy dolorosas, como la crisis conyugal o el antisemitismo que él mismo padeció en el instituto.
Cuando Martin Amis entrevistó a Spielberg para el Observer en 1982, aún era fácil identificar al director con ese chaval que rodaba películas caseras con una cámara de 8 mm. «Resulta bastante irresistible», escribe Amis, «buscar el secreto de Spielberg en la afabilidad de sus orígenes suburbanos: una niñez ambulante, aunque despreocupada, vivida en su mayor parte en el sudoeste». El escritor británico supo ver hace 40 años algo que es aún es válido para Los Fabelman: «El camino de Spielberg hasta el corazón de la gente es tan directo que te hace sentirte desanimado por la debilidad de tus propias defensas y las transparencia de tus miedos y esperanzas más íntimos».
Cuando el futuro realizador todavía formaba parte de los boy-scouts, entendió que el cine, además de ser una vía de escape, le permitía rehacer la vida en sus propios términos. Gracias a ese descubrimiento, sobrellevó mejor otras angustias personales. «Su infancia», nos dice Peter Biskind en Moteros tranquilos, toros salvajes, «fue una época en la que debió de sentirse un extraterrestre, habitante de un planeta llamado Israel; los terrícolas eran la población de clase media americana de Phoenix». A comienzos de los setenta, añade Biskind, mientras se ganaba el sueldo en la televisión, «Spielberg seguía siendo un adolescente: se alimentaba de pasteles Twinkies y galletas Oreo, y dormía con camisetas y calcetines blancos». Pero ocurrió algo inesperado. A diferencia de tantos hippies y artistas contestatarios del Nuevo Hollywood, este friki del cine se había criado, al igual que George Lucas, amando las películas de vaqueros, naves espaciales y monstruos gigantes. Y eso explica su conexión con una audiencia masiva. Como recuerda Quentin Tarantino en Meditaciones de cine, cuando Spielberg cambió las reglas de la industria con Tiburón en 1975, «era un cineasta nato genial que disfrutaba precisamente con esa clase de película y estaba dispuesto a dejarse la piel por ofrecer la visión exacta que tenía en la cabeza».
Los Fabelman refleja el deseo de volver a aquel hogar donde la libertad y la creatividad se imponían de forma espontánea. En este sentido, toda ella está realizada como un retorno al corazón del sueño americano. Nos hace sentir que formamos parte de esa aventura íntima y, a su manera, funciona como una nota a pie de página en la filmografía del director.
Tanto coinciden los episodios narrados en el filme con las biografías disponibles sobre su vida que a uno le cuesta saber cuándo Spielberg se somete a la verdad y cuándo la ficción toma el relevo. En todo caso, sería raro no sentir afecto por el convincente álter ego del cineasta, Sammy Fabelman, interpretado por Gabriel LaBelle: un tímido adolescente dispuesto a convertirse en el guardián de los sueños de América. Mucho se ha hablado de la escena que comparte con John Ford, a quien da vida otro director, David Lynch. Sin embargo, Sammy no se limita a protagonizar anécdotas reales como esta. Su cinefilia y su proceso de maduración son genuinos y dejan huella en el espectador. Por eso mismo, esta es una de esas películas que deberían proyectarse en las escuelas de cine. No solo porque ayuda a entender el lenguaje de la cámara (la luz, la óptica, la angulación, el encuadre), sino porque traslada al público a una época en la que cualquier sala de sesión doble podía ser el paraíso.
Es difícil que alguien pueda quejarse del equipo creativo que ha vuelto a reunir Spielberg en esta oportunidad. Viejos amigos y colaboradores suyos, como el guionista Tony Kushner, el compositor John Williams, el director de producción Rick Carter, el montador Michael Kahn y el director de fotografía Janusz Kaminski. Con semejante reunión de veteranos, no es extraño que Los Fabelman sea cine de primera clase.