John Banville: «He acabado mi tarea como artista. No necesito volver a subir el Everest»
El escritor irlandés considera culminada su obra «seria» con su última novela, ‘Las singularidades’, que le ha llevado cinco años de trabajo
John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) se divierte, risueño y cáustico como un duendecillo de la mitología celta. Clásico favorito al Nobel de Literatura, ha decidido ir cerrando el chiringuito y disfrutar del panorama, liberado, más allá de las pulsiones un poco ridículas de los seres humanos que describe con punzante ironía en sus libros. Acaba de publicar en España Las singularidades (Alfaguara), una novela total con la que, asegura, cierra su obra «seria». «Es como todos mis libros unidos en uno solo», asegura. Quedará alguna novela negra, de las que escribe con el seudónimo Benjamin Black. Para pasar el rato, más que nada, mientras otea el mundo como un dios irónico y un poco gamberro, liberado de todo ya más allá de las nubes.
¿De verdad se acaba el John Banville de la alta ficción? «Bueno, hay otras posibilidades. Voy a transformar la novela negra en una forma de arte». Cielos… «Es broma», explica, compadecido del entrevistador. «Voy a seguir escribiendo, pero lo fundamental de mi trabajo, que está en novelas como Las singularidades, ya está hecho. Cada artista tiene ante sí una cantidad de tarea y yo ya la he realizado». ¿Y ya está, así de simple? «Sí».
Tocaría, por lo tanto, hacer balance. O no. «Creo que nunca estaré en posición de hacer un balance de mi carrera. No puedo tomarme lo suficientemente en serio». Algo parecido a un titubeo antes de confesar: «Yo… Sigo siendo ese adolescente que quería ser escritor. Y todavía estoy practicando. Cada mañana me siento en mi escritorio y… no sé cómo hacerlo. De verdad. Pero, de alguna manera, al final del día tengo algo escrito. Al día siguiente lo miro y me digo: ‘Dios mío, ¿cómo lo he hecho? ¡Y hoy voy a tener que volver a hacerlo!’».
Pero nunca más algo como Las singularidades. «Me llevó tanto tiempo, tanto trabajo… No quiero embarcarme en algo así otra vez. Ni convertirme en un aburrido o en alguien como el protagonista de la Muerte en Venecia de Thomas Mann, un viejo que pretende pasar por joven. En mi 50 cumpleaños me enviaron una tarjeta que decía: ‘¡Felicidades, ya no puedes morir joven!’ Ahora tengo 77». Aunque, orgulloso, matiza: «Sería capaz de hacerlo otra vez, pero sería como escalar el Monte Everest dos veces. ¿Qué sentido tiene?».
En Las singularidades, Banville recupera y, hasta cierto punto, resume temas e incluso personajes de sus novelas más notables. Tras una larga condena por asesinato, un tipo vuelve a su pasado, encarnado en el caserón en el que vive la familia de Adam Godley, un físico revolucionario que cambió el marco mental de la humanidad, sumiéndola en una especie de estupor moral. Filosofía, humor, toques de ciencia ficción más o menos distópica, intrincadas relaciones familiares… Una obra maestra a la que dedicó cinco años de duro trabajo.
¿De dónde sale algo como esto? ¿Cómo es el proceso de creación de una novela de este tipo? «Las obras de arte no son como… inventos. No es como inventar un coche o un ordenador. No sé de dónde vienen. Nunca tengo la sensación de haber empezado un libro. El libro siempre parece continuar. Sospecho que, en realidad, sólo he escrito un libro en mi vida, una y otra vez, limitándome a intentar hacerlo bien».
Esa disolución de los límites entre sus relatos coincide con la teoría Brahma que aparece formulada en la novela y refuta el concepto de identidad. «No hay certezas. Lo que creemos hoy será refutado mañana. O mejorado. Los científicos se imaginan que están tratando con hechos y desprecian a los artistas y todo lo que no se puede probar. Me da igual: la semana que viene vendrán otros científicos que refutarán esos hechos de los que se sienten tan orgullosos. Nietzsche tenía razón: no hay hechos, solo interpretaciones».
Dicho lo cual, en Las singularidades hay bastante ciencia. No es la única contradicción de Banville. Es más, a veces da la impresión de regodearse en ellas. Aunque la suya es una ciencia muy peculiar: «Creo que la física del siglo XX produjo ideas más bellas y poéticas que la literatura. El principio de incertidumbre de Heisenberg es muy, muy hermoso. También la teoría de la relatividad de Einstein, aunque esté siendo refutada por la cuántica… que, en su momento, será refutada por otra. Y entonces el sol se agotará y el universo se volverá negro y todo habrá terminado». Y ya está. El apocalipsis es otro juego más, parece.
Las singularidades describe una sociedad trastornada por uno de esos cambios radicales que jalonan la historia de la ciencia. Pero Banville asegura que no pretendía dejar ningún mensaje. «Solo quería escribir un libro, crear una obra de arte. No tengo nada que decir sobre el mundo, la política, la moral, nuestro futuro o cualquier otra cosa. Una obra de arte tiene valor en sí misma. No tiene ambiciones de ser otra cosa que lo que es. Ni filosofía ni metafísica ni nada».
Es más, todo eso le da bastante pereza. «Estoy leyendo un librito con 23 preguntas sobre filosofía, desde sus principios hasta nuestros días. Y cuanto más lo leo, más me parece que no es más que una tontería de gente desesperada por encontrar alguna explicación, algún significado a la realidad». Y de aquí, en un malabarismo sorprendente, surge una tremenda teoría sobre la mujer: «Esta es una de las razones por las que hay tan pocas filósofas, porque ellas saben que no hay significado, no hay respuesta, que la filosofía es solo una búsqueda neurótica en la que se embarcaron los hombres».
Y un paseo por la historia desde el mismísimo origen. En un principio, sostiene Banville, «mientras las mujeres estaban en las cuevas criando a los bebés y nosotros en la selva cazando animales y trayendo comida, todos teníamos una razón de ser, nuestra vida tenía un sentido. Después ya no, así que inventamos la filosofía, la religión, la ciencia. Pero las mujeres no pican: saben que la vida es la vida y ya». El escritor pasa entonces de la historia a la autobiografía sin mayor reparo, rastreando su admiración por el eterno femenino hasta su «más tierna infancia», cuando «las niñas con las que jugaba siempre sabían más que yo. Yo podía tener más conocimientos, más aprendizaje, podía saber más sobre cómo funcionaban las cosas, pero las niñas simplemente sabían. Sin tener que perseguir las cosas». Suspira. «Me encantaría ser mujer por un día».
Solo por un día. Porque, en Las singularidades los personajes femeninos se dedican básicamente a sufrir… «A veces pienso que los hombres siguen hurgando en las mujeres sólo para ver si pueden descubrir lo que significan. Por eso sufren. Son como diosas… de las que yo soy muy devoto». Pese a que Banville se ha significado siempre por su ateísmo, William Jaybey, narrador de la novela e indisimulado trasunto autoparódico del autor, se considera un dios. «Los hombres se creen dioses y no lo son, mientras que a las mujeres les importa un bledo serlo».
Otro de los postulados de la teoría Brahma, que sobrevuela toda la novela, consiste en otorgar alma a todas las cosas por igual, idea de la que brotan insólitas descripciones sobre la vida interior de una silla o, en el fastuoso capítulo final, de unos manteles que se convierten en los verdaderos protagonistas de la fiesta en que todo culmina. «Yo no nos veo a los seres humanos como el centro del universo. Para mí, las personas son figuras del paisaje, yo incluido. Nos creemos dioses solo porque desarrollamos la conciencia… y no sabemos qué hacer con ella. Llevas a un perro a una playa llena de bolsas de plástico y condones, algo horrible, y el perro salta entre las olas lanzando todo eso al aire, como diciendo: ‘¿No es maravilloso?’ Los animales nos enseñan tanto… Por eso los destruimos, como todo lo demás. No podemos soportar que el mundo nos diga: ‘Relájate, deja de filosofar, deja de pensar que hay algo más. Esto es suficiente’. No podemos aceptarlo y, por ejemplo, nos enamoramos y hacemos un dios de un ser humano perfectamente ordinario, aunque eso solo dura cuatro o seis meses».
Los humanos también somos animales, reconoce, pero animales «que hablan. De nuevo, Nietzsche (uno de los grandes filósofos… porque no es realmente un filósofo) dijo que los animales nos consideran el animal triste, el animal que ríe, el animal que llora, el animal loco». ¿El animal que se cree un dios? De nuevo la contradicción: la teoría Brahma obliga al escritor a dar cuenta de la vida interior de Todo, desde una silla a un mantel. «Un novelista, un artista, es un pequeño dios. Puedo controlar todo ese mundo, todas mis marionetas».
Entonces la gran declaración: «Sí, mi objetivo es dar cuenta de todo». Ambicioso… «La gente tiene ambiciones pequeñas. Y está bien. Ganar la lotería, tener una casa bonita… Yo tengo grandes ambiciones. En cierto modo, todos los artistas son políticos fracasados, dictadores frustrados». Hay formas de lidiar con frustraciones como esta. En Las singularidades se bromea con un Premio muy parecido a ese Nobel que tanto parece rondarle a Banville. ¿Ya no se lo toma en serio? «Claro que me gustaría ganarlo. ¡Es casi un millón de euros!» ¿Y ya está, solo por el dinero? «A ver, como niño codicioso, como gran bebé que soy, me gustaría tenerlo, sí. Como escritor, no me serviría de nada, no tendría ningún efecto».