O'Farrell rescata una vida del pasado en 'El retrato de casada'
Tras ‘Hamnet’, la autora vuelve con una novela en la que ficciona la vida de una desconocida duquesa italiana de cuya intrigante vida apenas hay documentación
Si en Hamnet (Libros del Asteroide, 2020), la obra que lanzó definitivamente al éxito internacional a la autora irlandesa Maggie O’Farrell, el protagonista era el desconocido hijo de Shakespeare, en El retrato de casada lo es Lucrezia, otra extraña perla rescatada del pasado. Lucrezia fue parte de la dinastía florentina de los Medici en el siglo XVI, obligada a casarse con el duque de Ferrara a los trece años, y posiblemente asesinada a manos de su marido siendo aún una adolescente.
Con este sustrato histórico, O’Farrell levanta un relato de ficción acerca de la desgraciada vida de la joven, de quien supo por vez primera a través del poema Mi última duquesa, de Robert Browning, que se mete en la piel del duque de Ferrara jactándose de «haber dado instrucciones precisas» para que «se apagaran de golpe las sonrisas» (que ella prodigaba). El impacto que esos versos provocaron en la escritora la llevó a buscar el cuadro con el que el pintor Agnolo Bronzino la retrató, y que constituye una de las pocas pruebas de su vida que han llegado hasta hoy. Al observarlo, los ojos atribulados de aquella joven sembraron la semilla definitiva de la que germinaría El retrato de casada, a modo de écfrasis: «En la mayor parte de retratos de esta época siempre aparecen con expresiones un poco neutras, pero a mí me dio la sensación de que ella ya parecía preocupada. (Su visión) fue como un relámpago que disparó la escritura de esta novela», cuenta O’Farrell durante la presentación de su obra en Madrid.
Más allá de este cuadro, la autora solo se ha podido valer de las cartas que se cruzaban los padres de Lucrezia, Cosimo y Eleanora, y en las que «apenas figuran dos referencias breves a su hija» entre innumerables reflexiones sobre el resto de aspectos de su vida familiar y su forma de gobernar: «En estas misivas se aprecia cómo Eleanora favorece a sus hijos varones, y que Cosimo, el duque, tenía debilidad por su hija Isabella; a Lucrezia apenas se la menciona salvo en dos ocasiones: en una se dice que era muy soñadora, que estaba siempre abstraída, y en otra comentaban que estaba enferma», reseña O’Farrell.
Sin embargo, la escasez de datos históricos no supuso una traba para la autora, que recogió el guante del reto: «Lucrezia tuvo una vida muy, muy corta, y cuando vivía con sus padres estaba muy encerrada en el palacio, y con su marido lo mismo. Para un historiador sería muy difícil hacer una biografía por todos los huecos que hay, pero esos mismos huecos para un novelista suponen una oportunidad».
Exuberancia descriptiva
Como ya hiciera en la aclamadísima Hamnet, O’Farrell despliega en El retrato de casada un lienzo descriptivo de colores impensados: a veces es tal su riqueza que extasía. Otras, las menos, su minuciosidad va en detrimento del ritmo. En todo caso, su escritura no se parece a ninguna otra gracias a tal capacidad, de la que les dejamos una pequeñísima muestra: «La niña se acercó, se puso de rodillas. Ahí tenía el flanco de la tigresa, a su lado: incisiones y elipsis de negro y ámbar que se repetían. Veía entrar y salir el aire de su cuerpo; veía la parte en la que el torso descendía y se perdía en el blando vientre, las suaves zarpas, el temblor de las patas».
El pasaje anterior, además de bello, condensa la esencia misma de la novela: hay un correlato muy poderoso entre la protagonista y una tigresa que su padre encierra en el sótano que tiene dedicado a las fieras, tal y como afirma la autora durante la rueda de prensa a la que ha asistido THE OBJECTIVE: «Lucrezia y el tigre se reconocen, hay algo ahí: es una especie también de prefiguración de lo que le va a ocurrir a ella, porque se dejan la jaula abierta y los dos leones atacan a la tigresa».
A O’Farrell le interesa esa mirada de la niña que desafía su sino siendo aún una adolescente: «Lucrezia era realmente muy joven, porque con 13 años se es una niña, y en todos los retratos de boda del Renacimiento vemos el lujo, los trajes, las joyas, y quizá no somos conscientes de que sus protagonistas son niñas pequeñas. Parece que aceptan su destino más o menos de buen grado, pero yo pienso que no era tan así, no creo que lo aceptaran tan bien. Puede que existieran posturas como la de Lucrezia».
La escritora irlandesa reconoce que no es, ni mucho menos, una experta en el Renacimiento, pero esta época histórica la atrajo como marco para su nueva novela por múltiples razones: «Todos pensamos que sabemos lo que ocurrió en el Renacimiento: vemos los palacios, las calles, las obras de arte, pero lo que me impactó fue pensar que nada de esta cultura y riqueza hubiera sido posible sin los gobernantes, que son quienes pagaban todo y mantenían también a los artistas con sus encargos. Para ser gobernantes y triunfar, aparte de ser personas muy cultas y educadas, tenían que ser brutales y tomar decisiones muy extremas». La vida, entonces, sucedía entre márgenes muy distintos a los actuales, y eso siempre puede ser un acicate para un buen escritor.
Una de esas decisiones la imponía la tradición: los hijos varones serían guerreros y gobernantes, y las mujeres, una especie de moneda de cambio para obtener alianzas estratégicas que llevaran más lejos los apellidos de cada dinastía. En el caso de los protagonistas de la novela, el intercambio real que sucedió entre los Medici y los Ferrara resulta asombroso: «Cosimo y Eleanora querían obtener prestigio, y los Medici tenían mucho dinero: se sabe que la dote de Lucrezia fueron 200 escudos, lo que viene a equivaler a un millón y medio de dólares en la actualidad», confirma O’Farrell, que investigó la equivalencia con un prestigioso historiador antes de sentarse a escribir.
Críticas y proceso creativo
En la rueda de prensa también le preguntamos a Maggie O’ Farrell si el éxito pesa, en el sentido de condicionar de algún modo su proceso creativo. La escritora reflexiona brevemente sobre ello, y luego asegura que ella no lee las críticas, precisamente para evitarlo: «No es que no las acepte, porque escucho las de mis editores, pero prefiero no ser consciente de cómo se va a recibir una obra para que no me influya a la hora de escribir. Creo que los libros tienen que surgir de una pregunta que me nace del interior». Sobre el aplauso generalizado que mereció su anterior novela, bromea: «Hamnet lo escribí en 2020, cuando estábamos todos confinados por una pandemia, así que el éxito de esta novela no fue lo más extraño de cuanto ocurría en ese momento».
En cuanto a sus rutinas a la hora de escribir, la autora afirma que no tiene rigidez. Es más, escribe cuando puede y eso, para alguien que es madre de tres hijos, no siempre es fácil: «Normalmente escribo durante las horas de colegio. Pero siempre surgen imprevistos cuando tienes tres hijos, y es algo con lo que vivo, porque lo primero para mí es vivir y ya lo segundo, escribir».
En El retrato de casada, la autora juega con varios hilos temporales y los saltos adelante y atrás en el tiempo son continuos. Por ello, sí que confiesa que en ocasiones empapela las paredes con notas y post its que le ayudan a mantener sus ideas claras. Sin embargo, durante la escritura de su novela Tiene que ser aquí (Libros del Asteroide, 2017), uno de sus retoños se impuso en el proceso de escritura: «Un día, mientras me estaba lavando los dientes, mi hija pequeña vino diciéndome ‘todo ha desaparecido’. Fui a ver lo que había pasado y resulta que había masticado casi todos los post its. Desde entonces mis editores la llaman post it baby», concluye con simpatía.