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Espías: las mujeres marcan la diferencia

El libro ‘Chicas listas’, de Natalia Holt, cuenta las peripecias vitales de cuatro agentes que revolucionaron los servicios de inteligencia de Estados Unidos

Espías: las mujeres marcan la diferencia

Imagen de la portada del libro en la versión original en inglés 'Wise gals'.

Cuando un título comienza por la palabra «chicas», suele ser para echarse a temblar. Chicas malas, Chicas buenas, Chicas guapas, Chicas feas, todos son nombres de películas, libros o canciones y en todos parece haber, o bien un reclamo de la diversidad y el empoderamiento femeninos, o una machistada decimonónica o a saber qué. Cierto que cuando el adjetivo es peyorativo, el titular suele presentarse más apetitoso. Algo alejado del maquillaje más propio de la política, que del arte.

Pero, en este caso, nos vemos frente a Chicas listas (Pinolia). No hace falta ser un lince para darse cuenta de que el trasfondo del título ya es una reivindicación de cara a una suerte de presunción en ciertos ámbitos, afortunadamente cada vez más mutilada, que minusvalora el poder intelectual de las mujeres. Para esta obra en concreto, en el ámbito del espionaje.

Portada del libro

Nathalia Holt demuestra con este libro ser una investigadora concienzuda. También temeraria. El universo de la inteligencia no destaca, precisamente, por ser una fuente abierta, glamurosa y desenfadada de información. De hecho, queda bien advertido que los orígenes de estas historias, sus narradores primarios, se mantendrán muchos en el anonimato. Las protagonistas ya la han cascado y poco reclamo podrán emitir. Pero si algo justifica totalmente la aparición de estas páginas es la reciente desclasificación de documentos antes inaccesibles, que pueden encontrarse en el sitio web CREST de la CIA.

Comencemos por el principio, pues no es cortés hacerlo por el final sin una explicación. Chicas listas habla, efectivamente, de chicas listas. De cuatro, concretamente. Un grupo de mujeres que participó activamente en lo que durante la Segunda Guerra Mundial se llamó Oficina de Servicios Estratégicos (OSS) y que, a su fin, terminó convirtiéndose en la CIA. Porque si de algo no carecieron Adelaide Hawkins, Mary Hutchison, Eloise Page y Elizabeth Sudmeier fue de inteligencia. Una madre soltera, una secretaria, una doctora en antropología y una sioux lakota, son las descripciones superficiales que podríamos aplicar a estas cuatro mujeres. Grosso modo, es lo que eran para muchos hombres que dirigían el cotarro por aquel entonces. No obstante, de no ser por ellas, la Segunda Guerra Mundial, seguro, habría tomado otro rumbo y hasta puede que el papel de la mujer en la jerarquía militar de los Estados Unidos, también.

Foto de reclutamiento de Elizabeth Sudmeier en 1944. | Wikimedia Commons

En los orígenes de estos servicios de inteligencia, como nos narra Holt en varios puntos del relato, las mujeres estuvieron relegadas a todo aquello que fueran los llamados «trabajos femeninos». Es decir: secretarias, administrativas u oficiales de informe (quienes revisaban la información procedente de fuentes humanas). La enorme crisis, al ser enviados los hombres al frente (recordemos que nos encuadramos en la Segunda Guerra Mundial), forzó a que ciertas mujeres ascendieran, aunque con dificultades mucho mayores que sus colegas del sexo contrario. Esos ascensos, dicho sea de paso, eran vistos como meras sustituciones efímeras.

Este fue el caso de Adelaide Hawkins, quien dirigió una sección criptográfica de la OSS en Washington (EEUU) con impecables resultados, a pesar de ser vista -y pagada- todavía como una mera oficinista. Otro ejemplo de ascenso, aunque con premisas más firmes, fue el de la muy querida (así la describe Holt) Eloise Page, quien al ser preguntada por su paso de secretaria a oficial tras la guerra aseguraba «conocer todos los trapos sucios de Donovan» como motivo. Y, para que nos entendamos, Page hablaba de William Donovan: padre de la inteligencia estadounidense. Hutchinson, por su parte, era vista como la candorosa esposa de un oficial de la CIA. Pero detrás de ese vestido que el resto le imponía, se escondía una mujer con un doctorado y el manejo fluido de varios idiomas que, entendámonos, para los años cuarenta era una verdadera proeza (por entonces no existía Duolingo, ni Google Translate).

Y, bueno, ¿conocen a la Viuda Negra de Marvel? Esa espía hábil, sagaz, que se inmiscuye en el terreno y obtiene increíbles resultados dando porrazos a tutiplén… pues no existió. Pero sí que hubo mujeres dotadas de inmenso valor que cambiaron las reglas del juego e hicieron proezas mucho más complejas que zumbar por ahí con trajes ajustados, aplastando cráneos alienígenas. Mujeres como Elizabeth Sudmeier, quien, entre otras cosas, consiguió los detalles de las puntas de lanza en materia de fuerza aérea soviética y pasó nueve años en una campaña en Oriente Medio como agente clandestina al poco de la creación de la CIA, en 1947. Durante ese tiempo, gestionó ella sola las fuentes de la CIA en Irak tras la caída del rey Faisal II en 1958.

Casi nada, ¿no? Pues esto son solo los aperitivos de cuatro mujeres que se jugaron la reputación y el pescuezo con la mitad de confianza y el doble de esfuerzo que sus colegas hombres. Yendo más al libro en sí, Holt se ha currado con devoción la búsqueda de material de las propias protagonistas. Diarios, cartas, álbumes de recortes y fotos se complementan con las ya citadas entrevistas a oficiales de la CIA que permanecen en el anonimato. Dicho en jerga del gremio: toda la información previamente clasificada incluida en el libro se obtuvo a través de los canales adecuados.

Este es un recorrido por la vida de cuatro protagonistas reales. En él, se esconden relatos de operaciones clandestinas, proezas científicas y técnicas, comunicaciones encubiertas e investigaciones de contraespionaje. No deseo confundir a nadie, esto no es Ian Fleming. Quienes ansíen malos con mandíbulas de hierro y gatos en el regazo a la espera del final de una cuenta atrás para destruir el mundo, se equivocan de cuento. Pero quien desee abrir esa escueta ventanita al pasado que nos permiten los libros, participará de un sano voyerismo de lo que supuso ser mujer en la CIA durante sus comienzos.

Se enriquecerá con los retos a los que se enfrentaron las agentes de inteligencia estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, y podrá hacer un retrato minucioso de un oficio, el de espía, mucho más marcado por el desinterés, la observación inactiva y el estudio del contexto, de lo que la fantasía quiere vender. Quizás, de hecho, sea eso lo que hace, en ocasiones, la obra de Holt tan poco ágil; su pasión por una prosa casi de tesina y la verdad a toda costa. Lejos de cualquiera con dedos de frente, sin embargo, criticar este último punto, que es aquello que, efectivamente, da fe del inmenso trabajo que ha llevado a cabo la autora. Sin caer en la política exterior más de lo necesario, Chicas listas es un homenaje desde la verdad a las aspiraciones, talentos, logros y baches de cuatro mujeres que demostraron, como tantas en otros ámbitos, que la inteligencia no está definida por el género.

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