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El club de los poetas (británicos) muertos

El poeta Fernando Valverde reconstruye en su libro, ‘La muerte de Adonais’, los últimos días de los románticos ingleses John Keats, Percy B. Shelley y Lord Byron

El club de los poetas (británicos) muertos

Retrato de John Keats por el pintor Joseph Severn. | National Portrait Gallery de Londres

Entre 1821 y 1824, en un lapso de cuatro años, fallecieron los tres grandes poetas británicos de la segunda generación del romanticismo. Sus finales presentan dos coincidencias significativas: todos murieron lejos de la patria y a edad temprana. John Keats, el primero en irse, tenía solo veinticinco años; Percy B. Shelley, veintinueve, y Lord Byron, el último en desaparecer, treinta y seis. Fernando Valverde reconstruye en La muerte de Adonais (Planeta) los últimos días de estos tres titanes, herederos de Coleridge y Wordsworth, las dos figuras más relevantes de la primera generación de románticos ingleses. 

Keats es de los tres el que llevó una existencia más discreta. Fue en los años finales, con la tuberculosis que ya se había llevado a su hermano John minando su salud, cuando escribió los poemas que lo hicieron inmortal: Oda a un ruiseñor, Oda a una urna griega, Oda a la melancolía y Al otoño. En esa época mantuvo con su vecina Fanny Brawne un romance al que se oponía la familia de ella. Esta pasión está muy bien retratada en Bright Star de Jane Campion, cuyo título viene del primer verso de un bellísimo poema póstumo. La película reconstruye la vida del poeta en Hampstead, Londres, donde por cierto se puede visitar la casa en que vivió, convertida en museo. 

Portada del libro

Ante el avance de la enfermedad de Keats, su familia y amigos tenían claro que no sobreviviría al frío y húmedo invierno inglés. Por ello se consideró recomendable que viajara a Italia, donde el clima más benévolo tal vez le ayudara a recuperarse. Lo acompañó un amigo devoto, el pintor Joseph Severn, gracias a cuya correspondencia tenemos información muy detallada de los últimos días del poeta. Este pintor, por cierto, nos dejó uno de los mejores retratos de Keats, en el que aparece leyendo un libro acomodado entre dos sillas en su casa de Hampstead, con la luz que se cuela por la puerta que da al jardín (se puede ver en la National Portrait Gallery de Londres). Se trata en realidad un retrato póstumo, que Severn pintó de memoria, recordando el día en que lo había visto en esa postura. 

Los dos amigos ingleses se instalaron en Roma, en una casa situada junto a las escalinatas de la Piazza di Spagna, que también hoy es un museo de visita muy recomendable. Allí, pese a los cuidados del médico inglés James Clark, falleció Keats el 23 de febrero de 1821. En aquel entonces, estaban también en Italia Shelley y Byron. No era una extraña coincidencia. El país era un destino habitual para los viajeros ingleses desde el siglo XVII. Era la etapa final de lo que se conocía como el Grand Tour, un periplo hacia el sur que pasaba por Francia y a veces por Suiza y culminaba en Italia, donde los jóvenes viajeros de clase alta se empapaban de cultura… y sensualidad. El Grand Tour fue la prehistoria del turismo y generó toda una industria al servicio de estos viajeros. Justo enfrente de la casa en que falleció Keats, sigue en pie un vestigio de esos tiempos: el salón de té Babington’s, donde se puede tomar un muy británico afternoon tea en Roma. Si quieren saber más sobre el tema les recomiendo Cuando viajar era un arte (Elba) de Attilio Brilli. 

Retrato de Percy Bysshe Shelley por Curran. 1819 | Wikimedia Commons

Shelley se enteró de la muerte de su compatriota en su casa de Pisa, adónde lo había invitado a visitarlo. Consternado, le dedicó el extenso y apasionado Adonais, una elegía por la muerte de John Keats. El poema lleva un prólogo en el que el autor acusa a un crítico de la publicación Quarterly Review de haber asesinado a su amigo, ya que, según él, este murió consternado por una reseña muy negativa. No era cierto, aunque sí es verdad que los críticos de la época, visionarios ellos, se cebaban con Keats. Tampoco tenían en mejor estima a Shelley, hoy venerado por piezas como Viento de otoño, Himno a la belleza intelectual, El pasado y Ozymandias. Para quienes piensen que esto de la poesía romántica es cosa del pasado, les apunto que el que muchos consideran el mejor capítulo de la serie Breaking Bad (el 14 de la quinta temporada) se titula precisamente Ozymandias en diáfana referencia a este poema extraordinario sobre la vana y pasajera gloria y el olvido al que sucumbirá hasta el más poderoso. 

El dolor que expresa la elegía a Keats va más allá del destinatario, porque hacía poco habían fallecido en Italia, de forma casi encadenada, los dos pequeños hijos de Shelley por sendas infecciones. La muerte le rondaba y él mismo no tardaría en perecer. El poeta se había hecho construir una goleta y el 8 de julio de 1822, pese a las advertencias de que se avecinaba tormenta, zarpó con dos amigos ingleses del puerto de Livorno. Ninguno de ellos era un marinero experimentado y Shelley ni siquiera sabía nadar. Naufragaron en el golfo de Liguria y el mar devolvió sus cadáveres varios días después. De acuerdo con las normas sanitarias de la época, se enterraron en la misma playa en cal viva. 

Byron acudió a despedir a su amigo y con otros dos escritores ingleses, John Trelawny, apodado «El pirata», y Leigh Hunt, decidieron incinerar el cuerpo sobre una pira. Hay un cuadro de Louis Edouard Fourier, El funeral de Shelley, que recrea la escena. Aparecen Byron, Trelawny y Hunt frente al cadáver en llamas y un poco más atrás la viuda, Mary Shelley, arrodillada. El artista, que lo pintó años después del suceso, se tomó muchas licencias: la escena del lienzo es invernal, pero en realidad sucedió un día de verano especialmente caluroso. Tanto que Byron decidió zambullirse en el agua para enfrentarse al mar que le había arrebatado a su amigo. Mary Shelley en realidad no estuvo presente y Leigh Hunt, desolado, no fue capaz de bajar del carruaje. Hay dos anécdotas macabras alrededor de esta cremación, aunque de dudosa autenticidad. Trelawny, relata en Memorias de los últimos días de Byron y Shelley (Alba) que, abrasándose la mano, rescató de las llamas el corazón del difunto y se lo guardó. La segunda leyenda es que Byron pidió conservar el cráneo.

El cuadro ‘El funeral de Shelley’ de Louis Edouard Fourier

Unos años antes, en 1816, el matrimonio Shelley, junto con la hermanastra de Mary, Claire Clairmont, había coincidido con Byron y su secretario y médico John Polidori en la Villa Diodati, a orillas del lago Leman en Suiza. Allí se produjo un acontecimiento literario celebérrimo: la llamada «noche de los monstruos». Era junio, pero hacía frío y llovía sin cesar. 1816 se conoce como «el año sin verano», porque una serie de potentes erupciones volcánicas en Indonesia y Filipinas generaron una capa de cenizas que el viento dispersó por la atmósfera y las temperaturas cayeron drásticamente en amplias zonas del hemisferio norte. Los ingleses se veían obligados a pasar mucho tiempo en el interior de la villa y, para divertirse, propusieron que durante tres noches sucesivas cada uno inventara una historia de terror. De ahí surgió un fragmento de novela de Byron conocido como El entierro, El vampiro de Polidori y el clásico Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley. Hay una película de Gonzalo Suárez, Remando al viento, que reconstruye ese episodio suizo. Una curiosidad para quienes no la conozcan: un jovencísimo y entonces todavía desconocido Hugh Grant interpreta a Lord Byron. 

Tras la muerte de su amigo Shelley de Alegra, la hija ilegítima que Byron había tenido con Claire Clairmont, la hermanastra de Mary, el poeta decidió marcharse de Italia. Embebido de mitomanía, se embarcó rumbo a Grecia para combatir por la independencia del país frente al invasor turco. Viajó acompañado por varios amigos -entre ellos Trelawny- y un par de sirvientes, pero nada salió como esperaba. Los sueños que vinculaban la Grecia actual con la clásica se desvanecieron en cuanto desembarcó en Missolonghi. La ciudad había sido arrasada por los turcos y pronto corrieron rumores de que se extendía una epidemia de fiebre escarlata. Byron enfermó, pero de otra dolencia que le produjo convulsiones y fiebre. La inoperancia de los médicos de la época, que todo lo arreglaban con sangrías, empeoró su estado y acabó falleciendo entre delirios. El ideal de lucha por la libertad se diluyó en una muerte sin épica alguna, y así, el 19 de abril de 1824, desapareció el último de los grandes románticos. 

Acabaré, si me lo permiten con una anécdota: cuando murió Brian Jones, los Rolling Stones dieron un concierto de homenaje en Hyde Park el 5 de julio de 1969. Desde el escenario, Mick Jagger, a modo de despedida, leyó un fragmento del Adonais de Shelley. Creo que no es descabellado decir que los románticos ingleses, sobre todo los escandalosos Byron y Shelley, fueron los rockeros de su tiempo. Fueron rebeldes, libertinos, transgresores, cultivaron el malditismo y murieron jóvenes como James Dean. Hoy su poesía sigue viva y su leyenda todavía nos fascina.

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