'Tubular Bells': la obra maestra de Mike Oldfield cumple medio siglo
En 1973 salió a la venta ‘Tubular Bells’, un álbum que cambió la historia del rock gracias a la inventiva de su creador, Mike Oldfield
Hace unos cuantos años, cada vez que un periodista lograba entrevistar a Mike Oldfield, él solía hacer esta advertencia: «No me vas a preguntar por qué hice Tubular Bells, ¿verdad?». Mencionar este disco al compositor británico, sobre todo cuando promovía nuevos proyectos, equivalía a tomar en vano el resto de su obra. Su actitud cambió en 1992, cuando el sello Warner le publicó la primera secuela de aquel mítico álbum, Tubular Bells II, y comprobó que sus seguidores no querían desentenderse de una saga musical que no dejó de ampliarse hasta 2003.
En paz consigo mismo y con su pasado, el Oldfield de los años 90 empezó a compartir detalles reveladores que más tarde reunió en la autobiografía Changeling (2007), donde hablaba sin tapujos de sus problemas familiares, sin los cuales no se entienden el abuso de ciertas drogas, su timidez enfermiza y unos ataques de pánico que solo apaciguaba en el estudio de grabación.
En realidad, Tubular Bells no marcó la cumbre de su carrera ‒ese mérito corresponde a otro maravilloso LP, Ommadawn (1975)‒, pero fue la demostración de que un perfecto desconocido podía revolucionar el panorama con un álbum minoritario y experimental. El éxito del disco, estimulado por la inclusión de uno de sus fragmentos en la película El exorcista, tuvo dos consecuencias: el afianzamiento de Oldfield como uno de los principales artífices del llamado rock progresivo y el despido fulminante de un buen puñado de A&R (es decir, los encargados de fichar e impulsar a los talentos que integran el catálogo de una discográfica). «Una vez ‒contaba Olfield en 2014‒ pasé media hora buscando en Google a los A&R que, cuando presenté Tubular Bells a los distintos sellos, me rechazaron pensando que yo era un loco de atar. No pude encontrar a ninguno. Imagino que cuando el disco llegó al número uno, los echaron».
En realidad, el rock progresivo ya era una corriente firme cuando Tubular Bells salió al mercado. Acusada a veces de autocomplaciente, esta modalidad musical articulaba distintas influencias: los collages orquestales, inspirados en las suites de la música clásica, los fraseos y ritmos del folk más bucólico, el jazz fusión espoleado por Miles Davis, la psicodelia, el vanguardismo electrónico y una vena literaria que iba desde la ciencia ficción hasta las fantasías de Tolkien. Para los recién llegados, ahí van tres vinilos imprescindibles para entender sus orígenes: In the Court of the Crimson King (1969) de King Crimson, Third (1970) de The Soft Machine, e In the Land of Grey and Pink (1971), de Caravan.
A pesar del talento que solían mostrar los instrumentistas de esta tendencia, pocos grupos estuvieron a la altura de sus pretensiones. Algunos, desde luego, alcanzaron la gloria. Así, cuando Oldfield emprendió la tarea de grabar su disco, ya causaban sensación álbumes como Foxtrot (1972), de Genesis, Thick as a Brick (1972), de Jethro Tull, Close to the Edge (1972), de Yes, y Octopus (1972), de Gentle Giant. Es más, el lanzamiento de Tubular Bells coincidió con el de otra catedral del rock progresivo, The Dark Side of the Moon (1973) de Pink Floyd.
Tubular Bells resume lo que fue Oldfield antes de cortarse la melena y convertirse en una estrella pop, capaz de facturar éxitos como «Moonlight Shadow» o «Guilty». En esa primera encarnación de Mike nos encontramos con un niño prodigio, multiinstrumentista, que había alcanzado la mayoría de edad en la banda de Kevin Ayers, The Whole World.
Con la ambición de quien anhela un control creativo absoluto, Oldfield se preguntó: «¿Y ahora qué?». La respuesta fue, por un lado, su distanciamiento de The Whole World, y por otro, un proyecto anticomercial: cincuenta minutos de paisajes sonoros, riffs de guitarra y variaciones cíclicas, registrados en el magnetofón Bang & Olufsen que le prestó Ayers.
A nadie se le hubiera pasado por la cabeza que aquello pudiera arrasar en las listas teniendo en cuenta quiénes eran los referentes de su autor: «Yo solía escuchar a compositores clásicos, como Ravel, Bartók o Stravinsky ‒confesaba Oldfield en 2014‒, y asimismo, a vanguardistas como Hans-Joachim Roedelius… Pero también podían atraerme Stevie Wonder o Led Zeppelin».
Oldfield encontró un modo bastante original de componer a través de este consumo omnívoro de melodías. Sin ir más lejos, Ravel, sobre todo si pensamos en su Bolero, se conecta bien con la naturaleza acumulativa e impresionista de Tubular Bells. «La clave de este disco radicaba en sucesivos bucles de notas ‒escribe Chris Brook‒, interpretados por el propio músico en solitario, con toda una variedad de instrumentos. La obra culminaba en un grandioso clímax emocional, puntuado por la narración de un maestro de ceremonias, Vivian Stanshall, miembro del grupo The Bonzo Dog Doo-Dah Band».
Antes de lanzar este LP, nuestro músico parecía el típico artista superdotado y lleno de rarezas. Otra forma de verlo es que el Oldfield de aquellos días sintetiza el espíritu de los 70: correrías estupefacientes, mente abierta y una independencia digna de un cantautor bohemio. Dicho así, podría aplicarse a uno de tantos hippies de la época. Por suerte, Mike descubrió al que sería su ángel de la guarda, el empresario Richard Branson.
El joven músico había visto de cerca la miseria, pero de pronto, como en una novela de Dickens, se vio arrastrado por este personaje decidido y seductor, que ya había fundado un par de empresas a los 15 años. A decir verdad, quien mejor supo entender a Branson fue el director de su escuela: «Una de dos, Richard ‒le dijo en su despacho‒, siendo como eres, o acabas en la cárcel o te conviertes millonario».
En 1972, el emprendedor lanzó el sello Virgin Records. «Después de abrir nuestra primera tienda de discos Virgin en Londres ‒escribe Branson en un artículo autobiográfico‒, reunimos algo de dinero y compramos una casa de campo en ruinas. La convertimos en un estudio de grabación llamado The Manor. Un día, un ingeniero de The Manor me llamó y me dijo que había escuchado una increíble ‘demo’ de un adolescente llamado Mike Oldfield».
Este productor, Tom Newman, aliado con su colega Simon Heyworth, puede considerarse el promotor definitivo de Tubular Bells. «La madre de Mike era alcohólica ‒continúa el propietario de Virgin‒, y cuando él tenía 14 o 15 años, se encerraba en el desván y componía. Él mismo tocaba todos los instrumentos. Era un genio absoluto. Cuando oí la maqueta, supe que el mundo también necesitaba escuchar aquello. Acudimos a todas las grandes discográficas y Mike encajó un rechazo tras otro. Fue entonces cuando decidimos poner en marcha nuestro propio sello para sacar el álbum».
Newman y Heyworth tenían una mentalidad generosa, lo cual permitió a Oldfield experimentar y ajustar su música a las necesidades de cada instrumento. Tras un minucioso proceso de grabación, completado entre noviembre de 1972 y abril de 1973, el producto final de aquellas sesiones llegó a las tiendas el 25 de mayo de 1973.
Aunque la relación de Branson con su estrella pasó por etapas de abierta hostilidad, hoy él mismo reconoce que aquel disco fue imprescindible para fundar su imperio: «Tubular Bells siempre será una parte especial de nuestra historia. En homenaje a los inicios de la marca, llamamos a uno de nuestros aviones ‘Virgin Tubular Belle’ y nuestra compañía de lanzamiento de satélites, Virgin Orbit, llamó a su primera misión [en enero de 2021] Tubular Bells, Part I».
Gracias a su síntesis de estilos, pegadiza y novedosa, el ejemplo de Tubular Bells inspiró a una extraordinaria nómina de talentos. Casi todos pasaron a engrosar las filas del rock progresivo y de una de sus filiales más olvidables: la música new age. Transformado en compositor de culto en países como Alemania y España, Oldfield siguió indagando en nuevos territorios, desde el folk celta al chill out. Pero con independencia de los muchos aciertos que obtuvo en su carrera posterior, todos seguiremos identificándole con Tubular Bells. Medio siglo después, nadie duda que tiene bien merecidas las rentas que aún le proporciona ese disco valiente y descomunal, convertido ya en una referencia arquetípica del rock de los 70.