El mal Negroni
El Negroni es una mezcla que se realiza en vaso bajo, juntando un tercio de vermú rojo, otro tercio de Campari y otro tercio de dry gin
El Negroni es el cóctel de moda. En una época marcada por las redes sociales, el relato manipulado y la post-verdad, nada mejor para fardar en los actos mundanos que un brebaje alcohólico con una leyenda más o menos falsa -pero bien parida- detrás. «Se non è vero, è ben trovato» es un dicho italiano que me encanta citar recurrentemente. Y de eso va casi siempre este simpático negocio de los tragos con historia.
¿Quién fue Camillo Negroni? Según la leyenda, un conde transalpino con modales sibaritas pero corto de pecunio, que emigró a los Estados Unidos a comienzos del siglo XX para esquivar una paternidad no deseada. Allí se hizo un pequeño capital criando ganado, para terminar regresando al país de la bota poco tiempo después, instalándose en Florencia.
En 1919, el aristócrata tieso se hace fijo del Café Casoni, donde la alta sociedad toscana solía tomar el aperitivo antes de cenar. Su bebida habitual era el Americano: mezcla de Campari y vermú rojo con un toque de soda. Una copa sencilla, más que recomendable para avivar el apetito. Un día que andaba juguetón, el aristócrata pidió al barman del lugar, Fosco Scarelli, que le preparase una versión más potente de dicho combinado. Este remplazó la soda por ginebra seca y le puso al bebercio el nombre de Negroni.
Hasta aquí, la historia oficial difundida por la casa Campari y publicada en el libro Sulle Tracce del Conte: La Vera Storia del Cocktail Negroni (2022), firmado por Lucca Picchi, que fuera bartender del Caffe Rivoire de Florencia.
Existe una teoría más alambicada sobre su origen, que lo sitúa a mediados del siglo XIX en Saint-Louis de Senegal, donde una familia Negroni, con tradición militar esclavista y origen corso, habría regentado explotaciones agrícolas. Estos otros Negroni terminaron estableciéndose en Puerto Rico y uno de sus descendientes defiende, en nuestros días, que el coronel de la armada Pascal-Olivier Negroni habría ideado ese bebedizo entre amargo y farmacéutico para ayudar a su esposa a hacer la digestión.
Tampoco es mal relato, aunque yo prefiero el de nuestro dandi italiano, quizá porque me recuerda a una magnífica canción del mismo título de Bruno Sas. Y aunque no existen documentos que certifiquen debidamente una u otra teoría sobre el nacimiento y paternidad de este adictivo mejunje, ¿quién los necesita?
El Negroni, huelga recordarlo, es una mezcla que se realiza en vaso bajo tipo old fashioned, juntando un tercio de vermú rojo preferentemente turinés y bien amargo, otro tercio de Campari (¡no sirve Aperol!) y otro tercio de dry gin. Se agrega un bloque de hielo bien sólido, que tarde en deshacerse y acaso una rodaja o piel de naranja.
La ginebra puede ser ocasionalmente remplazada por cualquier destilado blanco de nuestro gusto -yo lo hago a veces con mezcal-, teniendo en cuenta que el invento resultante ya no será un autentico Negroni, sino otra cosa no necesariamente peor. Cuando, en vez de gin, la receta se hace con bourbon, se llama Boulevardier y su origen se remonta al París de Entreguerras, donde un camarero del Harry’s Bar de la rue Daonou lo creó para el escritor norteamericano Erskine Gwynne. Pero esa es otra película… aunque el trago merece la pena.
Me contaba un día el gran experto en mixology François Monti, autor del imprescindible Mueble Bar (2022), que su obsesión por la coctelería le llevó, en un primer momento, a investigar el vermut. Y es que este aperitivo a base de vino aromatizado con pedigrí transalpino se halla en la base de innumerables tragos, como el Dry Martini, el Manhattan, el Marguerite, el Turf, el Adonis… El más ilustre de todos ellos es, claro, el Negroni.
La vasta familia de los cócteles se puede dividir de muchas formas, desde el modo en que se integran los ingredientes (en coctelera, vaso mezclador o el propio vaso), hasta el recipiente en el que se sirven o el líquido básico que manda en la fórmula. Pero yo, que en estas lides me declaro más disfrutón que maestro, solo distingo dos tipos: los cócteles buenos y los malos. Y, dentro del primer grupo, los que están bien hechos y los que son fallidos.
Como en muchas recetas de cocina de vanguardia, un cóctel interesante nunca es bueno; solo es un proyecto, una promesa de algo. Y un cóctel bueno no siempre sale bien, sobre todo, si tras la barra hay un inepto o un chiflado. Esta regla se aplica al Negroni como a casi todo en la vida y no conviene tomársela a la ligera.
El otro día, en un bar de Epernay (Champagne), la pizarra anunciaba un Americano. Pregunté cómo lo preparaban y un encargado me respondió con suficiencia que usaban «Campari, hielo pilé y el mejor vermú blanco». Pedí inmediatamente una copa de Calvados. Supongo que ustedes habrían hecho lo mismo.
Miguel Ángel Palomo escribía hace poco un recomendable texto sobre esta «bebida escarlata que ha tenido mil vidas y que está más viva que nunca», explicando que el primigenio Negroni tuvo un origen medicinal y que, a su modo de ver, «resulta complicado beber el Negroni perfecto». Y no puedo más que darle la razón.
Es tan fácil cargarse este trago que un servidor, antes de solicitarlo en un local que visita por primera vez, le pregunta al bartender cómo lo prepara y qué ingredientes emplea. Si utiliza coctelera o vaso mezclador, malo, porque el resultado será un mejunje aguado. Si lo hace, como es preceptivo, en un vaso grueso lleno de minúsculos cubitos de hielo huecos, peor. No solo porque nos están escatimando el líquido principal, sino porque su sabor se diluirá en unos minutos.
Luego viene el turno de los destilados. Si no tienes Campari y vas a usar otra marca de bitter, no es grave, siempre que puedes arreglar la fórmula con unas gotas adicionales de amaro. El vermut debería de ser italiano y, aún mejor, turinés, de casas como Carpano -atención al Antica Formula o al Punt e Mes-, Cocchi, Del Profesore, Carlo Alberto… Existe una tendencia reciente a recurrir a los vermús jerezanos o montillanos con base de vino oloroso y un toque de Pedro Ximénez. Algunos pueden llegar a ser productos excelentes -mis favoritos, los de Roberto Amillo y Rey Fernando de Castilla-, pero no son aptos para este grato mejunje.
En cuanto a la ginebra, quizá sean ustedes amantes de las del tipo Old Tom o sloe; incluso pueden haber disfrutado alguna vez de esos gin-tonics con aroma a pepino y aspecto de ensalada de frutas que preparan en numerosos establecimientos de moda. Yo no.
A mi modo de ver, la ginebra del Negroni debe de ser una London Dry, bien seca y sin demasiadas alharacas. Lo demás son fruslerías. Por supuesto, esas gins de baja graduación que están triunfando últimamente entre los bebedores imberbes tampoco entran en la ecuación. Si quieren ustedes un Negroni apto para jovencitas, recurran a la versión de Negroni Sbagliato, en la cual se sustituye la ginebra por prosecco, cava o Champagne y que consumía profusamente nuestra adorada Audrey Hepburn durante el rodaje de Vacaciones en Roma (1953).
Negroni de chocolate, Negroni Blanco, Banana Negroni, Sherry Negroni, Kingston Negroni … Hay variantes imaginativas para todos los gustos y algunas incluso aceptables. Pero desconfíen cuando quien pretende prepararlas es un camarero neófito que ha oído campanas en algún blog de mixology. ¡Sería como poner al volante de un Ferrari a un niñato!
Créanme que tengo anécdotas catastróficas suficientes para escribir un libro. Lo malo es que ya existe uno espléndido, titulado El penúltimo Negroni (2021), que es una recopilación de artículos diversos del añorado David Gistau. Así que me han pisado el leitmotiv y acaso por ello esta obra cumbre mía nunca verá la luz.
También podría titularla El mal Negroni, parafraseando aquel poemario rupturista de Manuel Machado, El mal poema (1909), donde el autor se retrataba sin equívocos: «Yo, poeta decadente, / español del siglo veinte, / que los toros he elogiado, / y cantado / las golfas y el aguardiente…, / y la noche de Madrid, / y los rincones impuros, / y los vicios más oscuros». En contraposición al austero y talentoso Antonio, Manuel era el hermano sofisticado y cachondo: un poco facha, borrachín y mujeriego. Dudo que probase el Negroni, que tardó en extenderse por el mundo unas décadas, gracias a influencers de la época como Orson Welles o Luis Buñuel, pero seguro que le hubiera gustado.
¿Y cuál es la mejor hora para consumirlo?, se estarán preguntando. Lo cierto es que siempre se ha dicho que se trata de un cóctel de aperitivo. De aperitivo a la italiana, añadiría yo, puesto que en su tierra natal ese momento está fijado en horario de after-work, poco antes de la cena. Sin embargo, para mí el vermú es una bebida que no tiene estación ni horario y que se puede disfrutar en cualquier momento del día o de la noche. Por esa misma regla, el Negroni me parece un trago clásico y atemporal, cuya única regla no escrita es evitar siempre la tentación de pedir el segundo… sobre todo, cuando tienes en perspectiva una cena profusamente regada con buen vino. En esto, como en tantas cosas, el placer también radica en saber mantener la compostura.