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Memorias de un dibujante chiflado

Sátiro y provocador como pocos de sus coetáneos, Robert Crumb ha logrado perpetuarse en el rol de icono alternativo

Memorias de un dibujante chiflado

El historietista Robert Crumb | (Wikimedia Commons)

«¡No me da la gana ser amable!», exclama el personaje de la portada del libro Memorias de R. Crumb: remembranzas y otras chanzas: autobiografía oficial del maestro absoluto del cómic underground que Libros del Kultrum publica este mes en nuestro país.

El personaje, claro, es el propio Robert Crumb en uno de sus característicos autorretratos con mueca de viejo cascarrabias. En cuanto al libro, se trata de la tardía traducción al castellano de The R. Crumb Handbook (2005), un compendio de vivencias, anécdotas, viñetas y antiguas fotos, realizado en colaboración con el artista Peter Poplaski, que ya teníamos en casa en su edición original en inglés y es uno de los tesoros de la vasta colección de historietas para adultos y novelas gráficas de mi señora esposa.

Recuerdo que lo compramos en París, en la librería del Museo de Arte Moderno, cuando dicho centro expositivo le dedicó una muestra retrospectiva titulada Crumb: del underground al Génesis (2012). El propio homenajeado acudió al vernissage y se codeó durante unas horas con la prensa y los invitados al cóctel. Fue entonces cuando le conocí.

«Es extraño, para un pionero de la contracultura, exponer en un templo de la cultura», comentó sarcástico ante un grupo de admiradores entre los que yo me contaba. Lo peor de cruzarte con uno de tus héroes en un espacio público no demasiado abarrotado, poder estrecharle la mano y tener ocasión de comentarle cualquier tontería es que tiendes a quedarte en blanco, como si fueras uno de esos personajes neuróticos que salen en los filmes de Woody Allen. Luego siempre te arrepentirás de no haber aprovechado la ocasión para preguntar algo más original.

«¿Qué cómo es la vida en Sauve? Pues como la de cualquier otro pueblecito del sur de Francia: agradable y tranquila. La mayoría de mis vecinos ni siquiera sabían que yo era medio famoso», me reveló el dibujante acerca de la localidad próxima a Nîmes en la que reside desde 1991 a pesar de no hablar apenas francés.

Una conversación casi trivial con un creador cuyos cómics representaron mucho más que un simple entretenimiento para los chicos de mi generación en los alborotados años 80. Leerlos era un símbolo de inconformismo y de actitud vital. Era decirle a tus padres y a tus compañeros pijos de pupitre: «Yo no soy como tú y nunca lo seré».

¡Cómo! ¿Que no les suena el nombre de Crumb? Tal vez porque este historietista de trazo grueso y temática ofuscada es casi más conocido por sus inenarrables personajes que por su firma, a pesar de haber terminado por convertirse él mismo, a la larga, en uno de sus más divertidos anti-héroes. Para neófitos del novena arte, baste con citar a ese felino libertino y vicioso llamado Fritz the Cat o a los incombustibles Freak Brothers y sus infantiloides trifulcas de politoxicómanos descerebrados o al cínico gurú Mister Natural, símbolo de la gran farsa hippie. 

Todos esos personajes son, en el fondo, estereotipos de la era feliz del flower power que nuestro dibujante vivió intensamente en San Francisco, cuando no alter-egos de él mismo, pasados por el tamiz del ácido lisérgico. Sátiro y provocador como pocos de sus coetáneos, Robert Crumb (Philadelphia, 1943) ha logrado perpetuarse en el rol de icono alternativo durante nada menos que seis décadas sin perder un ápice de mordacidad ni caer en la tentación del pudor. Al contrario, el sexo, las drogas y las raíces del rock’n’roll no han dejado nunca de conformar la santísima trinidad, obsesiva, descreída y ácrata que ha inspirado sus sueños y pesadillas hasta convertirle en uno de los más perversos autores de viñetas del siglo XX. Un artista inimitable con una vida truculenta y una obra vitriólica, capaz de declarar que a los 7 años se sentía sexualmente atraído por el conejito Bugs Bunny.

Crecido en una familia disfuncional de la Costa Este que abandonó a los 19 años para escapar a su propio suicidio, el joven Crumb vino a instalarse primero en Cleveland y luego en la bahía de Frisco, en los 60, atraído por los vientos de revolución psicodélica que emanaban del barrio de High Asbury, de la literatura de los beatniks, los experimentos alucinógenos de Ken Kesey o los acordes envolventes de Grateful Dead y otras bandas de la escena californiana.

Unos años antes, ya había creado a Fritz, el gato salido, inspirado en su propia adolescencia, y había superado su etapa de veneración de la –no tan– inocente línea clara de la escuela de Disney, Looney Tunes o Hanna-Barbera para admirar primero la escudería de super-héroes y villanos de Marvel y militar después en las nuevas revistas y fanzines surgidas a raíz de la era pop. Cabeceras como Mad o Help! que retratan el principio del fin de una época: la inexorable decadencia del American dream y la sociedad de consumo estadounidense, la guerra de Vietnam, la liberación sexual, el creciente consumo de drogas o la ascensión de los movimientos ecologistas y las comunas antisistema.

Fue Harvey Kurtzman, el editor de Help!, quien le publicó sus primeros trabajos realmente rompedores, la mayoría dibujados bajo la influencia del LSD. Luego, Crumb fundó su propia revista, Zap Cómix, en la cual –como rezaba el catálogo de la expo parisina– «sus historias cortas y desenfrenadas cargan contra las convenciones morales y sociales de Estados Unidos a través del sexo, la violencia, la droga, el absurdo y el nihilismo». ¡Menudo tipo!

Dicen que el ácido aviva la desvergüenza y Robert, al parecer, aprovechó aquellos momentos de consumo descontrolado para reinventarse como argumento central de sus obras, presentándose cual obseso sexual acomplejado, enfermizamente tímido, depresivo y muy infiel

El Crumb de carne y hueso con el que yo me crucé en el Museo de Arte Moderno de la Villa de París no distaba mucho en lo físico del autorretrato que él mismo se ha estado haciendo durante lustros, salvo porque llevaba más de dos décadas alejado de aquella California utópica y desquiciada de la que siempre renegó y hacía mucho tiempo también que las drogas dejaron de formar parte de su dieta diaria. Pero los rasgos de chiflado y las gafas de culo de botella seguían ahí, como una seña de identidad y de carácter. 

«No le preguntes por los ideales hippies o te gruñirá. Tampoco le gusta hablar demasiado del éxito o las ventas de sus libros», me sopló un colega corresponsal. No recuerdo cómo, en nuestro pequeño grupito, alguien le mencionó su amor por la música del Sur Profundo. Y entonces sí le brillaron los ojillos.

El country y el blues primitivos han acompañado a nuestro hombre durante toda su existencia y él proclama entusiasmado que posee una colección de más de 6.000 discos de pizarra de 78 revoluciones. Esas melodías de la época de la Gran Depresión han sido siempre una de sus grandes pasiones y no podían dejar de figurar también en Memorias de R. Crumb: remembranzas y otras chanzas, puesto que el grueso volumen se completa con un CD de 20 canciones deliciosamente rancias, interpretadas por el propio autor junto a los Cheap Suit Serenaders o acompañado por su esposa Aline y su hija Sophie. 

El redescubrimiento de esta autobiografía disparatada, que condensa en 448 páginas todas las peripecias y tribulaciones, filias y fobias de este creador insobornable, ha supuesto igualmente para mí un salto al pasado. Un viaje a aquellos tiempos juveniles en que un cómic era un tesoro precioso que se compartía entre colegas y una lectura iniciática que te hacía reflexionar más que cualquier manual de Filosofía de bachillerato. A través de la mirada cruda y escéptica de Crumb aprendimos a contemplar con extrañeza el mundo adulto y ya nunca volvimos a ser los mismos.

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