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La cata a ciegas

Lo más desazonador de ‘Las Gotas de Dios’ es que vincula un acto hedonista a una retorcida disputa testamentaria

La cata a ciegas

Fotograma de la serie 'Las Gotas de Dios'. | .

¿Se puede adivinar un vino con solo catarlo? Aunque no lo crean, se puede. Desde que Apple TV empezó a emitir el pasado mes de abril Las Gotas de Dios, los adictos a la tele-series han descubierto el difícil arte de la cata a ciegas. Sin embargo, se trata de una habilidad reservada únicamente a unos miles de profesionales y aficionados en todo el mundo y que conlleva, generalmente, más fallos que aciertos. Pero no nos anticipemos…

Las Gotas de Dios es una adaptación bastante libre del manga del mismo título, un éxito editorial que lleva vendidos 6 millones de ejemplares entre Asia y Francia, a la sazón uno de los principales mercados de esta variante japonesa del cómic. Yo lo conocí hace más de una década, durante aquellos años de residencia en París en que mi mujer y yo frecuentábamos la tienda Manga Story del bulevar Voltaire, aunque no llegué a leer más que unos pocos de los 44 volúmenes que integran la primera serie de esta extensa colección.

Firmada por Tadashi Agi –seudónimo de los hermanos Yuko y Shin Kibayashi, famosos por la saga Shizuku– y con ilustraciones de Shu Okimoto, esta obra gráfica iniciada en 2004 y conocida en Extremo Oriente como Kami no Shizuku no está traducida de momento al español. Así que los wine lovers más curiosos y los fans de las historietas de línea clara y ojos rasgados tendrán que conformarse con su versión impresa en la lengua de Molière o bien acudir a los ocho episodios televisivos dirigidos por Quoc Dang Tran y protagonizados por la pelirroja actriz gala Fleur Geffier y el inexpresivo ídolo pop nipón Tomohisa Yamashita.

El planteamiento de Las Gotas de Dios es el siguiente: el reputado crítico internacional Alex Leger fallece en Tokio, donde llevaba años instalado, dejando como legado la gestión de la Guía Leger y una colección de más de 87.000 botellas valorada en 150 millones de euros. Pero, en su testamento, indica que su hija –a la que no ve hace lustros– y su principal discípulo tendrán de dirimir quién de los dos se queda con todo, superando una serie de retos que pondrán a prueba su olfato y su paladar. No les cuento más, so pena de hacer spoiler, pero sí les adelanto que el quid de la cuestión radica en un sinfín de catas a ciegas en las cuales hay que distinguir, de forma casi circense, uvas, terruños y añadas.

¿Pero qué es esto de la cata a ciegas? ¿Otro esnobismo del mundo del vino, cada vez más pedante y vanidoso? Para nada. Ya en la literatura clásica española, Fernando de Rojas atribuye a la alcahueta de La Celestina (1499) la cualidad de reconocer el origen de los morapios que le regalaban «caballeros y abades de todas las dignidades», producidos en Monviedro, Luque, Toro o San Martín. Igualmente, en un pasaje de Don Quijote de La Mancha (1605), Cervantes cuenta cómo Sancho Panza es capaz de adivinar el contenido de la bota que le ofrece su convecino Tomé Cecial, señalando que es un tinto de Ciudad Real.

Las prácticas adivinatorias se remontan a la Antigüedad, a veces revestidas de un halo mágico, y Platón se preocupó, en el siglo IV antes de Cristo, de diferenciar la técnica inductiva –considerada como un don humano– de cualquier otra clase de sortilegio o superchería. Desde niño, recuerdo programadas de variedades en la radio o la televisión donde los concursantes debían reconocer una canción escuchando brevemente las primeras notas musicales. ¡Y aquello no parecía tan difícil! Era una cuestión de dedicación y memoria.

«La cata a ciegas es un término que utilizamos los enófilos para referirnos a nuestra omnipresente afición a catar vinos sin ver la etiqueta ni saber de qué marca se trata. Aparte de ser un deporte popular entre los aficionados al vino, también es un medio útil para poner a prueba las habilidades de los estudiantes de vino y, ocasionalmente, una forma de evaluar los vinos por parte de los profesionales. El objetivo es determinar características como la variedad o variedades de uva, la región o la edad mediante el mero acto de ver, oler y degustar el vino en la copa», explica Lisa Perrotti-Brown en Wine Advocate.

Efectivamente, como en esas citas a ciegas concertadas entre personas que no se conocen, la cata a ciegas –término que no recoge, en cambio, el Diccionario de la RAE– es, además de un simple divertimento entre amigos y un entrenamiento profesional, una práctica habitual en concursos del sector, en guías anuales y en webs donde se puntúan vinos. En el primer caso, se trata de un juego social, donde amateurs o sumilleres tratan de acertar tal o cual botella oculta dentro de un saco oscuro o envuelta en papel de aluminio, casi como si estuvieran echando una partida de Pictionnary. No se apuestan más que la honra y la cura de humildad puede ser inmensa para quienes acudan a la cita creyéndose en posesión de una clarividencia inusual. ¡Menudos chascos se pegan algunos presuntos expertos! Yo, el primero…

«Aparte de la oportunidad de presumir, ¿por qué querrían los consumidores de vino participar en juegos de salón aparentemente tan tontos? Odio tener que admitirlo, pero la oportunidad de poner a prueba tus habilidades naturales de cata y tu memoria vinícola contra las de tus amigos puede ser muy divertida. Las reuniones de cata a ciegas son las noches de póquer de los tontos del corcho», ironiza Perrotti-Brown.

En el caso de las catas a ciegas profesionales, existen básicamente dos estilos: el formato libre, que no aporta la menor información sobre el líquido que llega servido en las copas –véase el Premio Vila Viniteca de Cata por Parejas–, y la degustación temática, acotada a un territorio, una cosecha o un estilo de vinificación, que se suele anunciar previamente a los participantes. Así las hacíamos en elmundovino, aquella añorada web fundada hace más de dos décadas por el periodista Víctor de la Serna y un grupo de eno-chalados (Juancho Asenjo, Luis Gutiérrez, Jens Riis, Harold Heckle y un servidor, entre otros) y eso permitía a los catadores puntuar las muestras teniendo en la cabeza un perfil idóneo basado en la tipicidad de un suelo, una uva o una técnica de elaboración.

Mi compañero en aquella aventura, el reputado formador Juancho Asenjo, defendía esta práctica en un artículo reciente porque «iguala a los vinos y te permite descubrir muchas joyas que de otra forma no conocerías». ¡Ah, el papel igualitario del anonimato! En el sector todavía se recuerda como un acontecimiento histórico aquel juicio de París en el cual la orgullosa Francia perdió la supremacía mediática del vino mundial por culpa de una degustación a botella tapada, organizada en mayo de 1976 por el británico Steven Spurrier, con algunos de los mayores expertos internacionales como jurados. Allí se enfrentaron los mejores vinos blancos y tintos de California y del Hexágono con un resultado inesperado: los estadounidenses se impusieron en ambas categorías. Y el mito de los grandes châteaux y domaines ya no volvió a ser el mismo.

«Desde entonces, la cata ciega ha sido un obscuro objeto del deseo», señala Asenjo. Con el boom de la cultura del vino en nuestro país, los concursos para catadores se han ido multiplicando, empezando por el certamen La Nariz de Oro, ideado por Luis Magaña en 1990, en el que los vinos se servían en una copa negra y no se podían probar, sino que únicamente se olían. Luego vino el Campeonato de Cata por Equipos, creado en Cantabria en 1998 por el importador francés PhilIippe Cesco, que es hoy la eliminatoria oficial para el Campeonato Mundial de la misma disciplina patrocinado por La Revue du vin de France. Y después llegarían los Desafíos Verema (2003) o el Premio Vila Viniteca de Cata por Parejas (2008), que es el trofeo con mayor proyección mediática, además de mejor dotado, con un premio en metálico de 30.000 euros para el dúo que más se aproxime a los 7 vinos de la semi-final y otros tantos de la final. 

«La creación de la cata por parejas supuso un antes y un después en la forma de acercarse al vino de legiones de personas, participaran en el concurso o no», nos recuerda Juancho. «Se creó un espacio para compartir una pasión colectiva en un tiempo de bajón económico y emocional… Surgieron crecientes deseos de abrir unas botellas con las amistades buscando excusas para disfrutar el vino en compañía jugando a ver quién acertaba más vinos a ciegas. Con el tiempo, a esa preparación para concursar algunos le llamaron entrenar». 

País, región, denominación, cosecha, añada, bodega, cuvée… Si ya es bastante difícil reconocer a veces un blanco de un tinto empleando solo la pituitaria –como en el citado Nariz de Oro–, imaginen averiguar todos esos datos en un tiempo limitado y con solo una copa a media capacidad que no se puede volver a rellenar. Yo he sido jurado del Premio Vila Viniteca durante los diez primeros años y les aseguro que los finalistas y los ganadores –solo una pareja ha logrado imponerse en dos ediciones– tienen un mérito incuestionable, construido a base de conocimiento, práctica, inspiración y una pizca de suerte.

Y hablando de mérito, mi más absoluta enhorabuena a Alberto Ruffoni, reciente vencedor del primer Spanish Wine Master, un concurso de cata y de cultura vitivinícola financiado por Ramón Bilbao en el que este entusiasta sumiller afincado en Madrid triunfó en la finalísima tras superar dos eliminatorias, imponiéndose a más de 1.000 participantes. Y no es el único podio que ha alcanzado recientemente Ruffoni, puesto que el año pasado fue ganador –junto a su compañero Boris Olivas– del Trofeo Vila Viniteca de Cata por Parejas. ¡Ahí es nada!

«La presión de este tipo de pruebas no es tanta si te las tomas como un juego. Uno en el que siempre hay más fallos que aciertos y el error es normal», confiesa Alberto. «Aunque no nos hubiéramos clasificado, el aprendizaje, la experiencia y el disfrute no te los quita nadie».

Si participar es un placer y ganar, casi un hito, equivocarse también resulta aleccionador e invita a seguir jugando con la misma ilusión y energías renovadas. «Es una motivación para catar más, para memorizar sensaciones, para entenderte con la pareja de cata», apunta Juancho. «El acto individual de cata es trabajo, el colectivo es placer. Catar de forma colectiva te hace desarrollar el consenso como acercamiento al vino, fiarte de la otra parte hasta consensuar una decisión sin reproches porque sólo se equivoca el que hace algo o toma una decisión». 

Sabias palabras, las de Asenjo. ¡Cuántas veces me habré equivocado yo en uno de esos entrenamientos entre amigos por dejarme llevar por la especulación más que por la primera impresión (que suele ser la buena)! Si la botella oculta la ha traído al evento un colega que colecciona vinos austriacos, caigo en la suposición de que ese blanco aromático será acaso un grüner veltliner de Kamptal o de Wachau. Y, claro, fallo estrepitosamente. «Qué importará quién pierde o gana, si nunca nos jugamos nada», cantaba Amaral en Tarde de domingo rara (2008).

Volviendo a Las Gotas de Dios, lo más desazonador de su guión es vincular un acto presuntamente hedonista como es la cata a ciegas de los mejores vinos del planeta a una retorcida disputa testamentaria. «Con las cosas de comer no se juega», me solía increpar mi niñera cuando, en edad pre-escolar, me ponía travieso a la hora del almuerzo. Yo aplicaría la misma consigna a la degustación de vino, que nunca debería perder su componente lúdico y su deportividad en un afán de obtener riquezas o distinciones. «Con las cosas de beber no se juega», sería la traslación adecuada, adoptando para el caso caso la quinta acepción del término jugar, referida a los juegos de azar. 

Me viene a la cabeza, en este contexto, uno de los mejores relatos de mi admirado Roald Dahl: La cata (1953), publicado por primera vez en 1945 en el Ladies Home Journal y recuperado para la posteridad seis años después por The New Yorker. La historia de una apuesta maquiavélica, vinculada a una cata de vinos en el marco de una cena privada, en la cual el malvado terminará siendo desenmascarado. No sigo contándoles, porque espero que quienes no hayan tenido oportunidad de leerla lo hagan. Y aquí lo dejo, que tengo que bajar a la bodega para escoger un par de botellas raras que llevar a la cena de esta noche, convenientemente embutidas en Albal para preservar su misterio.

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