Leer en verano
«Somos la sustancia de una ameba de tanto marear las redes sociales, los algoritmos a la persecución del ligoteo»
Con la lectura se viaja al centro del infierno del otro y al paraíso de uno, ese egoísmo que se cultiva, el individual, el necesario que rechaza el aborregamiento. Leer enseña humildad que no modestia, grandeza que no grandilocuencia, a quemar lentamente las horas en vez de gastarlas en la madrugada etílica, aunque no sea mala manera de usarlas. Quizás sea la mayor aportación a las humanidades de esta disciplina ingrata, neuronal, absorbente, malbaratada, enaltecida con razón por aquellos que no la practican y por fortuna la disfrutan.
Escribir es de las cosas más exigentes y difíciles que existen, y cuando el escritor muere, si ha fracasado en el intento de la gran prosa, la palma con sus miserias, solo y olvidado. Muere entonces con su mierda a cuestas, sin molestar, una forma democrática de morir.
Algunos pagamos el peaje flaqueando, reconociendo el absurdo comedido de dedicarnos al oficio de crear mundos en base a la palabra, una sola herramienta frente a las demás artes. También resulta cierto que los profesionales del arte somos una élite, nos pese o no, porque los hay encantados de su ombligo, con la aspiración de aparecer en la enciclopedia británica o ser recordados hasta el fin de los días. Cuando empezaba a publicar me lo contaban colegas, y no salía de mi asombro. Ahora, sin embargo, comprendo que la imbecilidad carece de límites. Hay que ser muy gil para escribir esperando la fama. Hay que ser muy imbécil para esperar que el bello arte de las palabras reporte dinero a espuertas, portadas de revistas y entrevistas de televisión donde continuar haciendo el lerdo. De esos junta palabras hay a patadas, y fíjense en lo mal que escriben.
Pero hasta a nosotros, que tuvimos gula y bula de improperios, ahora, con la machacona autocensura, la de la izquierda y la derecha, la cultura de la cancelación y la del odio, se nos prohíbe gritar, salirnos del guion. El mejor escritor de mi generación, un hombre bueno, lo dijo en una entrevista: prefiero ponerme de perfil. Es lo que tiene la autocensura, que al anegar la vida licua la literatura, convirtiendo lo que podría ser magnífico en basura intelectual, salvo a aquellos tocados con un talento extra dimensional, llámense Ray Loriga.
Desbordan las librerías superventas que no tienen el mínimo talento ni la pulsión que te coge del cuello y te confunde hasta sumergirte siendo ya el personaje de lo leído. Pese a ello regalamos libros encontrados en un descuido, celebrando la literatura en cualquier fecha. El hombre es la medida de su biblioteca, decía mi padre cargado de razón.
Y es que casi nadie lee hasta devorar los libros.
Antes de la pandemia, en el metro de Madrid, por vagón había tres o cuatro personas inmersas en un texto, entre apretones y sudores. Ahora la gente baja la cabeza hasta pegar la vista a la pantalla del móvil, buscando satisfacción en lo inmediato, lo volátil, lo que arregla el ánimo un instante y luego te descubre vacío de pensamiento.
En el paraíso del bigdata nos hemos vuelto tontos. Somos la sustancia de una ameba de tanto marear las redes sociales, los algoritmos a la persecución, muchos, del ligoteo. Ni para eso hay tiempo. Los móviles sobrevaloran la amistad. Se compite por ganar amigos en las redes. De tanto marear la perdiz la virtud o vicio de leer se está agotando. La tendencia no cambiará, así que nos asomamos por enésima vez a la muerta de la novela. Mientras ocurre, lean libros en verano, vuelen desde la hamaca hasta el cielo azul aventurero, imaginen ser más, mejores y más fuertes. Ahí no fallarán.