Esos gregarios que rara vez pasan a la historia
The Band fueron mucho más que un conjunto de acompañamiento que pasará a la posteridad por su relación con Bob Dylan
Hace algunos días falleció Robbie Robertson, cabeza visible y principal compositor de The Band. Su muerte, a los 80 años, le ha servido a Fernando Neira para escribir un espléndido artículo en El País explicando la grandeza de aquel quinteto legendario caído en el olvido y destacando «la decisiva influencia en la música norteamericana del grupo que acompañó la cruzada eléctrica de Bob Dylan«.
Por supuesto, The Band fueron mucho más que un conjunto de acompañamiento que pasará a la posteridad por su relación con el cantautor y Premio Nobel. Como explicaba Jim Farber en el obituario del New York Times, sus grabaciones proponían «una visión rústica de Estados Unidos que parecía a la vez mítica y auténtica, utilizando letras enigmáticas para evocar esa América dura y colorida de antaño».
«Con una convicción poco común, conjuraron un mundo salvaje, a menudo centrado en el sur, poblado por personajes toscos, desde el soldado confederado derrotado en The Night They Drove Old Dixie Down hasta el duro sindicalista de King Harvest Has Surely Come o las sombrías criaturas de Life Is a Carnival. La música que arropaba esas historias apasionadas hundía sus raíces en géneros estadounidenses arcaicos como el folk, el country, el blues o el gospel», prosigue Farber.
Y Diego A. Manrique completa, en un artículo antiguo, el retrato de lo que este precoz guitarrista judío canadiense y su pandilla encarnaron en sus mejores tiempos: «Robertson vive en la carretera, tocando con Hawkins o Bob Dylan, a lo largo de siete años. Hasta que Dylan se retira a Woodstock, un pueblo de Nueva York, y él le sigue; consigue una casa y funda una familia. Allí, con los antiguos compañeros de gira, nace The Band, una especie de alambique montañero que destila las esencias de muchas músicas estadounidenses… a pesar de que cuatro de sus cinco miembros son canadienses. La fascinación por esos sonidos, la inmersión en la sangrienta historia de los EEUU, les proporcionará una visión única, ajena a las tendencias. Con sonido austero y relatos color sepia, deslumbran a un público que sale de la borrachera psicodélica, cambiando la inclinación estética de divinidades tipo Eric Clapton o George Harrison».
Efectivamente, Rick Danko, Garth Hudson, Richard Manuel, Levon Helm y el propio Robertson formaban un grupo talentoso y diferente que fascinó a muchos de sus coetáneos: a diferencia de otras bandas con líderes establecidos, todos participaban en las decisiones musicales y eran capaces de tocar varios instrumentos, cuatro de ellos componían, tres se alternaban para cantar…
La prueba de que fueron un proyecto artístico de auténtica Champions League, al nivel de otras agrupaciones norteamericanas de su época como The Byrds o Creedence Clearwater Revival, está en una increíble sucesión de álbumes propios como Music from Big Pink (1968), The Band (1969), Stage Fright (1970), Cahoots (1971) o el directo Rock of Ages (1972). Por no hablar de los que grabaron con Bob Dylan, empezando por esa colección de sesiones desvergonzadas del periodo Woodstock, editada con un lustro de retraso y certeramente titulada Las cintas del sótano (The Basement Tapes, 1974) y siguiendo con los elepés de estudio Self Portrait (1970), Planet Waves (1974) y el live Before the Flood (1974). ¡Pero si hasta Martin Scorsese les dedicó una película documental (The Last Waltz, 1978), cuando se separaron, filmando para la posteridad su concierto de despedida!
Allí estaban ellos, el Día de Acción de Gracias de 1976, en el Winterland Ballroom de San Francisco, rodeados de un puñado de amigos famosos (Eric Clapton, Neil Diamond, Emmylou Harris, Dr. John, Joni Mitchell, Van Morrison, Ringo Starr, Muddy Waters, Ron Wood, Neil Young o el propio Dylan…), dejando testimonio en celuloide del lugar que debían ocupar en la Historia del Rock como algo más que una simple pandilla de ilustres gregarios. Sin embargo, el tiempo sitúa, a veces injustamente, a cada cual en su sitio y, si le preguntas hoy a cualquier jovencito fan de Taylor Swift, te dirá que no les conoce a pesar de haber contribuido con su obra a sentar los cimientos de un género musical, bautizado como Americana, en el cual la súper-estrella de Lover dio sus primeros pasos durante su etapa en Nashville.
Dylan siempre ha tenido ojo para escoger a sus músicos, pero el día que reclutó a The Band no lo hizo tanto por su pericia instrumental, sino por su vocación de supervivientes y su capacidad para afrontar públicos hostiles, bien desarrollada en el circuito de clubes pueblerinos de Ontario que habían transitado cuando acompañaban a finales de los 50 al rocker canalla Ronnie Hawkins. Tras renegar del folk ortodoxo y empuñar la guitarra eléctrica en 1965, al autor de Blowin’ in the wind le tildaron de traidor en todos los foros progres y sus recitales subsiguientes se convirtieron en un aquelarre de insultos.
Poco importaba que la primera parte del show transcurriera con normalidad, interpretando en solitario el repertorio concienciado que los puristas le demandaban. Tras una docena de temas complacientes, el cantautor presentaba a Robbie y los suyos mientras cambiaba su acústica por una Fender Telecaster. Había que tener muchos redaños para subirse al escenario al lado suyo y tocar Like a Rolling Stone en medio de tremendos pitidos y abucheos, como queda patente en la mejor grabación de aquel tour, The Bootleg Series Vol. 4: Live 1966 The Royal Albert Hall Concert. En eso consiste ser un gregario durante el tiempo que te toca: en aguantar el tipo al lado de la estrella que te paga y no desfallecer jamás. Y digo «durante el tiempo que te toca» porque, a veces -muy pocas-, la rana se convierte en príncipe. Claro que nos estamos adelantando…
El adjetivo gregario viene del latín (gregarius) y se aplica, según el Diccionario de la Real Academia, a «un animal que vive en rebaño o manada». Dicho de una persona, en su segunda acepción, el término alude a quienes «siguen ciegamente las ideas o iniciativas ajenas» y define, en el argot deportivo, al «corredor encargado de ayudar al cabeza de equipo».
Freud se refería a los gregarios en su Psicología de las masas y análisis del yo (1921), señalando que el instinto gregario puede entenderse como una forma de buscar validación o seguridad en uno mismo a través de la pertenencia a un grupo. Sin poner la menor objeción a esta teoría psicológica, yo prefiero asociar dicho concepto -para el tema que nos ocupa- a la imagen del ciclista que se sacrifica, en tal o cual etapa del Tour, el Giro o la Vuelta, para escoltar hasta la línea de meta a su jefe de filas.
En la competición sobre dos ruedas, se han dado en ocasiones lo que la prensa especializada llama gregarios de lujo. Hablo de vencedores del Tour de Francia como Greg LeMond o Laurent Fignon, que antes de convertirse en héroes de dicha prueba ejercieron durante los años 80 como subalternos del legendario Bernard Hinault. Luego llegaría su momento.
Si el destino recompensó años más tarde aquel sacrificio, este cuento moral de superación no se da tan fácilmente en otros ámbitos deportivos o creativos. Cualquier erudito de las artes plásticas sabe que Pedro Pablo Rubens o Andy Warhol tuvieron equipos ingentes de ayudantes trabajando para ellos con el fin de poder satisfacer la demanda de obras originales o múltiples. Sin embargo, nadie se ha preocupado jamás de consignar la lista completa o parcial de los colaboradores que pasaron por la Rubenhuis de Amberes o la Factory de la calle 47 neoyorquina.
Solo en el campo de la música popular, tan proclive a la fascinación por el dato nimio que marca la diferencia, los fans han puesto a los gregarios en el puesto de honor que los suplementos culturales les ha negado proverbialmente. Así, cualquier forofo de Bruce Springsteen puede recitar de corrido la alineación de la E. Street Band en sus años dorados, como si fuera el once (casi) inamovible del Real Madrid de las últimas Copas de Europa.
¿No podría hacerse lo mismo -valga el ejemplo- con la lista de lugartenientes de Ferran Adrià en elBulli? No, a mi modo de ver, ya que esa retahíla de brillantes chefs y profesionales de sala fue evolucionando e independizándose con el tiempo, de acuerdo con el principio ancestral de que cuando el alumno está preparado debe separarse del maestro para emprender su propio camino.
En el show business, existen miles de instrumentistas de primer nivel, con carreras cercenadas o bien carentes de ambición personal o de talento para la composición, que suelen terminar ejerciendo como músicos de estudio o de gira, como cuenta el cortometraje oscarizado Session Man (1991) de Seth Winston. Son mercenarios que se venden al mejor postor, sin identificarse necesariamente con el repertorio al que rinden servicio.
Este no es el caso de los gregarios con vocación de comando en misión evangélica, que tienden a refugiarse a la sombra de un tipo carismático (y exitoso) por el cual sienten una devoción inquebrantable; un líder que les paga bien, les trata mejor y, en ocasiones, hasta comparte regalías en forma de derechos de autor. Esta clase de cuadrillas funcionan a muy largo plazo, como una fraternidad que se rige por leyes no escritas, inspiradas -según me contó una vez Willy DeVille- por la mismísima piratería. Lo comparten todo, desde el autobús hasta la casa, las drogas o las groupies. Y rara vez se descomponen porque, cuando los subalternos sienten la tentación de hacer algo por su cuenta, el propio mentor, cual padrino, les ayuda a conseguir un contrato, cede alguna canción inédita, colabora en un corte o incluso produce el disco. Y todo vuelve luego a su cauce.
Hemos citado antes a la E. Street Band como epígono absoluto del concepto, pero existen muchos nombres dignos de ser descubiertos. Piensen en los Crazy Horse de Neil Young, los Heartbreakers de Tom Petty, los JB’s de James Brown, el Memphis Group de Steve Crooper que acompañó a Otis Redding y luego se reencarnó en The Blues Brothers… O incluso The Blue Moon Boys, aquel trío que respaldó a Elvis Presley en su primera etapa y estaba dirigido por el guitarrista Scotty Moore. Y hay más. La mejor época de Bowie no sería nada sin el sonido eléctrico de Mick Ronson y los Spiders from Mars. Igual que Prince con The Revolution, Graham Parker y The Rumour o Nick Cave y los Bad Seeds.
El lector incauto puede pensar que estas agrupaciones, sin su líder natural, no habrían sido jamás capaces de hacer nada. Craso error, evidenciado en primer lugar por el legado de The Band.
No olvidemos tampoco que el primer album de Crazy Horse (sin Neil Young) contiene una joya como I Don’t Want to Talk About It (1971), firmada por el malogrado Danny Ray Whitten, que sería luego popularizada por Rod Stewart o Everything but the Girl. Otro caso: cuando Buddy Holly murió en un accidente de avión, The Crickets no se amilanaron y fueron capaces de lanzar I Fought the Law (1960), un tema de Sonny Curtis que ha trascendido décadas en las versiones de Bobby Fuller Four o de The Clash.
No es gregario de lujo quien quiere, sino quien puede, ya que para estar tantos años compartiendo escenario con los grandes uno tiene que poseer ciertas cualidades, entre la cuales se hallan la discreción y la fidelidad. Los estamentos culturetas, por supuesto, apenas les prestan atención; mientras que las enciclopedias del ramo tan solo les dedican una nota a pie de página. Pero, sin ellos, nunca se habrían escrito algunas de las páginas más emocionantes de la música popular.
Alejado del circuito discográfico y las giras, Robbie Robertson se dedicaba discretamente, desde hacía lustros, a componer las bandas sonoras y escoger la música incidental de las películas de su íntimo amigo Martin Scorsese. «Robbie fue una constante en mi vida y en mi trabajo», ha declarado el cineasta. «Mucho antes de que nos conociéramos, su música jugó un papel fundamental para mí y para millones de otras personas. Sus canciones parecían provenir del lugar más profundo en el corazón de este continente, sus tradiciones, tragedias y alegrías. No hace falta decir que era un gigante y su influencia en el arte ha sido profunda y duradera». Nunca es tarde para honrar a los héroes olvidados.