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Cultura

Sonorama: buen rollo y pechos al descubierto

Es una apuesta por convertir durante cinco días toda una localidad en una imparable fiesta de la música y la borrachera

Sonorama: buen rollo y pechos al descubierto

Imagen de uno de los escenarios del Sonorama Ribera. | Diego Santamaría (Sonorama)

Un éxodo de indiepijis se arrastra risueño y saltarín como un leprechaun motivado. Son miles de féminas con borbotones de purpurina pegada al sudor de sus mejillas y de pijaritos con camisas de lino estampadas, calcetines altos y zapatillas Vans. Una curiosa fauna casi tan etílica como un aquelarre metalero, aunque bastante alejada de la alteración de la conciencia benzodiacepínica de las sectas techno-muleras. Eso sin contar a los cuatro desorientados greñudos que pululan por el lugar dando variedad al personal. Son como piojos con cara de mala leche abriéndose camino entre mareas de bigotitos Dalí y coloridas partes de arriba del bikini. Supongo que eso hace que un lugareño, en conversación con otro autóctono, le aclare a su compadre: «Esto son las JMJ comunistas». Y a uno, sabiéndose en el festival Sonorama Ribera, pues le sale un inevitable «ejem… ejem…, no sé yo».

Paseando por los alrededores de las instalaciones, resuenan las recientes declaraciones de la Mala Rodríguez: «Los indies con su mierda de ‘así esa musiquita pop up, todos somos superguay’. ¿Por qué si eres un privilegiado de mierda? Que no has hecho nada en tu puta vida. Que nunca has tenido un trabajo de verdad. Que me vengan a comer todo el toto». Bueno, la rapera quizás se pase un pelo… No todo en el Sonorama huele a colchón viscoelástico. Pero puede que sea un velo para pasar de incógnito. Porque desde fuera, espacios como el camping parecen zona cero. Una marea de zombis polvorientos y resacosos machaca los caminos pintados con las cagadas de numerosas palomas aparentemente organizadas para atinar en las cabezas. Al menos, antes de comenzar la mañanera migración al pueblo…

El Sonorama es un sistema festivalero en sí mismo. Durante cinco días, Aranda de Duero (Burgos) es engullida por la cita. En otros acontecimientos de misma naturaleza las localidades colindantes son apeaderos para consumir víveres, y llenar las huchas de los lugareños a cambio de deposiciones en un váter más propio de un humano occidental que de una jaula de primates (por Dios, ¿qué hará la gente en los cagaderos portátiles para plantar semejantes cuadros de enmierdamiento total?). El Sonorama fagocita (no hay palabra mejor) el pueblo y lo convierte en una macro discoteca al aire libre.

Por las calles de Aranda, el calor se combate con katxis de toda índole y miles de pistolitas de agua. La pasión por los hierros acuáticos alcanza a convertir las calles en un Faluya húmedo. Mientras, la música de los tres escenarios urbanos (por tanto, gratuitos), brinda la oportunidad a un buen número de grupos emergentes para llamar la atención. Tal vez, la suerte mediante, hasta alcanzar un éxito como el de Arde Bogotá. Los cartagineses han pasado de la Plaza del Trigo (uno de los escenarios urbanos con aforo para 5.000 personas) en 2022, a protagonizar el cuello del cartel del sábado noche en esta edición 2023, en un escenario capaz de alcanzar fácilmente más de 25.000 espectadores.

Ángel Stanich (arriba), durante un concierto en el Sonorama. | Paco Santamaría (EFE)

En cuanto a las instalaciones del festival (para las que se requiere un apoquine previo), hay que admitir que la cosa está bien administrada. Zona de comidas, dos escenarios principales, dos secundarios y uno que alcanza a colmarse llegada la madrugada con las sesiones de techno. Uno sabe que está en Burgos porque el parterre, en vez de decorado exclusivamente con vasos de cubata, también lo está con copas de vino. Eso sí, de plástico. No se me desgracie nadie.

Pero buceemos en la propuesta musical… El miércoles 9, aunque la afluencia es escasa, la peña se persona dispuesta para descorchar la fiesta con las actuaciones de Cupido y Delafé y las flores azules, confirmando que ser indie es una cuestión de actitud, a veces más que de música. El jueves 10, la cosa toma otra temperatura. Más bacana, pero igual de moñas, Carlos Sadness entra a mojar gayumbos, sumándose a una cantera de grupos que conocen sólo en sus casas pero que, sabe Dios, quizás terminen presidiendo festivales. Bastante más emocionantes son los directos de El Drogas (bizarra presencia visto el personal) o Lori Meyers, que con una actuación tan vigorosa cuesta negar que no haya caído en la trampa química para semejante energía crepuscular

Unos rastrojos de pegote nasal que bien podrían verse en los conciertos del viernes 11 de Carolina Durante o Mastodonte (Asier, te hago un hijo). Tienta decir, no obstante, que esa emoción se debe a su naturaleza musical más rocosa. No hacen falta garlitos cuando lo que interpretas te hace, ya de por sí, patear espídico el vacío. Y por más que rocosa no sea la palabra, misma historia para La Pegatina (aquí el público es quien parece domesticado por la química) o Ginebras, que con su tema En bolas hace premonición de lo que sucederá al día siguiente con Amaral.

Alcanzamos el día X. El sábado 12 los cabezas de cartel hacen las delicias de un festival, afortunadamente, menos densamente insoportable que otros de este verano. Imponente el puntazo de querer ponerse una gorra cani con un chándal britpop para cantar Que pasa nen con Alizz. El catalufo hace así más por la diseminación-nacional-positiva de la lengua regional que mil políticos juntos. Ah, y confirmar para el respetable que en el Sonorama hay variedad. Trueno o ToteKing sacian las ganas de música urbana, dando placer y espectáculo a partes iguales.

Los top abren boca con Wilco. Estos chicagüenses, con su cantante como recién salido de un parking de caravanas de la América profunda, colman de turbulencias sentimentales la noche. El vocalista le ha pegado bien a la alfalfa estos años sin que, afortunadamente, eso agrave su voz. Esquivando el sueño que me entra incluso escribiendo de ellos, pienso en la actuación del guitarrista Nels Cline y me animo… ¡Magia! Este tipo hace hechizos con las cuerdas.

Y ya llegó. Todo cristo habla de lo mismo. Lejos de su directo (bien pertrechado), ¡Eva Amaral enseñó las tetas! Uh… Sí, ya está. ¿Y qué? No sé, me cuesta decir nada que no sea que me parece de lo más normal, y creo que es un error darle tanto bombo. Courtney lo hizo hace 20 años en los Estates, en el mismísimo programa de Letterman, y allí si se ponen a hacer la de Santa Águeda con cretina facilidad. Si a Rocío Sainz la censuró un cenizo, hay aguafiestas en todos lados. España es un maravilloso terruño de libres domingos y domingas. Quien no lo entienda, que se apalanque en territorio saudí o firme la entrada en la clausura. Eva, no has fusionado el átomo, chica, para ocupar tanta portada. No veo mucha revolución. Pero, en fin… bien hecho, maña. Se agradece que no fuesen solo los pechos de Carlos Areces los que se dirigieran al público desde el escenario. Los tuyos, donde me vas a parar, infinitamente más bonitos. 

Hablando de Areces, el de Ojete Calor fue, sin duda, el más divertido de todos los conciertos celebrados. Irónico y cañero, levantaron al público y las risas. Firmaron así los últimos coletazos de la jornada más masificada del Sonorama, dejando para el domingo 13 las cercanas intervenciones en el pueblo de, una vez más y de sorpresa, Amaral o Los niños de Jesús, con Jordi Évole a la cabeza (mola lo de hacerse famoso para poder encajar la deseada cuña musical).

El Sonorama es, en definitiva, una buena jarana. Un festival muy apto para todos los públicos. Si hay alergia indie, se puede llegar a curar vista la variedad y el buen rollo. Porque con un poquito de parné, las «fiestas» de Aranda de Duero, merecen ser vividas. Al menos, una vez…

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