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'The Meg': ¿son las novelas sobre el megalodón tan malas como las de tiburones?

Sorprende comprobar que una franquicia tan ligera esté basada en un éxito literario previo: la saga Megalodón

‘The Meg’: ¿son las novelas sobre el megalodón tan malas como las de tiburones?

'Megalodón 2: La fosa', inspirada en la obra de Steve Alten. . | Warner Bros

No es el fenómeno Barbenheimer, pero a lo tonto, Megalodón 2: La fosa (2023) está haciendo una caja que no han logrado Harrison Ford ni Tom Cruise en sus últimas encarnaciones de Indiana Jones y Ethan Hunt. ¿El secreto? La secuela de Megalodón (2018) es una coproducción hollywodiense con China que está funcionando especialmente bien en este país y en el conjunto del mercado internacional, de modo que la tibia taquilla estadounidense sólo supone una cuarta parte de la recaudación mundial. Esta ya ha sobrepasado los 300 millones de dólares, más del doble del presupuesto invertido en su rodaje.

Conclusión: tenemos franquicia para años.

Pero seamos sinceros: la crítica no ha sabido ver que Megalodón 2: La fosa es un peliculón de monstruos, muy superior a su predecesora (al igual que el nuevo director, Ben Wheatley, le pega sopas con onda al rutinario Jon Turteltaub). La primera entrega resultó un telefilme visual y emocionalmente inflado, dolorosamente apegado a la baja expectativa artística, mientras la segunda es un fastuoso catálogo de homenajes a la literatura de mundos perdidos, desde Jules Verne (20.000 leguas de viaje submarino) a E.R. Burroughs (La tierra olvidada por el tiempo). Además, nos regala un paseo submarino digno de las mejores aventuras añejas, desbordante del sentido de la maravilla y la magia colorida, colorada y coloreada de pioneros del cine fantástico como Georges Méliès o George Pal. Wheatley nos hace olvidar sus patinazos adaptando a J.G. Ballard en la pedantona Rascacielos (2015) y a Daphne du Maurier en la hueca Rebeca (2020) y nos ofrece un filme encantador, que deleita como homenaje a los clásicos del género pero también como escenificación festiva de una masacre (que no haya sangre para mantener su condición de peli no vetada a menores acaba siendo lo de menos), con salerosas referencias a Tiburón, Piraña, Moby Dick… ¡Si hasta sale un calamar gigante! Perdón: un kraken.

A todo esto, sorprende comprobar que una franquicia tan ligera esté basada, al igual que Tiburón (1975), en un éxito literario previo: la saga Megalodón (The Meg) ya cuenta con ocho entregas impresas y ha convertido a su autor Steve Alten en el nuevo rey del subgénero de predadores submarinos. Pero ¿qué tal son esas novelas?

Portada de la edición española del primer libro de la saga

Miedo a lo que hay debajo

En 1974, Peter Benchley destapó la puerta de los horrores oceánicos con Jaws (Tiburón). La novela no era una obra maestra de la literatura… y menos lo fueron sus secuelas, las novelizaciones de Tiburón 2 y Tiburón, la venganza a cargo de Hank Searls. La trama de Benchley parecía más morbosamente interesada en las fantasías de violaciones de la adúltera Ellen Brody que en el duelo entre su marido y el tiburón asesino, pero propició el alumbramiento de una obra maestra del cine de aventuras y horror, el que nos redescubrió uno de los terrores más primarios de nuestra periplo mortal: el pánico a adivinar lo que hay debajo del mar mientras flotamos, como en líquido amniótico e insuficientemente traslúcido, en una actitud de absoluta indefensión. Una metáfora del miedo a la vida y a lo desconocido que sirve para casi todo.

El filme de Spielberg traumatizó a varias generaciones que desde entonces le tienen espanto a chapotear en el agua (¡presente!). Más metáfora: dicen que la forma del escualo remeda un falo gigante y por tanto simboliza el miedo al pene. Chupaos esa, fans homófobos —alguno habrá— de Tiburón.

Casi un cuarto de siglo después, Steve Alten (Filadelfia, 1959) revalidó esos miedos con una novela que lo sacó del paro tras ser despedido como mánager de una planta procesadora de carne (lo cual tiene su guasa, ¿no?): Meg fue el producto estrella de la Feria del Libro de Frankfurt de 1996, acumulando contratos con más de 20 países y copando las listas de ventas al año siguiente. Nacía así otra serie literaria exitosa, lo cual no impidió en paralelo una ordalía de fracasos en los múltiples intentos por llevarla al cine, fracasos que según el autor contribuyeron a provocarle un diagnóstico de Parkinson a los 47 años.

Su Megalodón tardaría más de dos décadas en llegar finalmente a la gran pantalla.

Uno de los pósters chinos de la adaptación cinematográfica

Los defectos de forma

¿Y qué tal es Meg, la primera novela de la saga? Les parecerá gracioso, pero Alten replica muchos tics perniciosos de Benchley: principalmente, su misoginia y sus terribles diálogos. En la trama sólo transitan dos personajes femeninos: Maggie, la esposa del héroe, una villana de telenovela que uno no sabe cómo acabó emparejada con este hombre, pues ella no hace nada por disimular su maldad a raudales; y Terry Tanaka, la hija de un científico benefactor japonés (en la película los cambian a chinos, porque a fin de cuentas son chinos los que pusieron el dinero para producirla: si eso no es racismo interno…), quien le agarra al protagonista una ojeriza inexplicable que, en la gran tradición de la ficción puritana anglosajona, sólo puede acabar en la cama. No faltan los comentarios sexistas del propio narrador para justificar que Terry quiera vengarse por la muerte de su hermano matando a un animal que no tuvo nada que ver en el asunto: «…Como Mac le recordó a Jonas, ni los hechos ni la lógica revisten ninguna importancia para una mujer, especialmente cuando está en período de duelo». ¡Chas!

Portada de la tercera novela de la saga

Por su parte, Jonas Taylor (lo de llamarse Jonás supone un guiño nada sutil que tendrá su «justificación» en el clímax de la historia) es un héroe cortado por un patrón establecido medio siglo antes: lacónico, estoico, reticente, de una pieza. Más propio de los años 50 que de los 90, la verdad. En cuanto a las motivaciones de los personajes, basculan entre la mera venganza y el enfrentamiento pueril a sus miedos, que más que miedos son traumas fácilmente evitables. Pero la motivación más risible es la del Dr. Tanaka: anhela proporcionar recintos inmensos a los peces en peligro de extinción para que naden a su antojo porque no soportaría verlos tan confinados como él lo estuvo en su infancia, recluido en un campo de concentración estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial: «Nada de tanques pequeños nunca más. Yo también fui encerrado, no podría hacerles algo así. Jamás». Ojo, con menos que esto se hacen películas que ganan el Oscar.

Y esos diálogos… Los personajes se dicen todo lo que piensan en todo momento, ningún conflicto deja de airearse verbalmente al instante. Incluso la sed de revancha de los que tienen una cuenta pendiente con el escualo prehistórico se lo gritan teatralmente a la cara tras sobrevivir a sus ataques: «¡Vas a morir, monstruo, ¿me oyes? ¡Vas… a… morir!».

Una de las pocas secuencias de tensión del primer filme de ‘Megalodón’ que sí se basan en la novela original.

Megalodón, el personaje más verosímil

Por suerte, Steve Alten ha leído también a Michael Crichton y sabe que un buen thriller se organiza cuidando el ritmo narrativo y la progresión emocional de la trama. Megalodón (The Meg) posee una estructura tonal bastante sólida y, aunque en el clímax coral se haga un poco de lío, compensa ese desbarajuste con un desenlace memorable, tan desmesurado como el ser que lo protagoniza. Y ahora viene lo mejor: Alten sabe cómo escribir escenas de acción y terror. De hecho, supera a Crichton a la hora de hacernos liberar testosterona. Es mucho más visceral y mucho más divertido que su maestro.

En cuanto asoma el megalodón, la novela cambia y ya parece algo escrito en tiempos modernos: el monstruo genera no sólo temor, impone además una fisicidad y una presencia muy reales. Aunque el autor peca de Margarito Cansino al suministrar los mismos datos «científicos» varias veces, consigue aportar matices veristas que convierten al megalodón en una criatura muy tangible. Y en lo más convincente de la obra: el villano animal se revela mucho más verosímil que sus comparsas humanas.

Y olvidaos del tono festivo de las películas: la novela va en serio. Hay una carnicería granguiñolesca constante y altamente impactante, envuelta en sutiles informaciones técnicas y pinceladas visuales que nos hacen vivir cada muerte: por ejemplo, la que sufre un surfista al entrar directamente en el cavernoso paladar de Meg; o cómo se ve una víctima partida por la mitad y arrastrada con los ojos abiertos mar adentro.

Hernán Migoya es periodista, escritor y guionista de cómics.

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