Víctor Erice regresa tras 30 años de silencio
El director vuelve con ‘Cerrar los ojos’, una película de casi tres horas, circunspecta nostalgia y tonos crepusculares
Llevaba tres décadas sin rodar un largometraje, replegado en instalaciones museísticas y minoritarios ensayos visuales. Regresa con Cerrar los ojos, una propuesta de casi tres horas, ritmo pausado, circunspecta nostalgia y tonos crepusculares. Una obra que huele a despedida. Hablamos de Víctor Erice (Valle de Carranza, 1940), cuyas tres películas anteriores son hitos del cine patrio: El espíritu de la colmena (la única española que figura entre las cien mejores de la historia en la lista de Sight and Sound), El sur y El sol del membrillo. Entre cada una de ellas, una larga década de silencio. Erice —como en tiempos el americano Terrence Malick— es célebre por su parquedad productiva y por su carácter esquivo. Encarna el mito del artista meticuloso, insobornable, puro; el hacedor de obras maestras contra viento y marea, el irreductible enfrentado a la voraz industria. Entre El sol del membrillo de 1992 y esta nueva película vivió la dolorosa experiencia del naufragio de su adaptación de El embrujo de Shanghái de Juan Marsé, que acabó filmando, con otro guion, Fernando Trueba.
Con estos antecedentes, es obvio que el estreno de Cerrar los ojos debe calificarse de acontecimiento, pese a que dista de ser perfecta. Narra la misteriosa desaparición de un actor (José Coronado) en pleno rodaje y la búsqueda que emprende muchos años después el director de esa obra inacabada titulada La mirada del adiós (Manolo Solo). Erice y su coguionista Michel Gaztambide arman una estructura muy ordenada: la película dentro de la película funciona como prólogo y epílogo. La historia del director en busca del actor volatilizado se estructura en dos actos muy diferenciados y entre uno y otro hay un interludio centrado en la vida alejada del mundanal ruido que lleva el director en una localidad costera del sur de España.
A su vez, La mirada del adiós, la película dentro de la película, ambientada en los años cuarenta y de la que solo se rodaron las dos escenas que abren y clausuran Cerrar los ojos, sirve como espejo de la historia central. En esa supuesta cinta un hombre a punto de morir encarga a un improvisado detective (papel que interpreta el actor desaparecido, es decir Coronado) que encuentre a su hija a la que dejó atrás en la lejana Asia, para poder despedirse de ella. Y la fotografía de esa hija perdida será un elemento conector entre la ficción y la realidad.
Arte y memoria
Los dos temas centrales de Cerrar los ojos son las cicatrices que va dejando el paso del tiempo y la reflexión sobre el cine como arte y memoria. Para desarrollar el primer tema, el guion construye al personaje del cineasta abusando acaso de clichés dramáticos que se superponen sin mayor desarrollo para perfilar a un perdedor de manual cargado de épica dignidad: amores perdidos, un hijo muerto, un pasado de militancia política que ha desembocado en la pérdida de cualquier ideal… Por otro lado, está el personaje del actor, que resulta ser finalmente un enigma sin resolución. Se generan expectativas alrededor del misterio de su desaparición, de los motivos ocultos que la provocaron.
Se insinúa la presencia de una mujer joven que lo acompañó en el último viaje, la existencia de una relación que lo desquició, pero acaban siendo supuestos indicios que no conducen a nada concreto. Lo que nos queda es un tipo que abusaba del alcohol y era un notorio mujeriego. Pero, ¿por qué decidió desaparecer?, ¿qué hay de trascendental en su gesto? Acaso solo un vacío que cada cual llenará a su manera, construyendo su propia versión mitificada; he aquí un tema interesante, que la película tan solo apunta. Cerrar los ojos dura casi tres horas, no porque la historia sea muy compleja y lo requiera, sino porque su estilo se basa en alargar los tiempos de cada escena. Las conversaciones están trufadas de prolongados silencios y miradas sostenidas, lo cual genera una cadencia lenta.
La película gustará a los cinéfilos porque contiene no pocos guiños y homenajes: el personaje de Manolo Solo canta la canción que entonaban Dean Martin y Ricky Nelson en Río Bravo; se cuenta un chiste malo sobre los milagros y La palabra de Dreyer; y el protagonista rescata de un trastero un librito de esos que al pasar rápido las páginas crean la sensación de movimiento y que contiene las imágenes de una de las filmaciones pioneras de los hermanos Lumière… Este último guiño es el más hermoso, el menos forzado: una invocación de los orígenes y la esencia del cine. Y hay también, por cierto, un homenaje literario destacable: la mansión campestre en la que arranca la película dentro de la película se llama Triste-le-Roy, igual que la quinta en la que se desarrolla La muerte y la brújula de Borges.
Reivindicación del cine
La de Erice es una cinefilia propia de una generación para la que el cine fue una suerte de educación sentimental y moral en los grises años del franquismo. Hay además en Cerrar los ojos una reivindicación fetichista del celuloide, de las viejas salas ya clausuradas, de los enormes proyectores en la cabina del proyeccionista. El cine como realidad tangible, colectiva y analógica frente a la digital y casera. Esta reflexión sobre la magia y la seducción de las imágenes es lo más interesante de la propuesta, una idea que ya había planteado, de forma más sintética y muy bella, en el mediometraje La morte rouge (Soliloquio) de 2006.
Con sus aires de despedida, Cerrar los ojos contiene además no pocos guiños autorreferenciales, porque funciona como broche que cierra una carrera. Se atisban pinceladas íntimas del propio Erice en varios de los personajes y no es azaroso que reaparezca una relación padre-hija que remite a la de El Sur. Hay además transparentes ecos del proyecto fallido de El embrujo de Shanghái en la película dentro de la película. Pero, por encima de todo, destaca la presencia de Ana Torrent como la hija del actor desaparecido. Si la niña Ana de El espíritu de la colmena contemplaba fascinada la aparición en la pantalla del monstruo de Frankenstein —en una escena que justifica por sí sola toda la trayectoria del autor, con aquella mirada que es uno de los momentos indelebles del cine español—, ahora la actriz ya adulta contempla a su padre y dice «Soy Ana» en la escena más intensa de la cinta. De los ojos infantiles que se abren con pasmo, imantados por las imágenes en movimiento de una pantalla, a los ojos que se cierran a los que hace referencia el título de esta nueva obra. Y es que Cerrar los ojos, pese a sus flaquezas y su sobreactuada solemnidad, acaba redimiéndose como una hermosa reflexión sobre el cine como combate contra el tiempo y la muerte.